Me conmueve esa violencia
y ese odio que rompe el alma inocente por dentro
Jesús
se parte por mí en la cruz. Y se parte por amor toda su vida. Se entrega y se
queda presente en el pan y el vino para recordarme que me sigue queriendo. Se
entrega por mí para que yo sea capaz de entregar la vida. Para que yo me haga
parte de Él. Uno con Él.
Siempre
pienso que comulgar me hace más semejante a Jesús. Poco a poco me une más a Él.
Rompe mis barreras y vence mis miedos que me impiden darme. Ese pan partido es
Jesús en mí. Para que yo me parta como Él y me entregue por amor. Quiero crecer
en esa entrega generosa.
Me
dan vida las palabras de S. Ignacio de Antioquia: “Lo que necesita el cristianismo, cuando es odiado por el mundo, no son
palabras persuasivas, sino grandeza de alma. Soy trigo de Dios y he de ser
molido por los dientes de las fieras, para llegar a ser pan limpio de Cristo”.
Grandeza
de alma para dejar que mi trigo sea molido. Grandeza de alma para darme sin
guardarme, para amar sin retener, para renunciar sin quejarme, para dar sin
amargarme. Quiero aprender a amar
así. Pero sé que me cuesta
mucho que me partan. Me cuesta que me hieran. Me duele que me persigan y
calumnien.
Esa
forma de romperme en la que soy partido es dolorosa. Yo no lo pretendo y
sucede. Jesús camino al calvario es llevado sin oponer resistencia. No se
queja, no se rebela, no injuria, no grita. Sólo dice que está haciendo todo
nuevo en medio del odio de los hombres.
Ese
ser partido de Jesús me parece intolerable. El grito de Judas clama en mi alma. Quiero un Jesús con fuerza, con medios. Un
Jesús que se defienda e impida el abuso de la cruz. Esa pasividad al ser
partido me incomoda.
Pienso
en mis manos partiendo a Jesús cada eucaristía. Parto el pan como Él lo hizo en
la última cena. Pero ahora soy yo el que parte, no el que es partido. Rompo yo
su pan, su cuerpo. Lo rompo ante su quietud. No se defiende de mis manos
poderosas.
Pienso
en tantas veces en las que yo hiero,
ofendo, rompo a otros. Lo hago llevado por mi ira, por mi rabia, por mi
envidia, por mi egoísmo, por mi orgullo. Me parezco entonces a
los que querían crucificar a Jesús y pedían la libertad de Barrabás. Me parezco
a los que cargaban sobre sus hombros rotos un pesado madero.
Yo
soy el que parto la vida de los otros. Mis palabras. Mis gritos. Mis gestos.
Puedo partir y eso me duele a mí mismo. Mi propio pecado puede romper la inocencia de los que me quieren.
Hoy
le pido a Jesús que me enseñe a no partir a nadie, a no romper, a no herir. Que me haga manso, pacífico, paciente. No
quiero partir a nadie en mis manos. En ese gesto de Jesús roto en la
eucaristía pongo a tantas personas a las que yo hiero. Pongo a los que más
quiero y están rotos. Pongo a los que tienen el corazón partido en sus vidas.
Porque alguien los ha herido y ha cargado sobre sus hombros un madero demasiado
pesado.
Me duele el alma al ver el
dolor de muchos. Las vidas rotas. El sufrimiento injusto. Lloro por el llanto
de otros. Me duele también mi propio dolor. Mi vida partida que sangra. Duele ser partido como
lo fue Jesús ese viernes santo. Duele ser partido cuando me humillan y me
hieren. Rehúyo que me hieran. Y quiero también evitar yo herir y partir a
nadie.
Parto
a Jesús en la eucaristía. Lo veo partido en mis manos. Indefenso. A veces a
Jesús lo hiero. Cuando no lo amo. Cuando lo desprecio. Y pienso en tantos que
hieren a Jesús con su falta de amor. Jesús partido.
En
Fátima aprendo esa oración que el ángel le enseñó a los pastorcillos: “Dios mío, yo creo, te adoro, espero y te
amo. Y te pido perdón por los que no creen, no te adoran, no esperan y no te
aman”.
Me
conmuevo al pensar en tantas vidas partidas por la violencia de otros. Por
aquellos que no aman y no saben amar. Me
conmueve esa violencia y ese odio que rompe el alma inocente por dentro. La
quiebra para siempre.
Quiero
pedirle a Dios esa paz que sana el corazón. Quiero poder yo pacificar y curar
tantas heridas.
Carlos Padilla
Esteban
Fuente:
Aleteia