Conozco la belleza grabada
en mi interior y esa belleza me da alas
No
quiero conformarme, quiero luchar. Quiero dejar que Dios vaya cambiando mi
corazón endurecido y me dé un corazón de carne para remplazar mi corazón de
piedra. Quiero que vaya revistiendo con su Espíritu mi desnudez.
El
Padre Kentenich me recomienda: “Primero, no asombrarnos; segundo, no
confundirnos; tercero, no desanimarnos; cuarto, no instalarnos. O sea, no
decir, simplemente: en fin, esto forma parte de mi rostro. Naturalmente, hoy en
día existe el gran peligro de que, como estamos tan impulsados y teñidos por el
medio que nos rodea, la conciencia ya no se inquiete, puesto que tomamos
sin más la opinión pública como lenguaje de la conciencia. Y así, antes de que
me dé cuenta me habré convertido realmente en un hombre masa”[1].
No
me asombra mi debilidad. Porque para Dios todo es posible a partir de mi barro.
No me confundo con mi pecado, con mis caídas repetidas, porque sé que Jesús se
detiene ante mi debilidad y se conmueve.
Pero
tampoco me desanimo en la lucha, porque sé que su Espíritu me da alas para
subir a lo más alto y soñar con lo más grande. Por eso no me conformo, porque
no quiero dejarme llevar como una hoja movida por el viento que sopla como
quiere, donde quiere. No dejo que el mundo me haga conformista.
Quiero
luchar por ser mejor, por amar más. Quiero ayudar a otros a ser mejores. Pero
dejo de
lado la lupa, para coger el espejo. Así es más fácil cambiar. En la
carencia que me inquieta veo mi propia carencia. En la debilidad que me conmueve
descubro mi propia fragilidad. Así es mi corazón que aprende a ver en lo
que me turba un camino de salvación.
En
mi alma sé que conviven lo débil y lo fuerte. Lo sublime y lo más mezquino. Mi
pecado y mis gestos más santos. Guardo como un tesoro mi deseo puro e inocente
de ser mejor. Me duele la dureza de encontrarme cada día reflejado en el espejo
con mis mismas arrugas, con mi misma muerte.
Cuando
yo quiero vivir y cambiar. Tengo el deseo de luchar siempre de nuevo. Cuando
pierdo, cuando fracaso. Pero no cedo. No decaigo. Conozco la belleza
grabada en mi interior y esa belleza me da alas. No la olvido. Quiero que sea
mi guía, mi bandera de lucha.
Conozco
también la oscuridad de mi sepulcro, la he olido. Esa oscuridad que me turba y
me confunde. Y a veces me dejo llevar por el silencio de mi pecado absurdo.
No
quiero dejar nunca de creer en las cumbres que puedo alcanzar en las alas de
Dios. Subido en el fuego de su Espíritu. Me da fuerzas para luchar en medio de
mi vida. Me levanta siempre ese amor de Jesús que llora ante la losa
que cubre mi alma. Y me llama por mi nombre, porque me quiere.
Carlos
Padilla Esteban
Fuente:
Aleteia






