Sor
María de Ágreda predicó en el norte del Virreinato de Nueva España para
evangelizar a los indios. El Santo Oficio abrió causa contra ella
Discurre el primer
tercio del siglo XVII. Varios franciscanos dirigidos por fray Esteban de Perea
se adentran en las planicies de Texas, Nuevo México y Arizona. Ningún hombre
blanco ha transitado aún por esas tierras, y ellos, de acuerdo con la política
de España en las Indias, buscan tribus nativas donde sembrar el Evangelio.
Se topan con un grupo de
indios jumanos, que, curiosos, se acercan a los frailes, y el padre Perea
emprende la enseñanza de los rudimentos del cristianismo.
Pero el jefe de la
partida indígena le ataja: asegura que esas palabras ya las han escuchado
antes, de labios de una mujer joven. Vestía una túnica azul y se presentó en su
aldea comunicando parejos mensajes.
Los frailes,
sorprendidos
La sorpresa de los
frailes fue grande, acrecida porque el hecho se habría de repetir a medida que
los franciscanos se internaban en aquellos páramos vírgenes: diversas tribus
porfiaban en que una mujer ataviada con un manto azul les había visitado y
predicado en sus propias lenguas la doctrina cristiana.
Más aún, poco tiempo
después un grupo de nativos se presentó en la misión de Isleta, cerca de El
Paso, con el ruego de ser bautizados en la fe católica, declarando que lo
hacían a instancias de una dama aparecida ante ellos, y desaparecida del mismo
modo misterioso. En esta ocasión, los misioneros pudieron incluso saber de los
indios que la mujer se llamaba María, y que procedía de un lugar llamado Ágreda.
El Custodio de la Orden
franciscana en Nuevo México, fray Alonso de Benavides, tomó bajo sus manos el
asunto, y se trasladó a la ciudad de México, para comunicar a su superior y al
virrey tan extraño suceso, coincidiendo ambos en que debía viajar a España e
indagar allí.
Así lo hizo el fraile.
En Ágreda tenía residencia una orden de monjas concepcionistas, revestidas con
hábito azul, de modo que se presentó en el convento preguntando por una tal sor
María. Al poco se personó ante él una mujer todavía joven y agraciada, que dijo
llamarse así y ser abadesa de la comunidad. Fray Alonso de Benavides no anduvo
con rodeos: le expuso llanamente que, según indicios contrastados, una tal
María de Ágreda había estado predicando en las llanuras del norte del virreinato
de Nueva España, distante 9.000 mil kilómetros.
Con pasmosa naturalidad,
sor María declaró que era cierto: que se trataba de ella misma, y que había
visitado la provincia de Nuevo México varias veces para evangelizar a los
indios. Y como el fraile permaneciera mudo por el asombro, continuó relatando:
creía haber viajado unas quinientas veces, en ocasiones dos en el mismo día. Y
cuando Benavides le preguntó de qué forma, ella contestó que «por voluntad de
Dios, y llevada por los ángeles».
El hecho trascendió y la
noticia llegó a conocimiento del Santo Oficio, que abrió causa contra Sor María
de Ágreda, nacida María Coronel Arana. El padre Benavides, que daba crédito al
suceso, aconsejó no obstante a la religiosa suavizarlo ante la temible pesquisa
de la Inquisición, presentándolo más bien como un sueño que como una realidad,
pues era sabido cómo se las gastaba el Santo Oficio a la hora de rastrear
herejías.
El inquisidor había
preparado un cuestionario de ochenta preguntas cuando acudió a interrogar a la
abadesa en su clausura de Ágreda. Pero en lugar de edulcorar su relato, sor
María lo mantuvo en sus términos: había viajado innumerables veces para
predicar a las tribus de las llanuras, no sabiendo si lo había hecho en cuerpo
o en espíritu. Y añadió más: «Yo veía los pueblos y sus diferencias con los de
aquí, y el temple y calidad de la tierra era distinta, más cálida, las comidas
más groseras y se alumbraban con una luz a modo de tea». Refirió incluso las
costumbres y hasta los nombres de algunos caciques.
Expediente archivado
Tanta naturalidad y
firmeza descompuso al inquisidor y, aunque se prodigaron las visitas y los
interrogatorios, la Inquisición acabó por archivar el expediente. Y, por el
contrario, en 1675 se abrió causa de beatificación de sor María de Ágreda, cuya
fama de santidad se fue extendiendo, hasta el punto de que el Rey Felipe IV,
vencido por las tribulaciones, se personó un día en el convento de Ágreda y se
entrevistó con la monja, convertida desde entonces en su consejera espiritual.
El suceso fue
considerado en su día como un extraordinario y verídico fenómeno de bilocación,
que aceleró la conversión de las tribus del Suroeste norteamericano. Años
después, los ancianos de las tribus aún aseguraban a los misioneros que una
mujer de azul les había visitado años atrás, y en el archivo de la causa del
Santo Oficio se reproducían sus palabras: «Yo no sé si fue en el cuerpo o fuera
de él, pero puedo asegurar que el caso sucedió en hecho de verdad».
Borja Cardelús/ABC
Fuente: Alfa y Omega