"La oración dilata el corazón hasta el punto
de hacerlo capaz de contener el don que Dios nos hace de sí mismo"
Hoy Jesús me dice que no tema porque la luz iluminará todas las
oscuridades del alma, de mi vida: “Nada hay
cubierto que no llegue a descubrirse; nada hay escondido que no llegue a
saberse”. Y me quedo más
tranquilo. Jesús sabe mi verdad. No le puedo ocultar nada a Él. ¿Por qué temer
entonces? Nada tengo que temer.
Quiero vivir en su verdad, en
su luz. A sus ojos todo es
transparente. No temo. Él ilumina la oscuridad de mi vida. Pretendo a
veces ocultar mis sombras, esconder mi pecado. Pero todo es luz en su
presencia. Nada hay oculto para Dios. Podré esconder cosas a los hombres. Pero
no a Él. ¿Por qué temo? En la luz de su mirada no temo. No me escondo en su
presencia.
Jesús me sostiene en mi
debilidad. En mi vulnerabilidad manifiesta. No temo la oscuridad. No tengo
miedo a los hombres que sólo pueden matar mi cuerpo: “No
tengáis miedo a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma. No,
temed al que puede destruir con el fuego alma y cuerpo”.
Temo más, es verdad, a los que
pueden quitarme la vida del alma. A los que pueden llenarme de amargura y
desesperanza. A los que pueden endurecer mi corazón. A los que siembran odio y
rencor en mi interior.
Temo más a los hombres que me
seducen y yo me dejo corromper. Temo más a los que insinúan y actúan de forma
sigilosa. Para pervertir mi alma y borrar de mi corazón la inocencia. Temo a
esos hombres que envenenan el corazón.
Esta semana hemos celebrado el
sagrado corazón de Jesús y el Inmaculado corazón de María. Me he detenido a
mirar esos dos corazones unidos para siempre. Unidos en su herida. En su dolor.
En su amor hondo y eterno. En su esperanza. Miro mi pobre corazón. Herido y
duro.
Necesito volver a renovar mi
alianza de amor con María. En ella le entrego mi corazón duro y mezquino y
recibo a cambio un corazón nuevo. Un corazón grande y puro. Una frase de la
Madre Teresa me dio qué pensar: “Debemos amar
la oración. La oración dilata el corazón hasta el punto de hacerlo capaz de
contener el don que Dios nos hace de sí mismo”.
Quiero amar más el silencio y
la oración. A veces me cuesta estar solo. Guardar silencio. Vivir hacia dentro. Vivo volcado en el mundo y el
corazón se debilita. Quiero un
corazón más grande y para eso tengo que ahondar. Cavar en lo más profundo de mi
tierra. Mirar la herida profunda que llevo dentro.
Quiero orar y amar esa oración
que saca lo mejor de mí. ¿Estoy siendo la mejor versión de mí mismo? Puedo ser mucho mejor. Puedo ser más generoso, más fiel, más
bueno, más alegre. Puedo ser mucho más. No me basta lo que ahora vivo. Un
corazón más grande que contenga el don de Dios. Su presencia salvadora. Su amor
inmenso.
Me dan miedo los hombres que
pueden corromper mi corazón. Que pueden volverme mezquino y egoísta. Me dan
miedo aquellos que influyen tanto sobre mí.
Me alegran esas personas que me
hacen mejor hombre. Me miran mejor de lo que yo me veo. Me tratan con más
respeto del que yo tengo hacia mí. Hay pocas personas así que son como ángeles.
Yo también estoy llamado a ser
así. Que pueda tocar con la vara
mágica de la bondad el corazón de muchas personas y así los haga mejor. Me gusta la mirada pura que ve siempre lo mejor.
El otro día escuchaba una
anécdota que contaba la actriz uruguaya China Zorrilla poco antes de morir ya
anciana: “Una vez paseando por el bosque nos
detuvimos ante un perro en descomposición. Uno se fijó en que estaba podrido.
Otro se quedó con su olor terrible. Pero un tercero se fijó en los colmillos
maravillosos que tenía. Desde entonces me fijo en los dientes. Me quedo con lo
bello en medio de la fealdad de la vida”.
Una mirada pura que logra ver
lo bello oculto en lo feo. La bondad del corazón en medio de su pecado. Me
quedo con esos ojos que ven la pureza de intenciones. Y se fijan en los logros,
no sólo en los fracasos.
Me gusta esa mirada que sabe
enaltecer y no criticar quitando valor a los hombres. Me gusta esa pureza de
corazón que no ve perversas intenciones, no distingue pecados ocultos y no
logra ver debajo del agua.
Me parece maravilloso tener un
corazón así. Un corazón grande para acoger a todos. Un corazón que ame más allá
de los límites de la prudencia, de lo razonable. Un corazón grande que esté
dispuesto a amar dando la vida. Dejándose la piel en otros corazones.
Me gusta ver el corazón herido
de Jesús y de María. Una lanza atravesó su corazón. El dolor del abandono. La
muerte del hijo amado. El dolor siempre nos deja heridos. No quiero un corazón perfecto, sin manchas ni pecado.
No busco un corazón que nadie
haya tocado. El mío lo han herido. Ha amado y se ha visto defraudado. Pero no
vence en mí el rencor ni el odio. No me amargan los fracasos. No me hunden los desencuentros. No pierdo la esperanza.
Me gusta amar y ser amado. No
sólo amar, también ser amado. Reconozco que un amor que no espera nada no lo
conozco. Todo amor espera amor. Todo abrazo quiere ser abrazado. Y el que mira quiere ser
mirado. El que busca encontrado.
Amar desde la cruz de la
soledad y el abandono es una gracia que pido cada día. Amar como Jesús me ama.
Miro a Jesús y su amor.
Una persona rezaba: “Quiero
clavarme contigo, acompañándote al calvario. Sufriendo en cada pérdida, en cada
desgarro de mi pobre alma sedienta de tu amor. Mi cuerpo cansado de cargar con
tanto dolor, mi corazón roto y mi alma muda, piden en silencio tu consuelo, tu
abrazo eterno y tu calor de Padre que me devuelva la alegría de creer en la
dicha eterna que me espera a tu lado, Señor. Déjame acompañarte desde mi pequeñez y pobreza, en
tu noche más oscura, en tu muerte para darme vida y ser toda tuya, Señor”.
Quiero amar a Jesús que me ama.
Que ama mi indigencia y sabe que no sé corresponder a todo lo que me ha amado.
No sé darle tanto amor como recibo. No sé amar sin condiciones. No
sé amar después de haber sufrido. Pero Jesús sí sabe y me ama crucificado. Me abraza con los brazos clavados. Me habla con los labios
sellados.
Me parece tan increíble ese
amor humano, que yo quisiera un día parecerme un poco. Amarlo a Él en mi
debilidad con ese amor suyo tan imposible. Y amar a los hombres como Él los
ama. Estoy tan lejos. Por eso le pido a Jesús que me enseñe a guardar silencio.
Así podrá Él habitar en mi corazón. Hacer su morada.
Leía el otro día: “Si el silencio no habita en el hombre, si la
soledad no es el estado en el que ese silencio se deja forjar, la creatura se
halla privada de Dios. No hay otro lugar en el mundo donde Él esté más presente
que el corazón humano. Ese corazón es la verdadera morada de Dios, el templo
del silencio. El auténtico desierto está en nuestro interior, en nuestra alma.
El silencio que perseguimos confusamente se halla en nuestro propio corazón y
nos revela a Dios”.
En el silencio viene Dios a
descansar en mí. Guardo silencio para que su Palabra se haga carne en mí. Si huyo
del silencio huyo de Dios. Su corazón sana mis heridas abiertas. Su amor calma mi sed de
infinito.
Carlos Padilla Esteban
Fuente:
Aleteia