Los mártires pierden esta
vida, sí, pero ¡ganan la eterna!
La
respuesta a la cuestión es bastante drástica. ¿Puede en algún caso un cristiano
renegar de su fe? Pues no. ¿Y si le amenazan de muerte? Pues tampoco. ¿Y si su
muerte es inminente si no lo hace? Sigue siendo que no. ¿Y si es solo en
apariencia, mientras que interiormente se conserva la fe? Pues tampoco vale
¡Pero pierde la vida! Pierde esta vida, pero gana la eterna. Y directamente: el
auténtico martirio limpia todos los pecados.
No
es precisamente un tema nuevo, pero recientemente lo trató san Juan Pablo II en
la encíclica Veritatis splendor. Contiene un epígrafe titulado El
martirio, exaltación de la santidad inviolable de la ley de Dios, y abarca los
números 90-94. Entresacaremos aquí algunas frases.
Así,
en el n. 91 leemos: La Iglesia propone el ejemplo de numerosos santos
y santas, que han testimoniado y defendido la verdad moral hasta el martirio o
han preferido la muerte antes que cometer un solo pecado mortal. Elevándolos
al honor de los altares, la Iglesia ha canonizado su testimonio y ha declarado
verdadero su juicio, según el cual el amor implica obligatoriamente el respeto
de sus mandamientos, incluso en las circunstancias más graves, y el rechazo de
traicionarlos, aunque fuera con la intención de salvar la propia vida. La
última frase lo dice todo.
Continúa
el texto en el siguiente número, el 92: En el martirio, como confirmación
de la inviolabilidad del orden moral, resplandecen la santidad de la ley de
Dios y a la vez la intangibilidad de la dignidad personal del hombre, creado a
imagen y semejanza de Dios. Es una dignidad que nunca se puede envilecer o
contrastar, aunque sea con buenas intenciones, cualesquiera que sean las
dificultades. Jesús nos exhorta con la máxima severidad: «¿De qué le sirve al
hombre ganar el mundo entero si arruina su vida?» (Mt 8, 36).
Conviene
fijarse en las palabras “aunque sea con buenas intenciones”. La buena intención
es un elemento necesario en el obrar, pero no suficiente. No convierte lo malo
en bueno, y por eso no puede justificar lo injustificable.
En
el Evangelio, también encontramos unas palabras del Señor que zanjan esta
cuestión: A todo el que me confiese delante de los hombres, también yo le
confesaré delante de mi Padre que está en los cielos. Pero al que me
niegue delante de los hombres, también yo le negaré delante de mi Padre que
está en los cielos (Mt 10, 32).
A
veces cuesta entender que el mensaje del Señor en el Evangelio sea exigente,
pero lo es, y lo es hasta este punto.
El
ejemplo de los coptos recientemente martirizados es sin duda admirable. Supongo
que su propia Iglesia los proclamará santos, y no hay inconveniente de que lo
católicos los consideremos también así: han dado su vida por Cristo.
Ahora
bien, siendo admirable, no es del todo sorprendente. Ha ocurrido siempre, desde
el principio de la vida de la Iglesia, y sigue ocurriendo hoy –hay bastantes
más casos que el mencionado-. En la época del imperio romano las persecuciones
fueron atroces, y algunas de ellas muy generalizadas.
Y
jamás hubo dudas de que todos los fieles cristianos debían confesar su fe hasta
el martirio. Se les decía que no lo buscaran, pero que si lo encontraban no
podían rechazarlo; no había excusa posible.
Ahora
bien, la Iglesia, como madre que es, comprende la debilidad humana y no
niega su perdón a quienes por miedo renegaron de su fe. Sucedió en la época de
Tertuliano. Pero entonces, como ahora, lo único que se discutió fue el perdón y
el reingreso en la Iglesia de quienes habían cedido por debilidad: nadie en
esas discusiones puso en duda que se trataba de un pecado gravísimo.
La
historia también atestigua la serena fortaleza de los mártires. Dios
siempre ha dado su gracia –gracia extraordinaria, si se la quiere calificar
así- para afrontar esa suprema prueba de testimonio (“martirio” significa “testimonio”
en griego) de la fe, que ha sido particularmente fecunda. Tertuliano ya
escribió, cerca del año 200, que la sangre de los mártires es semilla de
nuevos cristianos, y así ha sido, es y será.
Julio de la
Vega-Hazas
Fuente:
Aleteia