El
santo padre Francisco ha proseguido este miércoles con el tema de la esperanza
cristiana
Después
de la audiencia que el papa Francisco tuvo con el presidente Ronald Trump, fue
a la Plaza de San Pedro para la audiencia general de los miércoles
El
Pontífice llegó en el jeep descubierto y cruzó los diversos pasillos de la
plaza saludando a los presentes, que le aguardaban agitando pañuelos, y con
diversas expresiones de cariño.
A
continuación el texto:
Queridos
hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hoy
quisiera detenerme en la experiencia de los dos discípulos de Emaús, del cual
habla el Evangelio de Lucas. Imaginemos la escena: dos hombres caminaban
decepcionados, tristes, convencidos de dejar atrás la amargura de un
acontecimiento terminado mal. Antes de esa Pascua estaban llenos de entusiasmo:
convencidos de que esos días habrían sido decisivos para sus expectativas y
para la esperanza de todo el pueblo. Jesús, a quien habían confiado sus vidas,
parecía finalmente haber llegado a la batalla decisiva: ahora habría manifestado
su poder, después de un largo periodo de preparación y de ocultamiento. Esto
era aquello que ellos esperaban, y no fue así.
Los
dos peregrinos cultivaban sólo una esperanza humana, que ahora se hacía
pedazos. Esa cruz erguida en el Calvario era el signo más elocuente de una
derrota que no habían pronosticado. Si de verdad ese Jesús era según el corazón
de Dios, deberían concluir que Dios era inerme, indefenso en las manos de los
violentos, incapaz de oponer resistencia al mal.
Por
ello en la mañana de ese domingo, estos dos huyen de Jerusalén. En sus
ojos todavía están los sucesos de la pasión, la muerte de Jesús; y en el ánimo
el penoso desvelarse de esos acontecimientos, durante el obligado descanso del
sábado. Esa fiesta de la Pascua, que debía entonar el canto de la liberación,
en cambio se había convertido en el día más doloroso de sus vidas. Dejan
Jerusalén para ir a otra parte, a un poblado tranquilo. Tienen todo el aspecto
de personas intencionadas a quitar un recuerdo que duele. Entonces están por la
calle y caminan. Tristes. Este escenario –la calle– había sido importante
en las narraciones de los evangelios; ahora se convertirá aún más, desde el
momento en el cual se comienza a narrar la historia de la Iglesia.
El
encuentro de Jesús con esos dos discípulos parece ser del todo casual: se
parece a uno de los tantos cruces que suceden en la vida. Los dos discípulos
caminan pensativos y un desconocido se les une. Es Jesús; pero sus ojos no
están en grado de reconocerlo. Y entonces Jesús comienza su “terapia de la
esperanza”. Y esto que sucede en este camino es una terapia de la esperanza.
¿Quién lo hace? Jesús.
Sobre
todo pregunta y escucha: nuestro Dios no es un Dios entrometido. Aunque si
conoce ya el motivo de la desilusión de estos dos, les deja a ellos el tiempo
para poder examinar en profundidad la amargura que los ha envuelto. El
resultado es una confesión que es un estribillo de la existencia humana:
«Nosotros esperábamos, pero Nosotros esperábamos, pero …».
¡Cuántas
tristezas, cuántas derrotas, cuántos fracasos existen en la vida de cada
persona! En el fondo somos todos un poco como estos dos discípulos. Cuántas
veces en la vida hemos esperado, cuántas veces nos hemos sentido a un paso de
la felicidad y luego nos hemos encontrado por los suelos decepcionados. Pero
Jesús camina: Jesús camina con todas las personas desconsoladas que proceden
con la cabeza agachada. Y caminando con ellos de manera discreta, logra dar
esperanza.
Jesús
les habla sobre todo a través de las Escrituras. Quien toma en la mano el libro
de Dios no encontrará historias de heroísmo fácil, tempestivas campañas de
conquista. La verdadera esperanza no es jamás a poco precio: pasa siempre a
través de la derrota.
La
esperanza de quien no sufre, tal vez no es ni siquiera eso. A Dios no le gusta
ser amado como se amaría a un líder que conduce a la victoria a su pueblo
aplastando en la sangre a sus adversarios. Nuestro Dios es lámpara suave
que arde en un día frío y con viento, y por cuanto parezca frágil su presencia
en este mundo, Él ha escogido el lugar que todos despreciamos.
Luego
Jesús repite para los dos discípulos el gesto central de toda Eucaristía:
toma el pan, lo bendice, lo parte y lo da. ¿En esta serie de gestos, no está
quizás toda la historia de Jesús? ¿Y no está, en cada Eucaristía, también el
signo de qué cosa debe ser la Iglesia? Jesús nos toma, nos bendice, “parte”
nuestra vida, porque no hay amor sin sacrificio, y la ofrece a los demás, la
ofrece a todos.
Es
un encuentro rápido, el de Jesús con los discípulos de Emaús. Pero en ello está
todo el destino de la Iglesia. Nos narra que la comunidad cristiana no está
encerrada en una ciudad fortificada, sino camina en su ambiente más vital, es
decir la calle. Y ahí encuentra a las personas, con sus esperanzas y sus
desilusiones, a veces enormes. La Iglesia escucha las historias de todos, como
emergen del cofre de la conciencia personal; para luego ofrecer la Palabra de
vida, el testimonio del amor, amor fiel hasta el final.
Y
entonces el corazón de las personas vuelve a arder de esperanza. Todos
nosotros, en nuestra vida, hemos tenido momentos difíciles, oscuros; momentos
en los cuales caminábamos tristes, pensativos, sin horizonte, sólo con un muro
delante. Y Jesús siempre está junto a nosotros para darnos esperanza, para encender
nuestro corazón y decir: “Ve adelante, yo estoy contigo. Ve adelante”
El
secreto del camino que conduce a Emaús es todo esto: también a través de las
apariencias contrarias, nosotros continuamos a ser amados, y Dios no dejará
jamás de querernos mucho. Dios caminará con nosotros siempre, siempre, incluso
en los momentos más dolorosos, también en los momentos más feos, también en los
momentos de la derrota: allí está el Señor. Y esta es nuestra esperanza:
vamos adelante con esta esperanza, porque Él está junto a nosotros
caminando con nosotros. Siempre.
Fuente:
Zenit