Me importa de
golpe más ese robo que el que yo permito cada día al notarle ausente de mi
propio pecho
El pasado domingo 13 de noviembre, alguien
robó del Santuario de Schoenstatt de la ciudad de Madrid una custodia con el
Santísimo en su interior. Esta es la reflexión que comparte uno de los
sacerdotes que viven allí.
Me conmueve pensar en Jesús hecho carne
entre mis manos. En la nada misma del pan que se parte. Ese pan vulnerable,
frágil, indefenso. Me impresiona la impunidad ante la violencia. Ante la
injusticia. Ante el escándalo. Esa impunidad ante la que me siento frágil y
débil.
Sé que Él mismo quiso hacerse
impotente. Y se abandonó en mis manos humanas. Me confió lo más grande, lo
más sagrado. Conociendo mi impotencia. Sabiendo de mi debilidad.
Me impresionan las palabras de Jorge Luis
Borges en labios de Dios: “Yo quise jugar con mis hijos. Estuve entre
ellos con asombro y ternura. Conocí la memoria, esa moneda que no es nunca la
misma. Conocí la esperanza y el temor, esos dos rostros del incierto futuro.
Conocí la vigilia, el sueño, los sueños, la ignorancia, la carne, los torpes
laberintos de la razón, la amistad de los hombres, la misteriosa devoción de
los perros. Fui amado, comprendido, alabado y pendí de una cruz. Bebí la copa
hasta las heces. Vi por mis ojos lo que nunca había visto: la noche y sus
estrellas. Conocí lo pulido, lo arenoso, lo desparejo, lo áspero, el sabor de
la miel y de la manzana, el agua en la garganta de la sed, el peso de un metal
en la palma, la voz humana, el rumor de unos pasos sobre la hierba, el olor de
la lluvia en Galilea, el alto grito de los pájaros. Conocí también la
amargura”.
Me conmueve ese Dios todopoderoso,
inalcanzable, imperturbable, hecho carne, hecho rostro, hecho muerte. Tembloroso
ante la vida. Frágil e indefenso. Nació para morir. Nació para entregar
la vida.
Y luego decidió quedarse para que
yo lo contemplara en un trozo de pan indefenso, en esa presencia sagrada
que se me confía, para que yo no tema.
Y por eso me impresiona tanto tenerlo
entre mis manos. Adorarlo de lejos. Porque es el juego torpe de los niños que
quieren retener lo que no abarcan. Y alcanzar lo que no logran asir con sus
pequeñas manos. Así me siento yo tantas veces. Tan pequeño e indefenso. Tan
torpe y frágil.
Y busco. Y me llegan las palabras de una
canción que reflejan el deseo de retener lo imposible, de abrazar lo que
encuentro: “Dios mío déjame escucharte, entre tantos ruidos que turban
mi alma. Déjame seguirte, cuando no te vea, cuando ya no espere, cuando no
confíe. Déjame abrazarme a tu alma serena y seguir tus pasos, por dónde Tú
quieras. Déjame quererte, aunque ya no pueda, amarte despacio cuando no te vea.
Déjame abrazarme con toda mi alma, y soñar tus sueños, sentir tu presencia”.
Quiero seguir los pasos de Jesús cuando no
lo veo. Sólo quedan sus misteriosas huellas. Ese Jesús que se hizo pie, mano y
aliento. Ese Jesús que se hizo abrazo, mirada y palabra. Y conmovió las
entrañas de mi vida vacía en su ausencia.
Y por eso me da miedo perderlo.
Sentir que lo llevan lejos sin que pueda seguirlo. Dejar de verlo. La custodia
vacía. Siento que está presente y ausente tantas veces.
Lo siento tan vivo en el corazón roto de
ese hombre que me suplica misericordia en el último día del año de la
misericordia. Queriendo cambiar su vida. Comenzar un nuevo trazo. Empezar una
nueva historia. Y en él, roto en su pasado, roto en sus heridas, está
Jesús vivo. Como esa custodia vacía y rota que me habla de su ausencia y su
presencia misteriosa.
Sus pies cansados llenos de polvo en
Galilea. Sus pies cansados en tantos que pierden la esperanza, y no lo ven, y
no lo encuentran. En tantas vidas rotas. Vidas robadas. Heridas. Violentadas. Y
ante ellas, como ante mi custodia vacía, me detengo yo herido.
Con mi alma que anhela abrazar su
presencia ausente. Escuchar sus palabras calladas entre ruidos inmensos.
Retener su voz misteriosa entre gritos que duelen. Y abrazarlo despacio para
retenerlo. Para que no lo lleven por caminos esquivos. Para que no lo escondan
lejos de mi mirada.
¿Dónde lo ocultan tantas veces en medio de
este mundo? Cuando yo mismo también lo oculto cuando no sé hablar bien de
su presencia, cuando no lo señalo con mis ojos turbados, cuando mis gestos
torpes no revelan su amor, cuando no lo cuido y no lo protejo.
Hoy yo pregunto como aquellas mujeres
buscando su cuerpo muerto al pie de la cruz hendida. Como tantos hoy que no
creen que exista, entre tanto mal que hay en el mundo. Veo su cuerpo muerto
entre dos ladrones. Lo veo muerto y lo busco.
Porque sé que está vivo.
Escondido, robado, presente entre mis manos. Herido en tantas manos que
buscaron esa custodia dorada que escondía su presencia.
No lo buscan a Él hoy tantas manos. No
anhelan su presencia en silencios sagrados. Porque no lo conocen. Porque no han
probado su agua. No han escuchado su voz. No han recibido su abrazo.
Y me conmueve la herida hoy de tantos
hombres. La herida de pobreza, de rechazo, de desprecio, de soledad y
abandono. La herida que provocaron decisiones erradas. La herida de una
vida rota en desencuentros y desamores.
Me duele ese dolor tan humano. Lloro
por dentro. Y busco el consuelo de ese pan sagrado que
sostiene mi esperanza. Contemplo. Miro. Espero. Sueño.
Jesús se fue en una custodia robada. No se quedó en el
sagrario. Se fue en las manos de un hombre al que conocía. Porque
Jesús conoce a todos. Un hombre que quizás a Jesús no lo conocía.
Se fue tal vez escondido en su pecho. No
lo sé. Tampoco sé dónde lo dejó con el paso de las horas. No sé bien
dónde está Jesús ahora. Imagino que la custodia estará vacía. Sin Jesús. Y
Jesús perdido por las calles de mi ciudad. En medio de los hombres. De los
pobres.
No sé bien si el que se llevó su cuerpo ha
cambiado de vida. Si era el buen ladrón o aquel no tan bueno. No sé si inició Jesús en su
pecho un cambio de vida, de mirada, de intenciones. Tal vez nunca lo sepa.
Sí sé que de repente me dejó con
su ausencia un hueco muy grande en el alma. Echo la culpa al ladrón de mi
tristeza. Pero yo mismo no cuidé su presencia como quisiera. Siento
la propia culpa. No lo hago. Le olvido.
El mismo hueco que me ha dejado el robo me
lo dejan tantas veces mi propia desidia, mi olvido, mi descuido, mis
exigencias, mis negaciones, mi pereza.
Me siento como un mal ladrón no
arrepentido. Junto a Jesús. A pocos metros. Y le exijo que vuelva.
Que se baje de su cruz y me baje a mí de la mía. Y me rebelo contra ese hombre
sin alma que robó su cuerpo.
Y me importa de golpe más ese robo que el
que yo permito cada día al notarle ausente de mi propio pecho. Cuando no lo llevo
conmigo. Cuando no le rezo. Cuando no le contemplo esperándome en la custodia
llena de su presencia. Y miro mis preocupaciones, lo que a mí me interesa. Mis
planes y mis sueños. Y no le llevo dentro.
El otro día leyeron unas palabras en las
que Jesús me habla a mí: “Yo estoy en la Eucaristía y en mi Cuerpo
Místico: en los hermanos que se reúnen a rezar. A veces podéis descuidar a los
hermanos y dejarlos solos y otros los pueden robar y llevar por otros caminos. Os
entristece el robo de mi cuerpo eucarístico y no tanto cuando un hermano se
pierde o está solo. No quiero hermanos solos y perdidos en mi Cuerpo.
Mi Cuerpo no puede desmembrarse”.
Tal vez en ese gesto burdo de un hombre
que lo roba veo que yo mismo evito tantas veces llevarlo en mi pecho. Ir por
las calles de mi misma ciudad llevando su presencia. Preocupándome por el que
está herido, por el que está solo, por el que nada tiene.
Un cuerpo desmembrado. Quiero unir.
Porque a veces no parece turbarme escuchar de tantos Cristos rotos,
heridos y solos. No me conmueve tanto su dolor como saber que su
custodia está vacía.
Y mi alma hoy quiere ser custodia. Lo
tengo claro. Primero vacía. De tantos miedos y cadenas. De tanto mundo y
placeres. De tanta comodidad y desidia. Quiero primero vaciar mi
custodia. No es de oro mi custodia. Ni de plata valiosa. Nadie la robaría.
Pero es mía. Soy yo. En mi pobreza. Barro y madera. Es mi fragilidad.
Dios quiere refugiarse en mi custodia
vacía. Quiere que vaya yo por las calles llevando su cuerpo. Soy custodia cada
vez que comulgo. Me vuelvo custodia cada vez que me dejo amar por su
presencia. Y me lleno de Él, de su Espíritu.
Mi custodia vacía. Dejo de estar vacío
para estar más lleno que nunca. De esperanza, de vida, de alegría, de sueños.
Soy custodia llena de su amor encarnado.
CARLOS PADILLA ESTEBAN
Fuente:
Aleteia






