Con tus palabras, tus
gestos, tus manos, con tu alegría o tu tristeza, con tu acogida o tu desprecio
Bendecir
es hablar bien de alguien. Es decir algo bello y hacer presente a Dios con
palabras en su vida. Decir que Dios me bendice es decir que habla bien de mí.
Pronuncia mi nombre con fuerza. Dice en alto cuánto valgo.
María
y José dicen el nombre de su hijo: Jesús. Lo llaman por su nombre. Lo bendicen.
Es lo que hace Dios conmigo. Y me recuerda que soy hijo de rey. Y que me quiere
por encima de mis obras. Me quiere en mi debilidad, en mi miseria.
Y
me lo grita al oído para que no me olvide. Lo dice en lo hondo de mi alma como
en un susurro. Para que lo oiga. Aunque muchas veces no lo oigo. Y sigo
mendigando cariño por tantas partes. Porque me olvido de su amor y no noto su
mano sosteniéndome. Porque no oigo su voz bendiciéndome y oigo más las voces de
desprecio y exigencia de los hombres.
Quiero
volver a oír su voz bendiciéndome en el alma. Recordándome cuánto valgo.
Haciéndome sentir como su hijo elegido, predilecto, ese hijo amado al que
espera cada mañana en la puerta, con el corazón anhelante.
No
me quiero olvidar de su bendición. Me desea el bien, quiere mi bien. No busca
mi sufrimiento. No pretende que aprenda a base de pruebas duras. No se recrea
en mi dolor y en mis lágrimas. No. Dios me bendice y quiere mi bien.
Quiere
que dé fruto, que florezca, que crezca y me alce en medio de las sombras.
Quiere mi luz, no mi noche. Quiere mi risa, no mi llanto. Le alegran mis
alegrías y se conmueve con mis torpezas y olvidos. Le duele mi dolor, mi
amargura, mi tristeza. Porque no es eso lo que ha soñado para mí.
Y
yo me olvido del sueño que hay en su alma. Olvido su bendición, su deseo de paz
para mi vida. Olvido su mano sosteniendo mi cansancio. Olvido su sonrisa al
salir y al volver a casa.
Y
me hago una imagen de Dios distinta en el alma. Una imagen de un Dios juez al
que sólo le contentan mis éxitos y logros. Un Dios que sólo está feliz cuando
cumplo mis deberes de forma perfecta. Y no fallo. Y no caigo.
Es
verdad que le apenan mis esclavitudes. Como el amado que experimenta la falta
de amor. Decía el padre José Kentenich: “Cuando dos personas se aman realmente,
sufren mucho las ocasionales heridas que puedan infligirse. Pensemos en la
delicada relación de dos novios; o bien, en esa persona por la cual sentimos un
amor muy grande. Sólo el pensamiento de que quizás la hayamos hecho sufrir nos
duele tanto, que nos impulsa a restablecer enseguida el hermoso lazo que nos
unía. Algo así sucede en nuestra relación con Dios”[1].
Dios
se aflige cuando yo no amo al hombre en su verdad. Cuando mi vida no está llena
de amor. Y por eso quiero acércame a Él en seguida después de haberme alejado.
Porque no lo veo como juez, sino como ese padre que me ama con locura y me
espera siempre. Desea abrazarme, encontrarme.
Dios
quiere mi bien. Quiere que yo haga el bien. Y no lo hago cuando mis palabras no
son bendiciones sobre los que me rodean. Cuando mi amargura engendra ira y
odio. Cuando mis palabras crean heridas profundas en los que amo. Cuando no
acojo como me acoge Él. Cuando no sirvo como me sirve Él.
Dios
quiere que yo sea su bendición para muchos. Quiere que mis gestos y palabras
sean signos de su amor. Y cuando no sucede, le duelen mi ingratitud, mi
desprecio, mi rabia.
Y
yo quiero restablecer en seguida ese lazo de amor. Quiero revivir de nuevo su
mano bendiciendo mi vida. Para poder yo bendecir a tantos. Porque sé que si no
bendigo puede que acabe maldiciendo. Sé que siempre ejerceré influencia en los
que me rodean.
“Todo
hombre ejerce cierta influencia en las personas que Dios pone en su vida. Como
cristiano, se espera de él que influya en ellas positivamente. También puede
influir en ellas negativamente. Hoy influirá sobre ellas de una u otra manera.
Al menos en pequeña medida, también él rozará sus vidas y Dios le hará responsable
del bien o el mal que obre en ese roce”[2].
Mis
manos rozarán la vida de los otros. Con ellas podré bendecir o maldecir. Con
ellas podré hacer el bien o el mal. Podré abrir la puerta que abre el corazón
de Dios. O cerrarla de golpe. Con mis palabras, con mis gestos, con mis manos.
Con mi alegría o mi tristeza. Con mi acogida o mi desprecio.
Quiero
acoger la bendición de Dios para poder dar paz con mis palabras. Para poder
acoger y sostener al que sufre. Para poder sanar a los heridos desde mi herida.
Y poder mostrar esa imagen de Dios Padre misericordioso. Para poder amar como
Jesús me ama.
Quiero
ser bendición en medio de un mundo donde falta el amor de Dios. Un mundo que no
me bendice con la bendición de Dios. La bendición del éxito dura poco y no deja
nada. Sólo vacío.
[1]
J. Kentenich, Envía tu Espíritu
[2]
Walter Ciszek, Caminando por valles oscuros
CARLOS PADILLA ESTEBAN
Fuente:
Aleteia