La
religión es algo intrínseco a todo ser humano

Me parece muy aleccionador el ejemplo de un teólogo protestante americano, Harvey G. Cox, el cual a mediados de la década del sesenta escribió un libro, titulado “La ciudad secular” (un best seller en su momento) en la que sostenía que el proceso de secularización y la progresiva disminución de interés por la religión por parte de los hombres contemporáneos eran ya algo completamente evidente; entre otras cosas constataba la pérdida de interés de la sociedad sobre cualquier aspecto directamente sobrenatural de la religión, como los temas relacionados con la escatología, los ángeles y demonios, las curaciones y los milagros.
Por
tal motivo, en dicho libro Cox invitaba a que en lugar de luchar contra la
secularización (empresa que él calificaba de imposible y pueril) las Iglesias
empezasen a ver que su nuevo rol ya no sería la religión sino un compromiso
preponderantemente social. No es de extrañar que Cox junto a otros como
Vahanian, Juan Luis Segundo, etc., hayan sido conocidos como teólogos de la
“muerte de Dios”.
Este libro influyó de una manera pavorosa
en aquellos pensadores que siempre están a la búsqueda y a la caza de
novedades, causando pérdidas de fe, abandonos del sacerdocio y de la vida
religiosa, politización de la religión e incluso derramamiento de sangre por
parte de los que entendieron tal “compromiso social” como un “compromiso con la
subversión armada”.
Como si nada hubiera pasado y con la
misma irresponsabilidad con la que 30 años antes proclamaba la llegada de una
civilización sin religión, el mismo Cox a mediados de la década del 90
publicaba otro libro titulado “Fuego del cielo” en el que afirmaba que todo
cuanto había enseñado en “La ciudad secular” eran previsiones erróneas y que en
lugar de una civilización sin Dios lo que tenemos ahora es una civilización
atorada de religiosidad: ahora consideraba “obvio que en lugar de ‘la muerte de
Dios’ que algunos teólogos habían declarado no hace muchos años, o de la
decadencia de la religión que los sociólogos habían previsto, ha ocurrido algo
completamente distinto”.
No vamos a usar sus conclusiones como
datos seguros, puesto que el perro cambia las mañas pero no las pulgas, y por
eso hogaño como antaño Cox sigue haciendo un análisis incorrecto de la religiosidad
(así como antes se entusiasmaba con una sociedad atea, ahora se ilusiona con
una sociedad pletórica de religiosidad, que en realidad no es tal sino que es
en parte el rebrote de una religiosidad sentimental fuertemente imbuida del
espíritu de la New Age). Pero el ejemplo nos sirve para ver lo superficial de
los diagnósticos de los teólogos que se apartan de la sana doctrina.
Pues, los que en nuestras aulas
despotrican contra la religión y la atribuyen a una invención humana, no pasan
del nivel académico de Cox, y terminan la mayor parte de las veces dejándose
llevar por las modas del momento... como Cox.
En lugar, entonces, de aceptar estas
enseñanzas peligrosas, mejor haremos en preguntarnos “¿por qué somos
religiosos?”, “¿por qué todos los pueblos tienen su religión, verdadera o
falsa?” La religión, es decir, el “hecho religioso”, es uno de los fenómenos
más profundos de nuestra naturaleza (incluso algunos han querido ver en él una
prueba de la existencia de Dios..., y de hecho no es un método desacertado
aunque no tenga el rigor de las pruebas que ya vimos en su lugar).
Decía Chesterton en “El hombre eterno”:
“La naturaleza no se llama Isis ni busca a Osiris; pero busca, sin embargo,
busca desesperadamente lo sobrenatural”. Y en otro lugar añadía: “lo que hay de
más natural en el hombre es lo sobrenatural; he aquí la última palabra de la
cuestión. Su naturaleza lo obliga a adorar, y por muy deforme que sea el dios y
extraña y rígida su postura, la actitud de adorar es siempre generosa y grandiosa.
Postrándose
se eleva; con las manos juntas es libre; arrodillado es grande. Liberadlo de su
culto y lo encadenaréis; prohibidle doblar las rodillas y lo rebajaréis. El
hombre que no puede rezar lleva una mordaza... El individuo que ejecuta los
gestos de la adoración y del sacrificio, que derrama la libación o levanta la
espada, no ignora que ejecuta un acto viril y magnánimo y vive uno de los
momentos para los cuales ha nacido”.
Por: P. Miguel Ángel Fuentes, IVE