En mis peores pensamientos
y actos hay siempre una huella de mi belleza
Sé
que Dios me ha dado un corazón capaz de apasionarse por la vida. Y sé que ese
corazón mío nunca va a dejar de ser apasionado. Y es verdad entonces que el que
es apasionado sufre más que el que no se apasiona por nada. Sufre al amar.
Sufre al ser amado. Sufre al herir. Sufre al ser herido. Sufre al ganar. Sufre
al perder.
Merece
la pena vivir apasionadamente la vida. Es como si uno tuviera raíces hondas y
alas grandes. Parece una paradoja pero es lo más real que tengo en mi
alma. Raíz y alas. Y es como si al tirar hacia arriba las alas
quisieran sacar las raíces de la tierra. Y es como si al enterrarse en la
tierra las raíces quisieran retener las alas en su vuelo.
Es
extraño ser al mismo tiempo roca y río. Torrente y remanso. Volcán y cielo
cargado de hielo. Es como si ambos extremos se juntaran en un mismo punto
dentro del alma de forma incomprensible.
¿Cómo
pueden convivir el fuego y el agua sin una lucha constante? ¿Cómo lo logran el
viento y la calma, la raíz y las alas? Es una lucha inconformista por
vencer o ser vencido. Por reposar o ponerse en camino. Por amar o dejarse amar. Por
echar raíces o por elevar el vuelo.
En
esa lucha extraña me sostiene una certeza: el convencimiento firme de que
Jesús me ama, siempre, a lo largo de todo el camino. Y sé entonces que siempre,
aun perdiendo, gano y cuando pierdo con dolor, sé que también venzo.
Por
eso mis lágrimas están mezcladas con mis sonrisas. Y mi llanto con una paz
profunda. Una mezcla extraña que apenas yo concibo. Como si queriendo
vivir muriera poco a poco. Y como si pretendiera morir viviendo intensamente.
Cada momento de mi vida.
Tengo
la extraña sensación en el alma de que siempre voy a ser más de lo que soy
ahora. Y al mismo tiempo algo de mí se va a quedando prendido en los días que
pasan por mi alma. Por el desgaste provocado por la misma vida.
Es
como si la roca y el agua del torrente se confundieran en un mismo correr, en
un mismo quedarse anclados. En un abrazo fugaz que retiene la vida un instante.
Es el momento confuso en el que el silencio se llena de cantos y el descanso se
llena de ruidos.
No
puedo explicar muy bien el porqué de tantos extremos en mi alma. Sólo sé que al
mirar mi vida ante Jesús cada mañana descubro en mí una eternidad que antes no
conocía.
Y
acaricio con calma la misma herida que me acompaña desde el inicio de mi
camino. Y me conmueve saber que Él siempre sostiene mis pasos. Levanta mi
vuelo ágil después de la caída. Me mantiene erguido cuando me adentro en esta
tierra que abraza mis raíces.
Vence
en mí el fuego que viene de Dios, de su Espíritu. Arrasa en mí esa agua que cae
como un torrente sobre el espacio abierto de mi alma. Y yo mismo no soy
capaz de retener tanta emoción en lo hondo de mi pozo.
Me
desborda su brisa, su voz profunda, su canto en forma de cascada. Y me empuja
lentamente hacia lo más profundo de mí mismo. Y me dejo abrasar por su caricia.
Me dejo llevar en sus brazos grandes.
Y
sé que puedo caer y sostenerme en un mismo intento por vivir cada momento.
Soy del mundo, soy barro, soy hombre, soy de Dios. Y soy el fuego que brota del
costado de Cristo. Soy su agua que lava mi propio pecado. Soy viento y roca.
Soy mar y vuelo. Orilla y cielo.
No
quiero vivir sorprendiéndome con mi pecado. No deseo hundirme por culpa de mis
caídas al tocar mi cuerpo débil. Me gusta caminar turbado y anhelar un
cielo que levante por encima del polvo mi inocencia guardada.
Me
gusta pensar que en mí mismo no hay dualismo. Soy bueno y malo al mismo
tiempo. Y no pretendo ser sólo una cosa, porque no puedo. No puedo borrar
la huella de mi pecado, su herida. Ni inventarme una pureza que nunca he visto.
En
mis peores pensamientos y actos hay siempre una huella profunda y pura de mi
belleza. Y en mis gestos más altruistas y generosos atisbo una mezcla triste de
mezquindad que no acepto.
Lo
he decidido. Ya no me asombro por mis caídas ni por mis flaquezas. Conozco
quién soy y de dónde vengo. Y no pretendo ser lo que no soy. Jesús me ama como
soy, con todo mi ser, sin dejar nada fuera.
No
quiero fingir, ni levantarme incólume ante cualquier tropiezo, como si nunca
hubiera caído.
Me
alegra encontrar a Dios oculto entre los pliegues de mi alma, escondido apenas.
Alejando mis miedos con el fuego de su amor. Sujetando mis brazos en lo más
alto cuando decaen las fuerzas. Insuflando en mi alma una vida nueva que me
levanta más allá de la tierra. Diciéndome despacio que me ama tanto, al oído
del alma. Yo mismo no soy consciente de cómo puedo ser tan amado.
Carlos
Padilla Esteban
Fuente:
Aleteia