Marta
Oriol sufrió un accidente junto a su familia
Marta
dice estar llena de cicatrices por dentro y por fuera. Pero al hablar ninguna
de estas se impone, sino una sonrisa grande y maternal que ayuda al que escucha
a poder acoger todo lo que va a seguir narrando.
Con
18 años empiezo a salir con Quique, todo es una historia maravillosa. Y cuando
más felices estamos, con unos gemelos de un año y otro bebé a punto de
nacer, tenemos un
accidente. Estuve 15 días en la UVI luchando por mi vida.
Pero
perdí a uno de los gemelos, al bebé que estaba esperando y a Quique.
¿Cuándo te enteraste?
En
la UCI luchaba pensando en todos los planes que teníamos por delante. Salí
emocionada. Yo no sabía nada. Pensé que me estaba esperando en el cuarto. Y
bueno… fue muy bonito porque mi madre me había escrito una carta de parte de
Quique diciéndome que ya estaba con la Virgen y que se había llevado al enano
para cuidarle.
Y empieza el peso de la
cruz…
Fue
un dolor salvaje. Yo que era superapasionada, que he querido vivir cada minuto
a fondo y de repente, no quería vivir. Un tío mío me decía que le recordaba a
Job. Así que yo le preguntaba cómo terminaba. Y el final siempre me consolaba
porque le da el ciento por uno en esta vida y luego la vida eterna. Pero fue durísimo.
Entendía a la gente que se quita la vida. Se había roto mi vida y tenía 27
años. Prefería tener 80 para palmarla ya e irme con ellos.
¿Cómo era tu relación
con Dios tras algo así?
Recuerdo
que le dije a mi madre: «No interesa ser su amiga. Me tiro toda la vida
haciendo lo que Él quiere y va y me manda esto». Y ella me contesto: «Haz lo
que quieras, pero la única respuesta y consuelo la tienes en Él».
¿Y podías experimentar
que los tuyos estaban vivos?
Fue
a partir de la experiencia de sentirlos verdaderamente presentes como pude
tener una experiencia y certeza real del cielo. Sentía que Dios me llevaba en
brazos literalmente. Sentía a Cristo como mi cireneo. Fueron momentos brutales.
¿Qué pasó para que el
dolor dejara paso a un aliento?
Un
día me dije –fue una actitud del corazón que me regaló Dios–: «No puedo más, se
acabó, que sea lo que Tú quieras». Y empecé a aceptarlo, a dar gracias por lo
que pasó de bonito a raíz del dolor, por la gente que me escribió. Empecé a dar
gracias por el marido que había tenido, por los hijos. Y me esforcé en vivir el
hoy. Ya era una batalla vivir cada día.
Y la esperanza tuvo
nombre y se llama José, ¿verdad?
A
los pocos meses del accidente me fui a Asturias con mis suegros. Cuatro meses
antes del accidente estaba embarazada y teníamos la boda de mis cuñados allí,
estábamos emocionados, pero no pudimos ir porque tuve que guardar reposo. Así
que, cuando volví, tuve un momento de rebeldía: «Pero Señor, si te lo ibas a
llevar, ¿por qué no me dejaste disfrutar de esto con él, que habría sido su
último viaje?».
Comentándolo
luego con mi cuñada me decía que quizá lo mejor es que hubiera un lugar donde
no tuviera recuerdos que me hicieran daño, un sitio donde pudiera conocer a
gente diferente, un sitio virgen. No obstante seguía deshecha y así me fui
a Tierra Santa con mi familia, que no me apetecía nada, porque pensaba: «¡Y
ahora a recorrer el camino de la cruz, como si no tuviera yo bastante!». Pero
la verdad es que de ese viaje volví cambiada. Empezó el corazón a funcionar.
Ese verano, en Asturias, conocí a José.
¿Cómo se vive un amor
tras un duelo tan profundo?
Yo
decía que nunca iba olvidar a mi marido. Voy con los anillos que él me regalo
aún en la mano. Lo tengo presente, su familia sigue siendo la mía, estoy marcada
para siempre. Así que eso le dije a José. Y él me respondió: «Mira, a mí me
gustas tú como eres; si no fuera por eso no serías tú, y eso es lo que quiero».
Él
es un hombre de Dios. Nos casamos donde nos conocimos, en ese lugar en el que
tiempo atrás me ayudaron a ver que se trataba de un lugar nuevo para mí, donde
poder reposar. Allí había pedido yo a la Virgen de Guía: «Si tú estás aquí para
guiarme, guíame. Igual que guías a los marineros, guíame porque estoy en un
momento de oscuridad total y absoluta». Y así fue.
Rocío Solís
Fuente: Alfa y Omega