Hasta el
matrimonio más feliz está sujeto a crisis, que necesitan ser vistas como un
fenómeno de crecimiento de amor conyugal
Un matrimonio
cuyos cónyuges jamás discrepan es preocupante. ¿Será que son iguales en todo o
una de las personalidades se está sobreponiendo a la otra, que a su vez no se
revela al otro tal cual es?
Un pasaje
bíblico me hizo recordar las falsas relaciones, las que necesitan madurar, y
cuyo crecimiento es a veces muy doloroso: “Subiré contra un pueblo tranquilo y
les quitaré su falsa paz”.
Y hay un pasaje
en los Escritos de la Comunidad Shalom que, creo, completa el ciclo que va de
la falsa a la auténtica paz matrimonial: “La verdadera paz no viene de los
hombres, sino de Dios”. Dependiendo de cómo es vivida, cada crisis, incluso la
más penosa, puede llevar a la profundización del amor entre los esposos y al
fortalecimiento cada vez mayor del matrimonio.
¿Reflexionamos
sobre eso?
Una elección
libre
Antes que nada,
tal vez sea necesario comprender que el matrimonio no es “cuestión de suerte”,
como algunos suelen decir. Es fruto de una elección libre que cada uno hace.
Es verdad que
hay esposos que se escogieron apresuradamente y por razones poco consistentes,
pero nunca podemos olvidar que, a través del sacramento del matrimonio, Dios
nos concedió una gracia de la que podemos echar mano para que sea ratificada
esta elección y “aumente” la semilla del afecto que un día tuvimos el uno por
el otro.
Esta semilla,
que nos movió a subir al altar, puede, por la gracia de Dios, brotar y crecer
como un gran árbol lleno de frutos y frondosas ramas capaces de hacer sombra y
“abrigar toda especia de pájaros”, como dice el libro del profeta Isaías.
Esta libre
elección no es una “cruz” para llevar durante la vida como una “carga”. La cruz
del matrimonio viene de fuera, del demonio y del pecado de los hombres, como la
cruz que Jesús un día cargó por amor a nosotros. Nuestro esposo o esposa jamás
es “nuestra cruz”. Al demonio le gustaría que pensáramos así… Pero si Jesús
hubiera pensado así nosotros nunca nos habríamos salvado. La cruz puede venir
del pecado del otro, pero ésta no es el otro. El otro es una bendición, un
regalo de Dios en mi vida; el otro es un misterio, un desafío, un instrumento
que yo necesito para llegar a Dios, felicidad suprema.
Por eso, en los
momentos de crisis de nada sirven las agresiones, los lamentos o venganzas.
También de nada sirve culpar a la famosa “incompatibilidad de caracteres”, pues
no existen personas absolutamente iguales. En lugar de apartar, toda diferencia
puede ser ajustada, al punto de hacernos funcionar como ruedas dentadas de una
máquina, cuya fuerza consiste justamente en que se ajusten los puntos desiguales.
Si logramos eso, viviremos un amor victorioso sobre nuestros pecados y sus
consecuencias, experimentaremos concretamente en el matrimonio la victoria de
Cristo, y se alcanzará la verdadera paz.
La adaptación
Un matrimonio
largo puede atravesar muchas crisis. Una de ellas es la crisis en la adaptación
física y/o psicológica, que puede surgir al inicio del matrimonio y ser
superada, mientras tanto puede quedar camuflageada por años, hasta que un día
explota trágicamente. Cada uno de los esposos aporta al matrimonio modelos a
veces muy fuertes de las relaciones entre los padres, de sueños que por mucho
tiempo alimentaron en su imaginación, pero que no corresponden a la realidad.
Pretender
adaptar al otro a sus modelos o resistirse a él por ello es una gran muestra de
inmadurez, y razón suficiente para orar por sí mismo atendiendo a la Palabra de
Dios que dice: “Entonces éste exclamó: «Esta vez sí que es hueso de mis huesos
y carne de mi carne… Por eso deja el hombre a su padre y a su madre y se une a
su mujer, y se hacen una sola carne” (Gn 2, 23.24).
Las crisis
económicas, por las que pasan los cónyuges, pueden afectar seriamente la
relación conyugal, si éstos no buscan en Dios la gracia para resistir sus consecuencias,
y conservar la unidad. En este momento, pueden surgir acusaciones mutuas,
sentimientos de inferioridad o superioridad, y la falta de dinero puede
volverse el “chivo expiatorio” de resentimientos antiguos o de una pereza en el
diálogo.
A veces pensamos
que la infidelidad comienza cuando una de las dos partes se entrega a una
“pasión”, pero puede comenzar mucho antes, en el corazón, cuando empezamos a
encerrarnos en nosotros mismos, analizando los errores del otro y desnudándolo
frente a terceros. De nada sirve tal actitud que, además de “envenenar” la
relación, puede colocarnos en la mano de falsos consejeros, que
desgraciadamente se alimentan y hasta se alegran de aumentar la división entre
los dos.
Está claro que
existen también aquellos que tienen buena voluntad en ayudar, pero no logran
ver que en este tipo de confidencias sólo uno de los dos tuvo el derecho de
hablar y la mayoría de las veces dará solamente sus “razones”, pues no logra
ver las del otro. Se me ocurre un pasaje del Evangelio que en este momento
encaja a la perfección para prevenir los arañazos diarios que pueden minar el
amor de los esposos: “¿Cómo es que miras la brizna que hay en el ojo de tu
hermano, y no reparas en la viga que hay en tu ojo?” (Mt 7, 3).
Otra crisis muy
seria es la del envejecimiento de las relaciones, la famosa “pérdida de
novedad”, que puede acabar en infidelidad. Al olvidar que todo ser humano será
siempre un misterio y una novedad, uno o ambos pueden proyectar su propio tedio
interior en el rostro del otro, y pensar que van a reencontrar la alegría en
otra compañía. No es raro que después de algún tiempo el cónyuge que buscó una
nueva aventura termine cansándose, y quiera Dios que haya manera de regresar,
pues ya habrá involucrado a muchos otros en su decisión precipitada.
Permanecer fiel
¿Qué lleva a
una pareja, que fue capaz de enfrentar tantos desafíos juntos, a desistir en un
momento que debería ser el más feliz y tranquilo de su relación? Este, que
sería el periodo de la cosecha, el tiempo más rico y precioso de la vida
conyugal, se transforma muchas veces en motivo de indiferencia o implicaciones
mutuas.
El miedo al
envejecimiento, a la muerte corporal también puede generar la falsa ilusión de
que una compañía más joven puede traer de vuelta los años “perdidos” o retrasar
un tiempo tan precioso como es la tercera edad. Me gustaría mencionar aquí el
pensamiento de una mujer que vivió bien todas las etapas de su vida y
ciertamente estaba llena de Dios cuando expresó: “Pienso que las diversas etapas
de nuestra vida tenemos que vivirlas alegremente en la gracia del Señor. La
vejez bien vivida es una fuente de paz, ya que hemos pasado la época de mayores
trabajos, quedándonos a espera de la venida del Señor para gozarlo
eternamente”.
Sin embargo, lo
trágico de eso es que, sea cual sea el motivo de la crisis, se ha hecho más
frecuente la idea de que el divorcio es la única solución para el problema, de
modo que cada uno pueda “irse por su lado” como quien deshace un acuerdo de
negocios.
Está claro que
cuando la violencia física, psicológica o moral vuelve a uno de los cónyuges un
peligro para la salud del otro y de los hijos, la separación puede ser el único
medio de preservarlos, pero nunca debemos olvidar que es incapaz de generar la
ruptura del vínculo matrimonial, pues el divorcio civil de nada sirve en el
plano religioso.
Espiritualmente,
aún somos responsables el uno por el otro hasta el día de nuestra muerte. Y
aunque el otro ya no esté dispuesto a una reconciliación, siempre será digno de
nuestro perdón, de nuestro respeto, de nuestras oraciones, porque Jesús mereció
esto por él en la cruz.
Por eso, en
lugar de desistir en medio de la lucha, vale la pena perseverar hasta el fin,
o, si acaso ocurrió una separación, orar y esperar con paciencia, pues aún
puede ser que un día Dios conceda la gracia de “casarse por segunda vez” con la
misma persona, lo que sería un gesto humano extraordinario.
Este segundo
matrimonio, obviamente no consiste ni requiere la repetición del rito
matrimonial, ni la relación de la pareja será repetitiva, porque un hombre y
una mujer renovados están ahí, aún más lúcidos que antes, dispuestos a retomar
su unidad. Pero su “nuevo matrimonio” se beneficiará de la experiencia
adquirida antes para que el amor sea retomado donde hubo la ruptura.
El Evangelio de
san Juan narra que Jesús resucitado se apareció a sus discípulos reunidos y
proclamó: “La paz sea con ustedes”. Victorioso, lleno de poder, Cristo es
nuestra paz, el Shalom del Padre, que viene a establecer entre nosotros la paz
verdadera, no basada en nuestros deseos egoístas, ni en una justicia meramente
humana, ni en la ausencia de diferencias, porque esta paz sería una ilusión.
Por eso
necesitamos dejar que Él pacifique nuestra confusión interior, la lucha de
nuestras pasiones, nuestro egoísmo, y transforme nuestro orgullo y vanidad en
mansedumbre y humildad. El sacramento del matrimonio trae consigo el remedio adecuado
para este amor que debe crecer siempre: la oración y la Eucaristía, que traen a
Cristo vivo a nuestro interior, renovando estas gracias y multiplicándolas día
tras día. Que Jesús, nuestra paz, renueve aún hoy en tu casa el amor familiar
donde éste necesita ser renovado.
Por Ana Carla
Bessa
Fuente:
Comunidade Católica Shalom