Fue
canonizado por el Papa Pío XII el 22 de junio de 1947 y declarado Patrono de
la ciudad de Lecce
San
Bernardino Realino nació en Carpi, ducado de Módena, el 1 de diciembre de 1530
- Italia. Su familia pertenecía a la nobleza provinciana. Su padre, don
Francisco Realino, un hombre importante, fue caballerizo mayor de varias cortes
italianas.
Por
este motivo estaba casi siempre ausente de su casa. La educación del pequeño
Bernardino estuvo confiada a su madre, Isabel Bellantini.
Fue
bautizado en la fiesta de la Inmaculada Concepción. Se le ponene los nombres de
Bernardino Luis. Bernardino en honor a San Bernardino de Siena, quien una vez
fue huésped de la familia de su madre.
Dicen
que Bernardino era un niño siempre afable y risueño con todos. A su buena madre
le profesó durante toda su vida un cariño y una veneración extraordinarios.
Durante sus estudios un compañero le preguntó: "Si te dieran a
escoger entre verte privado de tu padre o de tu madre. ¿qué preferirlas?" Bernardino
contestó como un rayo: "De mi madre jamás." Dios, sin
embargo, le pidió pronto el sacrificio más grande.
Su
madre se fue al cielo cuando él todavía era muy joven, el 24 de Noviembre. Su
recuerdo le arrancaba con frecuencia lágrimas de los ojos. Ella se lo había
merecido por sus constantes desvelos y principalmente por haberle inculcado una
tierna devoción a la Virgen María.
En
Carpi comenzó el niño Bernardino sus estudios de literatura clásica bajo la
dirección de maestros competentes. "En el aprovechamiento ?escribe el
mismo Santo?, si no aventajó a sus discípulos, tampoco se dejó superar por
ninguno de ellos." De Carpi pasó a Módena y luego a Bolonia, una de
las más célebres universidades de su tiempo, donde cursó la filosofía.
En
Bolonia termina sus estudios de filosofía y se prepara para la carrera de
Medicina. Fue un estudiante jovial y amigo de sus amigos. Más tarde se lamentará
de "haber perdido muchísimo tiempo con algunos de sus compañeros, con
los cuales trataba demasiado familiarmente".
Fue,
pues, muchacho normal. Hizo poesías. Llevó un diario íntimo como todos, y se
enamoró como cualquier bachiller del siglo XX de una joven culta y piadosa. Le
parece la mujer ideal para formar su propio hogar. Cuenta de ella:
"Habiéndome
introducido por senda tan resbaladiza ?escribe el Santo refiriéndose a aquellos
días?, vino el ángel del Señor a amonestarme de mis errores, y, retrayéndome de
las puertas del infierno, me colocó otra vez en la ruta del cielo."
¿Quién fue este
"ángel del cielo"?
Un
día vio en una iglesia a una joven y quedó prendado de ella. La amó con un amor
maravilloso, "hasta tal punto ?son sus palabras? de cifrar toda mi
dicha en cumplir sus menores deseos. No obedecerla me parecía un delito, porque
cuanto yo tenía y cuanto era reconocía debérselo a ella". Esta joven se
llamaba Clorinda. Bellísima, había dominado por sí misma, sin ayuda de nadie,
el vasto campo de la literatura y la filosofía. Era profundamente piadosa.
Frecuentaba la misa y la comunión. Precisamente la vista de su angelical
postura en la iglesia fue lo que prendió en el corazón de Bernardino, como lo
demuestran las cartas y poesías que se cruzaron entre los dos y que todavía se
conservan.
Bernardino
tenía proyectado graduarse en Medicina. Pero a Clorinda no le gustaba, y él se
sometió dócilmente a los deseos de ella. Había que cambiar de carrera y
comenzar la de Derecho.
Por
fin, el 3 de junio de 1546, a los veinticinco años, se doctoró en ambos
Derechos, canónico y civil.
A
los seis meses de terminar la carrera fue nombrado podestá, o sea alcalde, de
Felizzano. Del gobierno de esta pequeña ciudad pasó al cargo de abogado fiscal
de Alessandría, en el Piamonte. Después se le nombró alcalde de Cassine, De
Cassine pasó a Castel Leone de pretor a las órdenes del marqués de Pescara.
En
todos estos cargos se mostró siempre recto y sumamente hábil en los negocios.
El
marqués de Pescara quedó tan satisfecho de las actuaciones de Realino que,
cuando tomó el cargo de gobernador de Nápoles en nombre de España, se lo llevó
consigo como oidor y lugarteniente general.
En Nápoles le esperaba a
Bernardino la Providencia de Dios.
En
los meses finales de 1561 fallece Clorinda. Recibe la noticia por una carta de
sus amigos de Bolonia. Su abrió en el alma de Bernardino una herida profunda
que difícilmente podría curarse.
El
recuerdo de aquella joven querida le alentaba ahora desde el cielo,
presentándosele de tiempo en tiempo radiante de luz y de gloria y exhortándole
a seguir adelante en sus santos propósitos. En carta a su hermano Juan Bautista
dice: "No encuentro otro consuelo sino en Dios. Me entrego a su
divina voluntad. El procura el bien de sus creaturas, aunque nosotros nos
inclinemos a otros bienes. Ruego al Señor y a su Madre me protejan y me
muestren el mejor camino para enderezar mi vida".
Un
día paseaba por las calles de Nápoles cuando tropezó con dos jóvenes religiosos
cuya modestia y santa alegría le impresionó vivamente. Les siguió un buen
trecho y preguntó quiénes eran. Le dijeron que "jesuitas", de una
Orden nueva recientemente aprobada por la Iglesia.
Era
la primera noticia que tenía Bernardino de la Compañía de Jesús. El domingo
siguiente fue oír misa a la iglesia de los padres.
Entró
en el momento en que subía al púlpito el padre Juan Bautista Carminata, uno de
los oradores mejores de aquel tiempo. El sermón cayó en tierra abonada.
Bernardino volvió a casa, se encerró en su habitación y no quiso recibir a
nadie durante varios días. Hizo los ejercicios espirituales, y a los pocos días
la resolución estaba tomada. Dejaría su carrera y se abrazaría con la cruz de
Cristo.
Su
madre había muerto, Clorinda había muerto. Su anciano padre no tardaría mucho
en volar al cielo. No quería servir a los que estaban sujetos a la muerte.
Pero, ¿cuándo pondría por obra su propósito? ¿Dónde? ¿No sería mejor esperar un
poco?
Un
día del mes de septiembre de 1564, mientras Bernardino rezaba el rosario
pidiendo a María luz en aquella perplejidad, se vio rodeado de un vivísimo
resplandor que se rasgó de pronto dejando ver a la Reina del Cielo con el Niño
Jesús en los brazos. María, dirigiendo a Bernardino una mirada de celestial
ternura, le mandó entrar cuanto antes en la Compañía de Jesús: "Bernardino,
es mi voluntad que entres en la Compañía de mi Hijo Jesús".
Contaba
Bernardino, al entrar en el Noviciado, treinta y cuatro años de edad. Era lo
que hoy decimos una vocación tardía. Por eso una de sus mayores dificultades
fue encontrarse de la noche a la mañana rodeado de muchachos, risueños sí y
bondadosos, pero que estaban muy lejos de poseer su cultura y su experiencia de
la vida y los negocios.
Con
ellos tenía que convivir, y el exlugarteniente del virrey de Nápoles tenía que
participar en sus conversaciones y en sus juegos, y vivir como ellos pendiente
de la campanilla del Noviciado, siempre importuna y molesta a la naturaleza
humana. Pero a todo hizo frente Bernardino con audacia y a los tres años de su
ingreso en la Compañía se ordenó de sacerdote el 24 de Mayo de 1567, por el
Arzobispo de Nápoles Mario Caraffa. Su primera misa la dice en la fiesta del
Corpus Christi. Todavía continuó estudiando la teología y al mismo tiempo
desempeñó el delicado cargo de maestro de novicios.
En
una carta dirigida a su padre dice: "Esta es gran misericordia de
Dios. Él me ha elevado al honor de ofrecer al Padre eterno el cuerpo y la
sangre de su divino Hijo. Esto es lo m s grande que el hombre puede hacer en la
tierra. Yo me asusto, porque conozco mi indignidad. Soy, pues, sacerdote. Ud.
jamás lo habría pensado. No entré a la Compañía con ese pensamiento. Pero el
hombre propone y Dios dispone. Quiera la divina Majestad que yo sea un buen
ministro para ayudar a las almas. Le ruego calurosamente, vaya Ud. a una
iglesia y ante el Santísimo Sacramento dé gracias por el gran beneficio dado a
su hijo. Ni Ud. ni yo merecemos tan grande favor".
En
Nápoles permaneció tres años ocupado en los ministerios sacerdotales como
director de la Congregación, recogiendo a los pillos del puerto, visitando las
cárceles y adoctrinando a los esclavos turcos de las galeras españolas. Pero en
los planes de Dios era otra la ciudad donde iba a desarrollar su apostolado
sacerdotal.
En
1574, el P. Alfonso de Salmerón destina al Santo a Lecce. Desde hacia tiempo la
ciudad deseaba un colegio de Jesuitas, y los superiores decidieron enviar al
padre Realino con otro padre y un hermano para dar comienzo a la fundación y
una satisfacción a los buenos habitantes de la ciudad, que oportuna e
inoportunamente no desperdiciaban ocasión de pedir y suspirar por el colegio de
la Compañía.
Los
tres jesuitas, con sus ropas negras y sus miradas recogidas, entraron en la
ciudad el 13 de diciembre de 1574. Por lo visto la buena fama del padre
Bernardino Realino le había precedido, porque el recibimiento que le hicieron
más parecía un triunfo que otra cosa. Un buen grupo de eclesiásticos y de
caballeros salió a recibirles a gran distancia de la ciudad. Se organizó una
lucidísima comitiva, que recorrió con los tres jesuitas las principales calles
de Lecce hasta conducirlos a su domicilio provisional.
"Este
domingo llegamos a esta noble ciudad de Lecce, sanos y salvos a pesar del largo
y el incómodo viaje. Fuimos recibidos con aplauso de todos. Esto confunde. No
escribo detalles, porque me da vergüenza. Basta que Ud. sepa que el amor por la
Compañía es grande. La hermosura del país y la calidad de la gente son
espléndidas. No me imaginaba todo esto. Aquí parece que estamos siempre en
primavera. Espero confiado que Ud. lo constate con sus propios ojos. Me
propongo establecer pronto el Colegio y nuestra Casa. La juventud es numerosa y
est muy bien dispuesta".
El
padre Realino era el superior de la nueva casa profesa. En cuanto llegó puso
manos a la obra de la construcción de la iglesia de Jesús y a los dos años la
tenía terminada. Otros seis años, y se inauguraba el colegio, del cual era
nombrado primer rector el mismo Santo.
Desde
el primer día de su estancia en Lecce el padre Realino comenzó sus ministerios
sacerdotales con toda clase de personas, como lo había hecho en Nápoles.
Confesó materialmente a toda la ciudad, dirigió la Congregación Mariana,
socorrió a los pobres y enfermos. Para éstos guardaba una tinaja de excelente
vino que la fama decía que nunca se agotaba. Después de los pobres de bienes
materiales, comenzaron a desfilar por su confesonario los prelados y
caballeros, tratando con él los asuntos de conciencia. "Lo que fue
San Felipe Neri en la Ciudad Eterna ?dice León XIII en el breve de
beatificación de 1895? esto mismo fue para Lecce el Beato Bernardino Realino.
Desde
la más alta nobleza hasta los últimos harapientos, encarcelados y esclavos
turcos, no había quien no le conociese como universal apóstol y bienhechor de
la ciudad." El Papa, el emperador Rodolfo II y el rey de Francia
Enrique IV le escribieron cartas encomendándose en sus oraciones. Tal era la
fama de el "Santo de Lecce".
Los
superiores de la Compañía pensaron en varias ocasiones que el celo del padre
Realino podría tal vez dar mejores frutos en otras partes y decidieron
trasladarle del colegio y ciudad de Lecce. Tales noticias ocasionaron
verdaderos tumultos populares. En repetidas ocasiones los magistrados de la
ciudad declararon que cerrarían las puertas e impedirían por la fuerza la
salida del padre Bernardino. Pero no fue necesario, porque también el cielo
entraba en la conjura a favor de los habitantes de Lecce. Apenas se daba al
padre la orden de partir, empeoraba el tiempo de tal forma que hacía temerario
cualquier viaje. Otras veces, una altísima fiebre misteriosa se apoderaba de él
y le postraba en cama hasta tanto se revocaba la orden. De aquí el dicho de los
médicos de Lecce: "Para el padre Realino, orden de salir es orden de
enfermar."
Pasaron
muchos años y la santidad de Bernardino se acrisoló. Recibió grandes favores
del cielo. Una noche de Navidad estaba en el confesonario y una penitente notó
que el padre temblaba de pies a cabeza a causa del intenso frío. Terminada la
confesión la buena señora fue al que entonces era padre rector a rogarle que
mandara retirarse al padre Bernardino a su habitación y calentarse un poco.
Obedeció el Santo la orden del padre rector. Fue a su cuarto y mientras un
hermano le traía fuego se puso a meditar sobre el misterio de la Navidad.
De
repente una luz vivísima llenó de resplandor su habitación y la figura
dulcísima de la Virgen María se dibujó ante él. Como la otra vez, llevaba al
Niño Jesús en sus brazos. "¿Por qué tiemblas, Bernardino?", le
preguntó la Señora. "Estoy tiritando de frío", le respondió el
buen anciano. Entonces la buena Madre, con una ternura indescriptible, alarga
sus brazos y le entrega el Niño Jesús. Sin duda fueron unos momentos de cielo
los que pasó San Bernardino Realino. Lo cierto es que, al entrar poco después
el hermano con el brasero, le oyó repetir como fuera de sí: "Un
ratito más, Señora; un ratito más." En todo aquel invierno no volvió
a sentir frío el padre Bernardino.
Una
otra vez el Hermano enfermero lo encuentra en la mañana con el rostro encendido
y llorando. "¿Por qué llora, Padre?", le dice con cariño.
Bernardino contesta: "¡Ah, si Ud. supiera lo que he visto!. Y ¿qué es
lo que ha visto?, dice el Hermano. Realino no puede callarse: "He
visto a la Santísima Virgen resplandeciente como un sol y vestida de púrpura y
azul. He estrechado también en mis brazos al Niño Jesús". Después
asustado, ruega al Hermano que no lo diga a nadie. Pero es inútil, porque éste
lo cuenta a todos.
Llegó
el año 1616. La vida del padre Realino se extinguía. "Me voy al
cielo", dijo, y con la jaculatoria "Oh Virgen mía
Santísima" lo cumplió el día 2 de julio. Tenía ochenta y dos años, de
los cuales la mitad, cuarenta y dos, los había pasado en Lecce, dándonos
ejemplo de sencillez y de constancia en un trabajo casi siempre igual.
Fue
canonizado por el Papa Pío XII el 22 de junio de 1947 y declarado Patrono de
la ciudad de Lecce.
Fuente: ACI