28.7.17

11 SÍNTOMAS DE QUE TU COMUNIDAD SE ESTÁ ENFERMANDO DE SECTARISMO (I)

Primero: ningún ambiente de adulación constante es saludable para el ser humano

Lo sé, lo sé, el título no es nada alentador, pero déjenme explicarles por qué creo que responde correctamente a la realidad que quiero tratar. Vivimos un tiempo muy duro para toda la Iglesia, un tiempo de dolor y vergüenza por distintos tipos de escándalos: sexuales, económicos, políticos, etc.

Estoy casi seguro de que cada uno puede recordar un hecho triste sobre la Iglesia, un sacerdote o comunidad, que lo ha afectado de manera personal y espiritual. No quiero sonar demasiado dramático; este, paradójicamente, también es un tiempo de enorme esperanza, lleno de signos hermosos que nos envía el Espíritu Santo y eso es innegable.

Sin embargo, para distinguir el trigo de la cizaña hay que ensuciarse las manos. Hay que evaluar, reflexionar, dar un nombre y poner en la oración, aquellas cosas que le hacen mal a la Iglesia, con la esperanza de poderlas cambiar y así renovar nuestro testimonio de auténticos discípulos de Cristo.

Dicho esto, me interesa hablar de las comunidades religiosas, laicales o parroquiales que, de distintos modos y por distintas razones, muchas veces sin la plena consciencia de sus miembros y por el seguimiento acrítico de un líder carismático, empiezan a encerrarse en sí mismas hasta el punto de perder —en la práctica— la riqueza, la sabiduría, el consuelo y el acompañamiento que implica su pertenencia a la Iglesia.

Así llegan a desarrollar, casi como una enfermedad, características de estilo sectario: fanatismo, intransigencia, rigorismo, victimización institucional, egocentrismo, triunfalismo, idealización de las autoridades, voluntarismo,… y la lista podría continuar.

Lamentablemente, no son pocas las comunidades que en la actualidad se han contagiado de esta enfermedad y le han hecho un grave daño a toda la comunidad eclesial y a las personas que, directa o indirectamente, han perdido la fe por su pobre testimonio cristiano.

Sin contar las comunidades que ya han sido investigadas y en este momento se encuentran en un proceso de sanación y acompañamiento, actualmente la Iglesia investiga a más de una docena de fundadores y evalúa la calidad de la vida religiosa de las comunidades que iniciaron. Así están las cosas.

¿A qué voy con todo esto? Pues a que la cosa no parece un problema aislado ni una infeliz coincidencia. Algo está pasando.

Para ser completamente sincero, no es un argumento del cual me sea fácil hablar, pero creo que las reflexiones que vendrán a continuación —muy personales, por cierto— pueden dar algunas luces para que cada uno haga un examen de conciencia y evalúe si su comunidad, parroquia o movimiento, ha comenzado a experimentar alguno de los siguientes síntomas:

1. Los ángeles no son santos

Así de simple: los ángeles no son santos. Y cuando un ser humano comienza, por iniciativa propia o por estupidez de quienes lo rodean, a llenarse de atributos angelicales, entonces no le hacemos ningún favor creyéndolo un santo. ¿Por qué? Simplemente porque no lo es. Es un ser humano pecador como cualquier otro que necesita el sostén y el aliento de la gracia y de sus hermanos.

A través de una alabanza que no le corresponde, no hacemos otra cosa sino allanar el terreno para que el demonio engañe y subyugue a esa persona. Ojo, nadie niega que estos hermanos puedan ser personas muy virtuosas y abnegadas. El punto es que ningún ambiente de adulación constante es saludable para el ser humano.

El mismísimo Papa nos recuerda sin descanso que él también es un pecador y que necesita de nuestra oración. ¿Por qué lo hace? ¿Por qué no son pocas las personas que se asustan cuando el Papa dice algo así? ¿Acaso no nos faltará un poco de más de realismo cristiano?

Si en tu comunidad existen hermanos o autoridades tratados casi como objetos de devoción, cuyas palabras son como páginas del Evangelio que llueven desde el cielo, es importante tener cuidado y ser muy conscientes de que el demonio se aprovecha de estas situaciones para tejer sus redes.

Ojo, seguramente esta persona es muy buena y dice cosas muy ciertas, nadie lo niega, ¡por algo tiene un puesto de servicio importante, ¿no?!, y no se trata de buscarle pecados o yerros a partir de ahora, se trata de saber que los tiene, que necesita consejo y compañía, que está tan necesitado del perdón y de la Gracia de Dios como lo estamos tú y yo.

Aunque te duela, si crees sinceramente que se equivoca o que está abusando de su autoridad, corrígelo con humildad; es decir, ámalo.

2. La lógica de negros y blancos oculta el temor a los grises

Hay que tener cuidado con las narrativas de negros y blancos, buenos y malos, fieles e infieles, sanos y enfermos, etc. Estas se pueden aplicar a la política, a la vida espiritual y a tantas otras realidades pasando por nuestras comunidades, e incluso a nosotros mismos.

Es un modo infantil de leer la realidad que hace que las lecturas sean muy cómodas. Estás aquí o estás allá. Es progresista (negro) u ortodoxo (blanco), ese es un obispo fiel (blanco) o infiel al Papa (negro), es un tipo que abandonó la vida religiosa (malo) o uno que perseveró (bueno).

Sin querer caer en el relativismo ni negar que hay acciones y actitudes objetivamente equivocadas, me parece que esta es una típica lógica sectaria que teme la existencia de los grises.

En la vida, disculpen, creo que los grises son la mayoría y son incómodos porque sus tonos provienen de la complejidad de la realidad y no encajan dentro de nuestro modo etiquetador, categórico, ideológico, y muchas veces simplista, de pensar. Es algo que me parece que el papa Francisco está combatiendo con mucha fuerza durante su pontificado.

Me atrevería incluso a afirmar que Cristo fue un enorme gris para las expectativas de los judíos que esperaban al Mesías. Solo los hombres valientes, esos que lograron romper con el sectarismo y la lógica de los blancos y negros, lograron aceptar el gris de Jesús; es decir, un Mesías glorioso, sí, pero cuya gloria brilló en la humildad, la misericordia y la humillación.

Hoy en día —tal vez hoy más que nunca—¿tu comunidad es capaz de distinguir las tonalidades de la realidad, o todo pasa por el filtro del blanco y el negro?

3. El mundo se puede cambiar, pero lo cambia la Iglesia

No importa si formas parte de una reconocida élite intelectual católica, de un grupo o movimiento con cientos de vocaciones al año, o de una parroquia atiborrada de fieles todos los domingos, el día que comiencen a sentir el aguijón de la vanagloria y empiecen a sentirse la almeja con la perla en medio de un montón de moluscos vacíos, ese día, para ustedes, inició un cisma espiritual que, de no detenerse, los terminará alejando de la única fuente de gracia que Dios le ha regalado al mundo: la Iglesia.

“Pero es que la Iglesia es…” ¡Sí! La Iglesia es frágil y pecadora, los obispos están lejos de ser perfectos, no sabemos hablarles a los jóvenes y las parroquias todavía no están en Twitter… y aun así Dios la quiso a ella para derramar su gracia en el mundo.

La Iglesia aplaude los logros y las cosas buenas que hacen las comunidades, pero en sus dos mil años de historia su sabiduría la lleva a ser cauta con los triunfalismos y las fórmulas temporales de éxito, ella sabe que la acción de Dios es misteriosa y también actúa en lo sencillo y lo humilde, en las aparentes derrotas y, sobre todo, a través de la oración y la cruz.

La Iglesia es un sacramento universal de salvación, no una asociación estratégica de conversión y canalización de la vida cristiana; en otras palabras, nos fundó Jesucristo, no Gramsci (¡gracias a Dios!).

4. Integrar la propia fragilidad

Todos tenemos heridas. Las heridas están en nuestro pasado, las cargamos en el presente, y tal vez, casi con certeza, las tendremos en el futuro.

En la vida hay fracasos y frustraciones y conocer a Cristo y ser cristianos —incluso consagrados—no nos exime de tener que hacer la cola del sufrimiento y la derrota, tampoco nos da derecho a colarnos para sufrir menos, lo único que significa es que llevamos en el corazón la seguridad de que esa frustración personal y ese dolor no son más fuertes que el amor de Dios, y que esa certeza crece cuando la compartimos con quienes, como nosotros, avanzan en la fila hacia el check-in de la vida.

Las comunidades, sea la que sea, tienen que formar hombres que anhelen y busquen la santidad: eso significa preparar seres humanos —laicos y consagrados—para aceptar también sus derrotas y sus miserias.

Después de algunos años buscando ser santo de la manera equivocada, ahora creo sinceramente que la santidad es dejarse amar por Dios y tratar, poco a poco, de que Dios ame a través de nosotros; evitando, claro que sí, que nuestro pecado distorsione ese amor, pero sabiendo que a veces nuestras heridas son canales privilegiados por donde el amor de Dios nos colma y se irradia a los demás.

5. Integrar la propia personalidad

Una misma comunidad, carisma, espiritualidad o disciplina, no quiere decir una misma personalidad, ideas, ritmos, estudios, expectativas, anhelos, deseos, peinados, etc. Esto san Pablo lo tenía clarísimo, pero, al parecer, muchas comunidades en la actualidad no lo hemos tenido muy claro.

Así como con la lógica de los blancos y negros (que he descrito líneas arriba), la uniformización también es un modo de evadir la realidad y de no dejarla interpelarnos. ¿Por qué? No soy sociólogo ni psicólogo, pero no se necesita serlo para darse cuenta de que la uniformización es más fácil de controlar que la diversidad.

Desde el punto de vista de la persona que participa en una dinámica de uniformización y renuncia a algunos rasgos importantes de su propia personalidad y manera de ser, la experiencia también es muy dura y la vida cristiana, laica o consagrada, se va haciendo cada vez más penosa y cuesta arriba hasta el punto no lograr comprender más por qué las promesas de Dios no se cumplen en la propia vida.

Por Mauricio Artieda

Fragmento de un artículo publicado originalmente por Catholic Link
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