Primero:
ningún ambiente de adulación constante es saludable para el ser humano
Lo
sé, lo sé, el título no es nada alentador, pero déjenme explicarles por qué
creo que responde correctamente a la realidad que quiero tratar. Vivimos un
tiempo muy duro para toda la Iglesia, un tiempo de dolor y vergüenza por
distintos tipos de escándalos: sexuales, económicos, políticos, etc.
Estoy
casi seguro de que cada uno puede recordar un hecho triste sobre la Iglesia, un
sacerdote o comunidad, que lo ha afectado de manera personal y espiritual. No
quiero sonar demasiado dramático; este, paradójicamente, también es un tiempo
de enorme esperanza, lleno de signos hermosos que nos envía el Espíritu
Santo y eso es innegable.
Sin
embargo, para distinguir el trigo de la cizaña hay que ensuciarse las manos. Hay
que evaluar, reflexionar, dar un nombre y poner en la oración, aquellas cosas
que le hacen mal a la Iglesia, con la esperanza de poderlas cambiar y así
renovar nuestro testimonio de auténticos discípulos de Cristo.
Dicho
esto, me interesa hablar de las comunidades religiosas, laicales o parroquiales
que, de distintos modos y por distintas razones, muchas veces sin la plena
consciencia de sus miembros y por el seguimiento acrítico de un líder
carismático, empiezan a encerrarse en sí mismas hasta el punto de perder —en la
práctica— la riqueza, la sabiduría, el consuelo y el acompañamiento que implica
su pertenencia a la Iglesia.
Así
llegan a desarrollar, casi como una enfermedad, características de estilo
sectario: fanatismo, intransigencia, rigorismo, victimización
institucional, egocentrismo, triunfalismo, idealización de las autoridades,
voluntarismo,… y la lista podría continuar.
Lamentablemente,
no son pocas las comunidades que en la actualidad se han contagiado de esta enfermedad
y le han hecho un grave daño a toda la comunidad eclesial y a las personas que,
directa o indirectamente, han perdido la fe por su pobre testimonio cristiano.
Sin
contar las comunidades que ya han sido investigadas y en este momento se
encuentran en un proceso de sanación y acompañamiento, actualmente la
Iglesia investiga a más de una docena de fundadores y evalúa la calidad de la
vida religiosa de las comunidades que iniciaron. Así están las cosas.
¿A
qué voy con todo esto? Pues a que la cosa no parece un problema aislado ni
una infeliz coincidencia. Algo está pasando.
Para
ser completamente sincero, no es un argumento del cual me sea fácil hablar,
pero creo que las reflexiones que vendrán a continuación —muy personales, por
cierto— pueden dar algunas luces para que cada uno haga un examen de
conciencia y evalúe si su comunidad, parroquia o movimiento, ha comenzado
a experimentar alguno de los siguientes síntomas:
1. Los ángeles no son
santos
Así
de simple: los ángeles no son santos. Y cuando un ser humano comienza, por
iniciativa propia o por estupidez de quienes lo rodean, a llenarse de atributos
angelicales, entonces no le hacemos ningún favor creyéndolo un santo. ¿Por
qué? Simplemente porque no lo es. Es un ser humano pecador como cualquier otro que
necesita el sostén y el aliento de la gracia y de sus hermanos.
A
través de una alabanza que no le corresponde, no hacemos otra cosa sino allanar
el terreno para que el demonio engañe y subyugue a esa persona. Ojo, nadie
niega que estos hermanos puedan ser personas muy virtuosas y abnegadas. El
punto es que ningún ambiente de adulación constante es saludable para el
ser humano.
El
mismísimo Papa nos recuerda sin descanso que él también es un pecador y que
necesita de nuestra oración. ¿Por qué lo hace? ¿Por qué no son pocas las
personas que se asustan cuando el Papa dice algo así? ¿Acaso no nos faltará un
poco de más de realismo cristiano?
Si
en tu comunidad existen hermanos o autoridades tratados casi como objetos de
devoción, cuyas palabras son como páginas del Evangelio que llueven desde el
cielo, es importante tener cuidado y ser muy conscientes de que el demonio se
aprovecha de estas situaciones para tejer sus redes.
Ojo,
seguramente esta persona es muy buena y dice cosas muy ciertas, nadie lo niega,
¡por algo tiene un puesto de servicio importante, ¿no?!, y no se trata de
buscarle pecados o yerros a partir de ahora, se trata de saber que los tiene,
que necesita consejo y compañía, que está tan necesitado del perdón y de
la Gracia de Dios como lo estamos tú y yo.
Aunque
te duela, si crees sinceramente que se equivoca o que está abusando de su
autoridad, corrígelo con humildad; es decir, ámalo.
2. La lógica de negros y
blancos oculta el temor a los grises
Hay
que tener cuidado con las narrativas de negros y blancos, buenos y malos,
fieles e infieles, sanos y enfermos, etc. Estas se pueden aplicar a la
política, a la vida espiritual y a tantas otras realidades pasando por nuestras
comunidades, e incluso a nosotros mismos.
Es un
modo infantil de leer la realidad que hace que las lecturas sean muy
cómodas. Estás aquí o estás allá. Es progresista (negro) u ortodoxo (blanco),
ese es un obispo fiel (blanco) o infiel al Papa (negro), es un tipo que
abandonó la vida religiosa (malo) o uno que perseveró (bueno).
Sin
querer caer en el relativismo ni negar que hay acciones y actitudes
objetivamente equivocadas, me parece que esta es una típica lógica
sectaria que teme la existencia de los grises.
En
la vida, disculpen, creo que los grises son la mayoría y son incómodos porque
sus tonos provienen de la complejidad de la realidad y no encajan dentro de
nuestro modo etiquetador, categórico, ideológico, y muchas veces
simplista, de pensar. Es algo que me parece que el papa Francisco está
combatiendo con mucha fuerza durante su pontificado.
Me
atrevería incluso a afirmar que Cristo fue un enorme gris para las expectativas
de los judíos que esperaban al Mesías. Solo los hombres valientes, esos que
lograron romper con el sectarismo y la lógica de los blancos y negros, lograron
aceptar el gris de Jesús; es decir, un Mesías glorioso, sí, pero cuya gloria
brilló en la humildad, la misericordia y la humillación.
Hoy
en día —tal vez hoy más que nunca—¿tu comunidad es capaz de distinguir las
tonalidades de la realidad, o todo pasa por el filtro del blanco y el negro?
3. El mundo se puede
cambiar, pero lo cambia la Iglesia
No
importa si formas parte de una reconocida élite intelectual católica, de un
grupo o movimiento con cientos de vocaciones al año, o de una parroquia
atiborrada de fieles todos los domingos, el día que comiencen a sentir el
aguijón de la vanagloria y empiecen a sentirse la almeja con la perla en medio
de un montón de moluscos vacíos, ese día, para ustedes, inició un cisma espiritual
que, de no detenerse, los terminará alejando de la única fuente de gracia que
Dios le ha regalado al mundo: la Iglesia.
“Pero
es que la Iglesia es…” ¡Sí! La Iglesia es frágil y pecadora, los obispos están
lejos de ser perfectos, no sabemos hablarles a los jóvenes y las parroquias
todavía no están en Twitter… y aun así Dios la quiso a ella para derramar
su gracia en el mundo.
La
Iglesia aplaude los logros y las cosas buenas que hacen las comunidades, pero
en sus dos mil años de historia su sabiduría la lleva a ser cauta con los
triunfalismos y las fórmulas temporales de éxito, ella sabe que la acción de
Dios es misteriosa y también actúa en lo sencillo y lo humilde, en las
aparentes derrotas y, sobre todo, a través de la oración y la cruz.
La
Iglesia es un sacramento universal de salvación, no una asociación estratégica
de conversión y canalización de la vida cristiana; en otras palabras, nos fundó
Jesucristo, no Gramsci (¡gracias a Dios!).
4. Integrar la propia
fragilidad
Todos
tenemos heridas. Las heridas están en nuestro pasado, las cargamos en el
presente, y tal vez, casi con certeza, las tendremos en el futuro.
En
la vida hay fracasos y frustraciones y conocer a Cristo y ser cristianos
—incluso consagrados—no nos exime de tener que hacer la cola del sufrimiento y
la derrota, tampoco nos da derecho a colarnos para sufrir menos, lo único
que significa es que llevamos en el corazón la seguridad de que esa frustración
personal y ese dolor no son más fuertes que el amor de Dios, y que esa certeza
crece cuando la compartimos con quienes, como nosotros, avanzan en la fila
hacia el check-in de la vida.
Las
comunidades, sea la que sea, tienen que formar hombres que anhelen y busquen la
santidad: eso significa preparar seres humanos —laicos y consagrados—para aceptar
también sus derrotas y sus miserias.
Después
de algunos años buscando ser santo de la manera equivocada, ahora creo
sinceramente que la santidad es dejarse amar por Dios y tratar, poco a poco, de
que Dios ame a través de nosotros; evitando, claro que sí, que nuestro pecado
distorsione ese amor, pero sabiendo que a veces nuestras heridas son canales
privilegiados por donde el amor de Dios nos colma y se irradia a los demás.
5. Integrar la propia
personalidad
Una
misma comunidad, carisma, espiritualidad o disciplina, no quiere decir una
misma personalidad, ideas, ritmos, estudios, expectativas, anhelos, deseos,
peinados, etc. Esto san Pablo lo tenía clarísimo, pero, al parecer, muchas
comunidades en la actualidad no lo hemos tenido muy claro.
Así
como con la lógica de los blancos y negros (que he descrito líneas arriba), la
uniformización también es un modo de evadir la realidad y de no dejarla
interpelarnos. ¿Por qué? No soy sociólogo ni psicólogo, pero no se necesita
serlo para darse cuenta de que la uniformización es más fácil de controlar
que la diversidad.
Desde
el punto de vista de la persona que participa en una dinámica de uniformización
y renuncia a algunos rasgos importantes de su propia personalidad y manera de
ser, la experiencia también es muy dura y la vida cristiana, laica o
consagrada, se va haciendo cada vez más penosa y cuesta arriba hasta el punto
no lograr comprender más por qué las promesas de Dios no se cumplen en la
propia vida.
Por
Mauricio Artieda
Fragmento de un artículo publicado originalmente por Catholic Link