8.3.17

¿BENDICES O MALDICES?

Con tus palabras, tus gestos, tus manos, con tu alegría o tu tristeza, con tu acogida o tu desprecio

Me gusta la bendición de Dios: “El Señor te bendiga y te proteja, ilumine su rostro sobre ti y te conceda su favor. El Señor se fije en ti y te conceda la paz. Así invocarán mi nombre sobre los israelitas, y Yo los bendeciré”.

Bendecir es hablar bien de alguien. Es decir algo bello y hacer presente a Dios con palabras en su vida. Decir que Dios me bendice es decir que habla bien de mí. Pronuncia mi nombre con fuerza. Dice en alto cuánto valgo.

María y José dicen el nombre de su hijo: Jesús. Lo llaman por su nombre. Lo bendicen. Es lo que hace Dios conmigo. Y me recuerda que soy hijo de rey. Y que me quiere por encima de mis obras. Me quiere en mi debilidad, en mi miseria.

Y me lo grita al oído para que no me olvide. Lo dice en lo hondo de mi alma como en un susurro. Para que lo oiga. Aunque muchas veces no lo oigo. Y sigo mendigando cariño por tantas partes. Porque me olvido de su amor y no noto su mano sosteniéndome. Porque no oigo su voz bendiciéndome y oigo más las voces de desprecio y exigencia de los hombres.

Quiero volver a oír su voz bendiciéndome en el alma. Recordándome cuánto valgo. Haciéndome sentir como su hijo elegido, predilecto, ese hijo amado al que espera cada mañana en la puerta, con el corazón anhelante.

No me quiero olvidar de su bendición. Me desea el bien, quiere mi bien. No busca mi sufrimiento. No pretende que aprenda a base de pruebas duras. No se recrea en mi dolor y en mis lágrimas. No. Dios me bendice y quiere mi bien.

Quiere que dé fruto, que florezca, que crezca y me alce en medio de las sombras. Quiere mi luz, no mi noche. Quiere mi risa, no mi llanto. Le alegran mis alegrías y se conmueve con mis torpezas y olvidos. Le duele mi dolor, mi amargura, mi tristeza. Porque no es eso lo que ha soñado para mí.

Y yo me olvido del sueño que hay en su alma. Olvido su bendición, su deseo de paz para mi vida. Olvido su mano sosteniendo mi cansancio. Olvido su sonrisa al salir y al volver a casa.

Y me hago una imagen de Dios distinta en el alma. Una imagen de un Dios juez al que sólo le contentan mis éxitos y logros. Un Dios que sólo está feliz cuando cumplo mis deberes de forma perfecta. Y no fallo. Y no caigo.

Es verdad que le apenan mis esclavitudes. Como el amado que experimenta la falta de amor. Decía el padre José Kentenich: “Cuando dos personas se aman realmente, sufren mucho las ocasionales heridas que puedan infligirse. Pensemos en la delicada relación de dos novios; o bien, en esa persona por la cual sentimos un amor muy grande. Sólo el pensamiento de que quizás la hayamos hecho sufrir nos duele tanto, que nos impulsa a restablecer enseguida el hermoso lazo que nos unía. Algo así sucede en nuestra relación con Dios”[1].

Dios se aflige cuando yo no amo al hombre en su verdad. Cuando mi vida no está llena de amor. Y por eso quiero acércame a Él en seguida después de haberme alejado. Porque no lo veo como juez, sino como ese padre que me ama con locura y me espera siempre. Desea abrazarme, encontrarme.

Dios quiere mi bien. Quiere que yo haga el bien. Y no lo hago cuando mis palabras no son bendiciones sobre los que me rodean. Cuando mi amargura engendra ira y odio. Cuando mis palabras crean heridas profundas en los que amo. Cuando no acojo como me acoge Él. Cuando no sirvo como me sirve Él.

Dios quiere que yo sea su bendición para muchos. Quiere que mis gestos y palabras sean signos de su amor. Y cuando no sucede, le duelen mi ingratitud, mi desprecio, mi rabia.

Y yo quiero restablecer en seguida ese lazo de amor. Quiero revivir de nuevo su mano bendiciendo mi vida. Para poder yo bendecir a tantos. Porque sé que si no bendigo puede que acabe maldiciendo. Sé que siempre ejerceré influencia en los que me rodean.

“Todo hombre ejerce cierta influencia en las personas que Dios pone en su vida. Como cristiano, se espera de él que influya en ellas positivamente. También puede influir en ellas negativamente. Hoy influirá sobre ellas de una u otra manera. Al menos en pequeña medida, también él rozará sus vidas y Dios le hará responsable del bien o el mal que obre en ese roce”[2].

Mis manos rozarán la vida de los otros. Con ellas podré bendecir o maldecir. Con ellas podré hacer el bien o el mal. Podré abrir la puerta que abre el corazón de Dios. O cerrarla de golpe. Con mis palabras, con mis gestos, con mis manos. Con mi alegría o mi tristeza. Con mi acogida o mi desprecio.

Quiero acoger la bendición de Dios para poder dar paz con mis palabras. Para poder acoger y sostener al que sufre. Para poder sanar a los heridos desde mi herida. Y poder mostrar esa imagen de Dios Padre misericordioso. Para poder amar como Jesús me ama.

Quiero ser bendición en medio de un mundo donde falta el amor de Dios. Un mundo que no me bendice con la bendición de Dios. La bendición del éxito dura poco y no deja nada. Sólo vacío.

[1] J. Kentenich, Envía tu Espíritu
[2] Walter Ciszek, Caminando por valles oscuros

CARLOS PADILLA ESTEBAN


Fuente: Aleteia
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