Eucaristía y Cielo
El Cielo es
nuestra patria.
En el día de la
Ascensión, Cristo subió al Cielo para tomar posesión de su gloria y prepararnos
un lugar. Con Él, la humanidad redimida podrá penetrar en el Cielo. Consciente
de que el Cielo no nos está jamás cerrado, vivimos en la expectativa del día en
que sus puertas se abrirán de para en par para que en él entremos. Esperanza
esta que nos anima y por sí bastaría para obligarnos a llevar una vida
cristiana digna y sobrellevar con paciencia todas las contrariedades con tal de
alcanzar ese Cielo prometido.
Sin embargo,
Cristo, como muestra de amor, para sostener esa esperanza del Cielo creó el
lindo Cielo eucarístico, pues la Eucaristía es un Cielo anticipado. ¿Acaso en
la Eucaristía no viene Jesús, bajando a la tierra y trayéndonos ese Cielo
consigo? ¿Acaso donde está Jesús no está el Cielo? Si Jesús está
sacramentalmente en la Eucaristía, trae consigo también el Cielo.
Su estado,
aunque velado a nuestros sentidos exteriores, es un estado de gloria, de
triunfo, de felicidad, exento de las miserias de la vida.
Al comulgar a
Jesús en la Eucaristía, júbilo y gloria del Paraíso, recibimos igualmente el
Cielo. Se nos da para mantener viva en nosotros el recuerdo de la verdadera
patria y no desfallecer al pensar en ella. Se da y permanece corporalmente en nuestros
corazones en cuanto subsisten las especies sacramentales. Una vez destruidas
éstas, vuelve nuevamente al Cielo, pero permanece en nosotros por su gracia y
por su presencia amorosa. Nos deja los efectos de su presencia: amor, pureza,
fuerza, alegría y gozo.
¿Por qué es tan
rápida su visita? Porque la condición indispensable a su presencia corporal
resucitada está en la integridad de las Santas Especies.
Jesús, viniendo
a nosotros en la Eucaristía, trae consigo los frutos y las flores del Paraíso.
¿Cuáles son éstas? Lo ignoro. No los podemos ver, pero sentimos su suave
perfume.
¿Cuáles son los
bienes celestes que nos vienen con Jesús, cuando lo recibimos en la Eucaristía?
En primer
lugar, la gloria. Es verdad que la gloria de los Santos es
una flor que sólo se abre ante el sol del Paraíso, gloria ésta que no nos es
dada en la tierra. Pero recibimos el germen oculto, que la contiene toda
entera, como la semilla que contiene la espiga. La Eucaristía deposita en
nosotros el fermento de la resurrección, a causa de una gloria especial y más
brillante que, sembrada en la carne corruptible, brotará sobre nuestro cuerpo
resucitado e inmortal.
En segundo
lugar, la felicidad. Nuestra alma, al entrar en el Cielo, se
verá en plena posesión de la felicidad del propio Dios, sin miedo a perderla o
de verla disminuir. ¿Y en la comunión no recibimos alguna parcelita de esa real
felicidad? No nos es dada en su totalidad, pues entonces nos olvidaríamos del
Cielo. Pero, ¡cuánta paz, cuánta dulce alegría no acompaña en la comunión!
Cuanto más el alma se desapega de las afecciones terrenas, tanto más ha de
disfrutar de esa felicidad al punto de que el mismo cuerpo se resiente y desea
ya el Cielo. Es aquello de santa Teresa: “Muero porque no muero”.
En tercer
lugar, el poder. Quien comulga tiene la fuerza divina para
enfrentar todos los problemas y situaciones difíciles de aquí abajo. El águila
para enseñar a sus crías a volar hasta las alturas les presenta la comida y se
coloca arriba de ellos, elevándose siempre más y más a medida que sus crías se
acercan, hasta hacerlos subir insensiblemente a los astros.
Así también
hace Jesús, Águila divina. Viene a nuestro encuentro, trayéndonos el alimento
que necesitamos. Y luego en seguida se eleva, invitándonos a seguir el vuelo.
Nos llena de dulzura para hacernos desear la felicidad celestial y nos
conquista con la idea del Cielo.
En la Comunión,
por tanto, tenemos la preparación para el Cielo. ¡Qué grande será la gracia de
morir después de haber recibido el Santo Viático! Poder partir bien
reconfortados para este último viaje.
Pidamos muchas
veces esta gracia para nosotros. El Santo Viático, recibido al morir, será la
prenda de nuestra felicidad eterna. Llegaremos a los pies del Trono de Dios. Y
allí disfrutaremos eternamente de la presencia y del amor de Dios. Que eso es
el Cielo.
Por: P. Antonio
Rivero LC
Fuente:
Catholic.net






