El Magisterio de la Iglesia
ha enseñado de modo uniforme que la anticoncepción es siempre materia de pecado
grave ¿Por qué?
Pregunta:
Al confesarme, un
sacerdote me dijo que la anticoncepción es pecado grave. En el momento no me
animé a preguntarle si siempre era pecado mortal, o en algún caso era sólo
pecado venial. ¿Podría Usted contestarme?
Respuesta:
Estimado:
Debo
responderle que el Magisterio de la Iglesia -desde la Encíclica Casti
connubii, de Pío XI, pasando por el Concilio Vaticano II y Pablo VI, hasta los
diversos documentos de Juan Pablo II- ha enseñado de modo uniforme que la
anticoncepción es siempre materia de pecado grave.
Tenga
en cuenta, para entender esto, que materia grave de pecado se consideran
aquellos valores fundamentales de la persona que están protegidos por los diez
mandamientos (precisamente por su importancia para la perfección de la persona
humana, es decir, para que la persona alcance los fines que la
perfeccionan)[1].
El
Magisterio de la Iglesia, pues, enseña que la anticoncepción es materia de
pecado grave al afirmar que: 1º en el acto conyugal están en juego valores
importantes, y 2º que los anticonceptivos ponen seriamente en peligro
tales valores.
En
este sentido, la Gaudium et spes presenta el acto conyugal como la
expresión privilegiada y típicamente propia del amor conyugal y, a su vez, dice
que el amor conyugal está constitucionalmente ordenado a la transmisión de la
vida, o procreación[2]. Amor y vida son, por consiguiente, los valores
centrales que están en juego en el amor conyugal. Y esos valores son
evidentemente de suma importancia.
Pablo
VI expresa substancialmente lo mismo poniendo de relieve los ‘significados’ del
acto conyugal y fundando las exigencias éticas en el principio de la
inseparabilidad de los dos significados que encierra en su estructura el acto,
es decir, el significado unitivo y el procreador: ‘Esta doctrina… está fundada
sobre la inseparable conexión… entre los dos significados del acto conyugal: el
significado unitivo y el significado procreador… Efectivamente, el acto
conyugal, por su íntima estructura, mientras une profundamente a los esposos,
los hace aptos para la generación de nuevas vidas, según las leyes inscritas en
el ser mismo del hombre y de la mujer. Salvaguardando ambos aspectos
esenciales, unitivo y procreador, el acto conyugal conserva íntegro el sentido
de amor mutuo y verdadero y su ordenación a la altísima vocación del hombre a
la paternidad'[3]. El mismo Papa también señalaba la totalidad y
la fecundidad entre las cualidades esenciales e indispensables que
debe tener el amor para ser auténticamente conyugal. En efecto, la totalidad no
permite exclusiones o reservas de ninguna clase; y la fecundidad es una
orientación hacia la vida por transmitir[4].
En
esta línea, Juan Pablo II, en la Familiaris Consortio llega a afirmar
que ‘la donación física total sería un engaño si no fuese signo y fruto de una
donación en la que está presente toda la persona…; si la persona se reservase
algo… ya no se donaría totalmente'[5].
Teniendo
estas expresiones en cuenta, puede luego el mismo Juan Pablo II, al tocar el
tema de la anticoncepción, enumerar todos los valores que quedan destruidos por
la anticoncepción: ‘Cuando los esposos, mediante el recurso a la anticoncepción,
separan estos dos significados que Dios Creador ha inscrito en el ser del
hombre y de la mujer y en el dinamismo de su comunión sexual, se comportan como
‘árbitros’ del designio divino y ‘manipulan’ y envilecen la sexualidad humana,
y con ella la propia persona del cónyuge, alterando su valor de donación
‘total’. Así, al lenguaje natural que expresa la recíproca donación total de
los esposos, la anticoncepción impone un lenguaje objetivamente contradictorio,
es decir, el de no darse al otro totalmente: se produce no sólo el rechazo
positivo de la apertura a la vida, sino también una falsificación de la verdad
interior del amor conyugal, llamado a entregarse en plenitud personal'[6].
Quedan
claramente enumerados los valores que la anticoncepción compromete
objetivamente:
1º
La no aceptación, por parte de los cónyuges, de su misión de ‘ministros’ y
‘colaboradores’ de Dios en la transmisión de la vida.
2º
La pretensión de convertirse en ‘árbitros’ del designio divino.
3º
El envilecimiento de la sexualidad humana y, por tanto, de la propia persona y
de la del cónyuge.
4º
La falsificación del lenguaje sexual hasta hacerlo objetivamente
contradictorio.
5º
La eliminación de toda referencia al valor ‘vida’.
6º
La herida mortal (‘falsificación de la verdad interior’) del amor conyugal
mismo.
El
‘no’ a la vida -dice Lino Ciccone- que el uso de un anticonceptivo grita con su
misma denominación, se presenta así también, y ante todo, como un ‘no a Dios’.
Y recuerda el modo en que lo advirtió Pablo VI en la Humanae vitae: ‘Un
acto de amor recíproco que prejuzgue la disponibilidad a transmitir la vida que
Dios creador, según particulares leyes, ha puesto en él, está en contradicción
con el designio constitutivo del matrimonio y con la voluntad del Autor de la
vida. Usar este don divino destruyendo su significado y su finalidad, aun sólo
parcialmente, es contradecir la naturaleza del hombre y de la mujer y sus más
íntimas relaciones, y por lo mismo es contradecir también el plan de Dios y su
voluntad'[7].
Juan
Pablo II no duda en decir que la dignidad de la persona queda radicalmente en
peligro en el comportamiento anticonceptivo porque en la persona, que tiene
como ‘constitución fundamental’ el dominio de sí, se aplica el modelo propio de
la relación con las cosas, que es una relación de dominio, privando así al
hombre ‘de la subjetividad que le es propia’ y haciendo de él ‘un objeto de
manipulación'[8].
Se
aplica aquí, por tanto, el principio del Magisterio que dice: ‘El orden moral
de la sexualidad comporta para la vida humana valores tan elevados que toda
violación directa de este orden es objetivamente grave'[9].
Que
la anticoncepción constituye una violación directa del orden moral de la
sexualidad es una enseñanza inequívoca y constante del Magisterio, dado que la
califica como ‘intrínsecamente malo'[10].
Se
pueden hallar más confirmaciones de la gravedad moral objetiva de la
anticoncepción prestando atención a algunas características que ese
comportamiento ha asumido en nuestro tiempo.
La
anticoncepción, al extenderse, ha originado lo que Juan Pablo II llama ‘conjura
contra la vida'[11]. Una conjura, prosigue el Papa, ‘que ve implicadas incluso
a instituciones internacionales, dedicadas a alentar y programar auténticas
campañas de difusión de la anticoncepción, la esterilización y el aborto'[12].
La
difusión en las masas de la anticoncepción ha sido el primer paso de un camino
de muerte. De allí ha derivado pronto una vasta ‘mentalidad anticonceptiva’ es
decir, una amplia actitud de rechazo de todo hijo no querido, abriendo así el
camino a una gran aceptación social de la esterilización y del aborto. A su
vez, esto está constituyendo la premisa para la aceptación social de la
eutanasia y de su legitimación jurídica.
La
anticoncepción en nuestro mundo contemporáneo ha desempeñado y desempeña un
papel muy importante en el desarrollo de la asoladora ‘cultura de la muerte’,
cuyas víctimas se cuentan por decenas de millones cada año. Una cultura que,
además, envilece la sexualidad humana y desvirtúa el amor incluso en su forma
más sublime, como es el amor materno, cuando confiere a la madre el absurdo
derecho de matar al niño que lleva en su seno.
Los
cónyuges que eligen la anticoncepción, lo sepan o no, contribuyen a consolidar
y potenciar en su fuente esa cultura. se entiende de esta manera el juicio
negativo del Magisterio.
Por:
P. Miguel A. Fuente, IVE
Fuente:
TeologoResponde.org
Fuentes, Miguel, La ‘Humanae vitae’ de Pablo VI: esencia de un documento profético, Diálogo 21 (1998), 101-117.
[1] Cf. Catecismo
de la Iglesia Católica, nn. 1858 y 2072.
[2] Cf. Gaudium
et spes, nn. 49 y 50.
[3] Humanae
vitae, n. 12.
[4] Cf.
Ibid., n. 9.
[5] Familiaris
consortio, n. 11.
[6] Ibid., n.
32.
[7] Humanae
vitae, n. 13.
[8] Juan
Pablo II, L’OR, 26/08/84, p. 3.
[9] Congregación
para la Doctrina de la Fe, Persona humana, n. 10.
[10] Catecismo
de la Iglesia Católica, n. 2370.
[11] Evangelium
Vitae, 12, 17.
[12] Ibid.,
17.