¿Alguna vez te ha parecido
que no ganas nada con serlo? Es importante saber qué nos ofrece la vida
cristiana, para no crearse falsas espectativas y para ir tras lo que sí nos
garantiza
¿Un cristianismo
materialista?
Un cristianismo materialista –en el que se recurre a la religión sólo en busca de beneficios temporales, incluyendo una vaga esperanza futura– no se sostiene.
José P. Manglano recoge un brillante diálogo de Guitton, que aquí sintetizo:
- Richelieu sufría muchos dolores de cabeza y rezaba a Dios que lo librara de ellos.
- Supongamos, por un instante, que sólo rezara por ello. ¿Qué idea tendría de Dios?
- Supongo que la de una aspirina celestial.
- Invente la aspirina
y Richelieu dejará de rezar. Seguirá creyendo en Dios, pero el suyo será
un Dios ocioso, un Dios que está pero que no tiene ningún papel en nuestra
vida.
Este es el problema. Es
lícito, muy bueno, conveniente y necesario acudir a Dios para la solución de
nuestros problemas terrenales –¡es nuestro Padre!–, pero si sólo acudimos con
intereses temporales… antes o después nuestra fe se encontrará en aprietos. Porque
es ¡un planteo egoísta y materialista!
Cuando fallan las
expectativas…
En nuestros días no es raro
encontrar personas que se siente defraudadas por Dios y por el cristianismo.
Quienes primariamente
esperara beneficios temporales de la religión, es posible que termine
desencantado con Cristo.
En efecto, correríamos este
peligro si viéramos la vida religiosa en términos de una contraprestación con
Dios: yo cumplo su voluntad, hago lo que El quiere, voy a Misa, etc. A cambio,
El escucha mis oraciones, me protege del mal, me evita males temporales, hace
algún milagrito de vez en cuando para sacarme de apuros, etc. Cuando la vida
transcurre sin sobresaltos, todo va bien. Pero un problema grave se presenta
cuando Dios no “cumple” su parte (o mejor dicho la parte que a nuestro entender
debería cumplir…) o cuando encuentro otra manera de resolver el problema.
En ese caso, uno podría
acabar apartándose de Dios, víctima de la desilusión. Es posible que sienta que
Dios le ha fallado, que no ha cumplido con su parte. Y entonces se sienta con
derecho a abandonar la suya: dejan de rezar, de ir a Misa, de vivir como
cristianos, o incluso abandonan su vocación.
Visitando enfermos en un
hospital encontré una mujer que no practicaba la fe, aunque, como ella misma se
ocupó de señalar enseguida, la había vivido intensamente con anterioridad. Le
pregunté qué le había pasado. Su respuesta me dejó helado: “Dios me defraudó”.
Y pasó a explicarme que ante una serie de problemas serios había rezado
intensamente; y que a pesar de sus rezos no había pasado nada. Era como
decirme: “¿qué quiere que haga? con un Dios así no voy a ningún lado. No me
sirve”.
Es duro que una persona se
sienta decepcionada por Dios. Almas que lo dejan porque sienten que Dios no
estuvo a la altura de lo que se esperaba de El...
Son los que –frustrados por
no conseguir lo que pedían– preguntan: “¿para qué sirve rezar?, si muchos no
rezan y les va muy bien”. O “¿para qué portarse bien, qué te reporta?” Igual
les sucede a quienes luchan espiritualmente con la perspectiva de que Dios les
hará felices. Cuando sienten que Dios no está cumpliendo “su parte” del
contrato implícito –porque sufren–, se desconciertan y un terremoto tira abajo
su vida espiritual.
Para evitar equívocos
habría que analizar bien qué esperamos de Dios. Porque podría darse que
esperáramos cosas que Dios no ha prometido…
Pero en realidad Dios no ha
fallado. Lo que fallaron fueron las expectativas. Esperaron mal. Secularizaron
la virtud de la esperanza: la “metieron” dentro de esta vida y la “redujeron” a
asuntos temporales (búsqueda de salud, un buen trabajo, dinero, aprobación de
exámenes, éxito profesional, familiar, etc.). Estaban equivocados. Tuvieron la
mirada puesta en Dios cara a bienes temporales (salud, trabajo, apuros
económicos, etc.) que Dios nunca había prometido, y se olvidaron de los eternos
(a los que quizás esas carencias hubieran contribuido). Y no llegaron a
enterarse de cómo funciona la lógica de Dios -única verdadera lógica-.
Las falsas expectativas
conducen al desencanto y a la desilusión. Por eso en realidad se trata de
decepciones humanas.
Entonces, ¿para qué me
sirve rezar?
Rezar siempre sirve.
Principalmente para unirnos con Dios (principal fin de la oración). Cuando pido
algo no trato de “cambiar” la voluntad de Dios, de convencerlo de que me haga
caso, de que tengo razón… Le pido algo porque estoy convencido de que Dios
quiere que le pida eso (¡es mi Padre!). Lo pido porque es bueno, me alegrará la
vida, me ayudará a servirlo mejor, se lo puedo ofrecer…: en dos palabras, entra
en sus planes de santidad. Y, al mismo tiempo, como sé que Dios me ama con
locura y no se equivoca, estaré contento cuando juzgue –precisamente porque me
escucha y me quiere– que lo mejor para mí es no contar con lo que pido.
Alguno argumentará que para
creer esto hace falta fe. Por supuesto que sí. Con Dios todo es cuestión
de fe: de creer y confiar en su inteligencia, bondad y omnipotencia.
Dios escucha siempre.
También cuando no entiendo, cuando no puedo escucharlo, cuando me duele,
incluso cuando me enojo. La fe incluye confianza: y esto le da sentido al
dolor, enseña a santificar la cruz.
Dios ama siempre, también
cuando no me da lo que le pido. Dios no se equivoca nunca, tampoco cuando parece
que “piensa” distinto que yo o no lo entiendo.
Obviamente uno de los temas
claves de nuestra vida es descubrir el sentido de la cruz. Tiene sentido, vale
mucho. Debemos tratar de buscarlo y encontrarlo.
Si queremos saber qué es lo
mejor, busquemos en el Evangelio y encontraremos qué quiso para sí mismo y para
las personas que más amó.
Dios no falla. No puede
fallar: si es Dios, lo es de verdad.
Rezo porque amo a Dios.
Porque sé que me ama y quiere lo mejor para mí.
Rezo confiado en su voluntad
y en su amor. Sé que no me falla, tampoco cuando me toca sufrir, tampoco cuando
no me concede lo que le pido: porque entonces me concede algo mucho más valioso
cara a la vida eterna.
Rezo para unirme a El: lo
busco porque quiero estar con El, encontrar su ayuda, su consuelo, se amor, su
paz, su ayuda para ser mejor hijo suyo. Para ser capaz de darle lo mejor de mí
mismo: es lo que me reclama el amor.
¿Un cristianismo egoísta?
El error del asunto está al
comienzo, en la raíz en el planteo.
¿Qué es el cristianismo?
Una cuestión de amor.
¿Y para qué sirve amar?
Amar es lo más importante en la vida, de lo que dependerá la felicidad y
plenitud de la propia vida. Pero, desde la pregunta “¿para qué me sirve amar?
¿qué gano si amo?” nunca conseguiremos amar de verdad.
Hemos de estar atentos
porque no se puede amar con un planteo egoísta (y no hay nadie exento de la
tentación del egoísmo). No se puede amar buscando primariamente qué me aporta
ese amor.
Amar a Dios sobre todas las
cosas. Ese es el fin. Pero si me planteo “¿para qué me sirve Dios? ¿para qué
quiero amarlo?” estamos comenzando mal el recorrido de la fe y del amor.
Estamos poniendo a Dios en función de nuestros intereses. Pero Dios no es un
sirviente de lujo. Y es imposible crecer en el amor recorriendo el camino de la
búsqueda del propio beneficio egoistón.
Por: Eduardo María
Volpacchio
Fuente: Catholic.net






