Hablamos de Dios entre
nosotros desde hace milenios, escribimos mucho sobre Él, quizás para
consolarnos de no verLe, para recordarnos su presencia, Él sigue siendo el gran
misterio que ha inspirado a tantos artistas
Dios,
ni eso ni aquello, reconocía el poeta carmelita san Juan de la Cruz, es un no
sé qué escurridizo que el corazón arde por obtener, pero es de noche… Dios, el
término al que nos dirigimos, puede ser visto como una noche oscura para el
alma, mientras está en esta vida.
Esta
palabra oscura de Dios nos avergüenza o nos deleita según la experiencia que
tenemos de ella. Corroe los sentidos y aumenta el deseo. Frente a nuestra
impotencia de controlarlo todo, la usamos a menudo para proyectarla contra el
mal. ¿No se habla de “acto divino” como se ve en algunos contratos de seguros
cuando se trata de cataclismos naturales?
El
nombre de Dios es dulce como la miel o amargo como el vinagre. Huele a la
flor de muguete o a mosca asada en un neón. Uno se lo imagina demasiado grande,
más allá, cuando en realidad Él reside en el alma. Él atrae por vínculos de
amor. Es lo que permanece cuando todo muere porque en Él están todas nuestras
fuentes.
Fe, esperanza y amor
Dios
se revela al entregarse. Las manos vacías pueden tomarlo mejor. Cuanto más
calla, más hablamos; cuanto más ausente está, más le decimos presente.
Él
está entre nosotros y en nosotros, pero distinto a nosotros, viviendo con
nosotros el juego de la vida y de la muerte. Esta larga conversación
ininterrumpida se alimenta de fe, de esperanza y de amor. Estos actos de
lenguaje renuevan sin cesar la comunicación entre Dios y nosotros, sobre todo
porque en el cristianismo Dios se hace carne en Jesús.
Él
llega inesperadamente, en el momento en que se le espera menos, nos recuerda el
cisterciense san Bernardo de Claravall cuando evoca las visitas gratuitas del
Verbo en su sermón 74 sobre el Cántico de los cánticos.
Jacques Gauthier
Fuente:
Aleteia