24.2.16

NOSOTROS Y EL ISLAM

El alba de Farhad


Hijo de un general de los muyahidín, llevaba en la sangre el odio. Ante los atentados, cuenta lo que ha cambiado su vida

Farhad no ha visto nun­ca las piernas de su ma­dre. Solo en una vieja foto, tomada cuando él no había nacido aún, la que posaba con una falda­, corta, en los años de la paz y el desarrollo bajo el reinado del Shah. Pero a las fotos solo les echaba un vista­zo veloz. El día que tuvo entre sus manos una fotografia de su hermano vestido al modo oc­cidental, la tiró al suelo como si le quemara.

Farhad Bitani es musulmán. «Y seguiré siéndolo». Nacido en Afganistán en 1986, último de seis hijos de un general de los mu­idín. Ha vivido primero metido en el poder y en los abusos, luego perseguido bajo el ré­gimen de los talibanes. Pero siempre en guerra. El odio por el occidente infiel lo llevaba en la sangre, como la polvora de las municiones con las que jugaba en el jardín, soñando ser como aquel hombre que vio alejarse a cababallo. «Mi padre combatió entre los guerrilleros de Ahmad Massoud, es decir, el Estado islámico», cuenta Farhad. «Después de haber estado en el ejército de Mohammad Najibullah, el último presidente de la República democrática de Afganistán, se convirtió en fundamentalista».

En su casa eran normales los Con­sejos de guerra. En su infancia también era normal todo lo demás: la gente castigada por la calle con los clavos en el cráneo, las jovencitas vendidas, las decapitaciones y “el baile del muer­to”; cuando en el cuerpo sin cabeza metían aceite hirviendo para hacerlo agitar al sonido de la música. Con los amigos jugaba a descubrir si las manos de los culpables de robo que habían sido colgadas en los ár­boles, eran de jóvenes o de viejos.

Cada viernes iban al estadio de Kabul para asistir sobre su arena a las lapidaciones. Pero una vez sucedió algo diferente en aquella explanada: dos niñas fueron arrancadas del abrazo de su madre, que las saluda por última vez antes de caer bajo los golpes de las piedras, delante de ellas. Farhad sintió una punzada en su corazón, pero no sabe decir qué era. Quería gritar, pero no comprendía de dónde venía aquel grito que no conseguía salir, mientras la muchedumbre en­loquecía,  y el marido de aquella mujer, con las hijas agarradas de la mano, le deseaba el infierno.

El infierno estaba allí, en el día a día. Pero Farhad no lo veía: «Aquel tiempo y aquel espacio me contagia­ban, estaba ciego ante aquella inhu­manidad terrible, que también me dominaba a mí». Ante las injusticias, la continua tensión nerviosa, ante el dolor del pueblo. «Hasta las personas más normales se convirtieron en ani­males, perdieron el juicio». Todo con la impunidad y la hipocresía de quien se erigió juez y verdugo en nombre del Corán y vivía peor que los demás. Él callaba, como aquel día en el estadio, o durante las fiestas celebradas con las armas y el hachís, ante las vacaciones costeadas con dinero sucio o los mu­chachos obligados a prostituirse.

En 1997, cuando los talibanes entran vencedores en Kabul, su padre es en­carcelado en la prisión de Kandahar, donde permanece dos años. Logrará fugarse y toda la familia vivirá unida en Irán hasta 2001. Luego, de nuevo, Afganistán y el poder, con los muya­hidín de la alianza del Norte. Mientras, lo habían perdido todo. Su madre fingía comer, para después darle algo de comer a sus hijos. Silenciosa, le enseñó mucho en medio de aquella oscuridad. Farhad no entendía por qué los hermanitos que llevaba en su seno no habían venido nunca al mun­do. Ya mayor, se lo preguntó: «Habrían nacido con el kalashnikov en la cuna».

Hoy Farhad tiene veintinueve años. Llegó a Italia por primera vez en 2004, cuando su padre se convirtió en el hombre de confianza del presidente Hamid Karzai y fue enviado a Roma para trabajar en la embajada. «Estaba convencido de haber acabado entre gente que solo merecía una lluvia de fuego. Invocaba la venganza de Dios sobre vosotros, infieles». Pero sucedió algo aparentemente frágil que, sin embargo, ha tenido la fuerza de cam­biarle toda la vida.

En 2006 fue admitido en la academia militar de Módena. No se relacionaba con nadie, ni concedió su amistad a nadie. Pero poco a poco, sin quererlo, se va aficionando a su compañero de habitación. «Solía pasar mis vacaciones en Afganistán. Hasta que un día él me invitó a pasarlas en su casa, porque me vio triste. Para mí era imposible solo pensarlo: a casa de un cristiano... En cambio, durante las vacaciones de Pascua decidi acompañarle. ¿Porqué? «Por los dos años que habíamos vivido juntos».

Cae en una familia normalísima, desconocida y acogedora: sentado con ellos a la mesa, donde se evitan el vino y el cerdo por respeto a su religión, observa y se pregunta por qué gente "mala" está tan atenta a él. «Lo que veía interrogaba directamente a mi corazón». En esos días sufre una fiebre muy alta y enseguida cuidan de él. A media noche, la madre de su compa­ñero, entra despacio en la habitación para ver cómo está, le toca la frente para comprobar la fiebre y le coloca las mantas. Farhad tiene los ojos ce­rrados, aquel gesto le estremece el co­razón. En el silencio, estalla una pre­gunta: «Pero entonces, ¿quién soy yo?».

LA SÁBANA.

Hace dos meses, esa madre le dijo por sorpresa: "Farhad, nunca pensaría que un hecho tan pequeño pudiera cambiarte la vida...». Él le respondió: «No me ha cambiado solo a mí, sino a centenares de personas a mi alrededor. Y quizás muchas más también». «Creo que hay un punto blanco en cada corazón y, si el bien toca ese punto, se libera la pregunta sobre tu verdadera identidad». Es más fuerte que todo, también que el «veneno que había tragado» hasta entonces. «Nadie vino a darme dinero o poder, nadie me dijo: ¡cambia! No. Yo he visto a personas que eran cris­tianas y estaban contentas de ello. No querían de ningún modo con­vencerme. Y esto para mi era increíble. Por su humanidad conocían la nece­sidad que había en mí y compartían sus vidas conmigo, sin esperar nada a cambio».

Farhad comenzó a estudiar el Corán en persa: «Nos lo habían enseñado en árabe, sin que conocié­semos el idioma, pero nos lo trans­mitían así para alcanzar sus objetivos. Gracias a vosotros, cristianos occi­dentales, pude descubrir de verdad mi religión».

Después de servir como oficial del ejército afgano durante la misión ISAF, un día de 2011, por la carretera entre Lagham y Jalalabad cayó víctima de un atentado talibán. Se salvó mila­grosamente. A partir de ahí, decide deponer las armas, buscar asilo en Italia y dedicar su vida al diálogo interreligioso e intercultural. Los años  de mi estancia en Módena habian  sembrado en mí un cambio profundo. Haber sobrevivido era una señal de que Dios me estaba encomendando una misión».

Durante los meses de rehabilitación en Dubai comenzó a escribir el libro La última sabana blan­ca. La última sabana que quedaba en su casa cuando habían caído en la pobreza, pero que su madre le dio a una familia más pobre que ellos para enterrar a un pariente. Desde entonces, cada noche ella se quitaba el chador para cubrir la cama de Farhad.

En el libro cuenta su historia sin re­servas, y el dolor de un país «asesinado por la política que se hace en nombre del Islam». Mientras lo escribía, veía por televisión a los líderes fundamen­talistas -que tan a menudo había visto en su casa- hablando de democracia y paz: «luego vi las imágenes de pobreza y destrucción que ellos mismos habían causado. Les miraba teniendo en la mente las caras de los europeos que había conocido». Y comenzó a decirse sorprendido: «El verdadero Islam lo he visto en ellos, los europeos». Decía a sus antiguos amigos: «Somos más pecadores nosotros que ellos. Mori­remos un día, ¿qué le diremos a Dios?». Sus amigos se reían. Empezó a buscar en todo «la razón de esta diferencia que me fascinaba. Me pareció el factor decisivo para construir un mundo más humano».

UN SOLO OBJETIVO

Hoy trabaja como mediador cultural en T'úrín, dedica todo su tiempo a los inmigrantes, como trabajador y como voluntario. Sin parar. Es socio fundador de Global Forum Afgano, una organización con 200.000 suscriptores que se ocupa de la educación en Afganistán. La noche de los atentados de París, el dolor y la rabia no le dejaron dormir: «Ese horror es fruto de la ausencia de Dios. Me lo enseñó don Giussani, al que "conocí" hace dos años: cuando en la vida hu­mana se niega la realidad de Dios, el hombre enloquece. Porque el hombre necesita de Dios. Entonces la lucha es dar a conocer Su amor. Hay una Europa que no propone nada al hombre que busca. Hay un cristianismo reducido a tradiciones, que es vacío. Y hay un cristianismo vivido. Agradezco a Dios por haberme permitido encontrarlo, porque ninguna otra cosa podría haberme cambiado.

Está convencido de que no pode­mos quedarnos parados frente a lo que está sucediendo. E, igualmente, que la intervención armada equivale a no hacer nada. «Solo ha traído más violencia. El camino es la reli­gión: dejar espacio a los hombres religiosos, seguir a quien da la vida por amor a la verdad y al hombre. Esto también debería hacerlo la po­lítica: debería pedir ayuda y renun­ciar a sus intereses, que financian y arman a los fundamentalistas». Para él, Francia está en el punto de mira porque ha usado las armas «pero, sobre todo, porque ha quitado a Dios de la vida pública. La libertad religiosa no se puede tocar. Es la li­bertad de lo humano». Repite a me­nudo una petición: «Por favor, ayu­dad a nuestro mundo musulmán. La Iglesia ha superado su violencia, ha trabajado en la interpretación de las Sagradas Escrituras y ha hecho un largo camino. Enséñanos cómo ha­cerlo. Nosotros debemos estar dis­puestos a aprender».

Farhad duerme solo cuatro horas cada noche, para poder servir a los hombres que va conociendo. Muchos lo consideran un ingenuo porque habla de Jesús: «Podrían haberle dicho: somos doce, ¿qué piensas hacer? Pero ha cambiado el mundo así. Me cambió a mí. Hasta 2008 llevaba dentro solo odio». Pensaba: nací musulmán y todo el mundo debe serlo. «El corazón de cada hombre lo guía Dios», dice: «y Dios da a todos la capacidad de reco­nocer la verdad. Pero es necesario aceptarla, escogerla. Él me ha llevado a verla poco a poco, sin abandonarme nunca, ni obligarme. Me dejó libre, pero el coraje de elegir me viene del cristianismo, siguiendo el bien que ha cambiado mi vida».

Cree que tenemos que hacer una sola cosa: El  amor de Dios es la realidad más bella que existe: uno debe vivirla y transmitirla. Él lo arregla todo, no nosotros.  Escribe al final de su libro: «Su  plan es demasiado misterioso para que yo pueda entenderlo. No tengo otro objetivo que este: vivir buscando Su voluntad que es amor».



Fuente: musicaliturgica
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