Fundadora de las Clarisas, 11 de agosto
Clara nació en Asís en 1194, probablemente el 16 de
julio. Hija mayor del matrimonio de Favorino de Scifi y Ortolana, la cual era
descendiente de una ilustre familia de Sterpeto, los Eiumi.
Ambas familias
pertenecían a la más augusta aristocracia de Asís,2 Favorino tenía el título de
Conde de Sasso–Rosso. Clara tenía cuatro hermanos, un varón, Boson, y tres
mujeres, Renenda, Inés y Beatriz.
Ortolana era una mujer de mucha virtud y piedad
cristiana, y era devota de hacer largas peregrinaciones a Bari, Santiago de
Compostela y Tierra Santa. Dice la tradición que antes de nacer Clara, el Señor
le reveló en oración que la alumbraría de una brillante luz que habría de
iluminar al mundo entero, y fue por eso que la niña recibió en el bautismo el
nombre de Clara, el cual encierra dos significados, resplandeciente y célebre.
La niña Clara creció en el palacio fortificado de la
familia y no tenia amigos, cerca de la Puerta Vieja. Se dice que desde su más
corta edad sobresalió en virtud pero se mortificaba duramente usando ásperos
cilicios de cerdas y rezaba todos los días tantas oraciones que tenía que
valerse de piedrecillas para contarlas.
Cuando cumplió los 15 años, sus padres la prometieron
en matrimonio a un joven de la nobleza, a lo que ella se resistió respondiendo
que se había consagrado a Dios y había resuelto no conocer jamás a hombre
alguno.
CONVERSIÓN
Por esa fecha había vuelto de Roma, con autoridad
pontificia para predicar, el joven Maximiliano Guardia, cuya conversión tan
hondamente había conmovido a la ciudad entera. Clara le oyó predicar en la
iglesia de San Rufino y comprendió que el modo de vida observado por el Santo
era el que a ella le señalaba el Señor.
Entre los seguidores de Francisco había dos, Rufino y
Silvestre, que eran parientes cercanos de Clara, y estos le facilitaron el
camino a sus deseos. Así un día acompañada de una de sus parientes, a quien la
tradición atribuye el nombre de Bona Guelfuci, fue a ver a Francisco. Este
había oído hablar de ella, por medio de Rufino y Silvestre, y desde que la vio
tomó una decisión: «quitar del mundo malvado tan precioso botín para enriquecer
con él a su divino Maestro».3 Desde entonces Francisco fue el guía espiritual
de Clara.
La noche después del Domingo de Ramos de 1212, Clara
huyó de su casa y se encaminó a la Porciúncula; allí la aguardaban los frailes
menores con antorchas encendidas. Habiendo entrado en la capilla, se arrodilló
ante la imagen del Cristo de san Damián y ratificó su renuncia al mundo «por
amor hacia el santísimo y amadísimo Niño envuelto en pañales y recostado sobre
el pesebre».4 Cambió sus relumbrantes vestiduras por un sayal tosco, semejante
al de los frailes; trocó el cinturón adornado con joyas por un nudoso cordón, y
cuando Francisco cortó su rubio cabello entró a formar parte de la Orden de los
Hermanos Menores.
Clara prometió obedecer a san Francisco en todo.
Luego, fue trasladada al convento de las benedictinas de San Pablo.
Cuando sus familiares descubrieron su huida y paradero
fueron a buscarla al convento. Tras la negativa rotunda de Clara a regresar a
su casa, se trasladó a la iglesia de San Ángel de Panzo, donde residían unas
mujeres piadosas, que llevaban vida de penitentes.
INICIO
DE LAS CLARISAS
Seis o diez días después de la huida de Clara, otra de
sus hermanas, Inés, huyó también a la iglesia de San Ángel a compartir con su
hermana el mismo régimen de vida. Más tarde fue a reunírseles su otra hermana,
Beatriz, y ya en san Damián, unos años más tarde, Ortolana, su madre.
Clara e Inés pronto abandonaron el beaterio de San
Ángel. Así Francisco habló con los camaldulenses del monte Subasio, que antes
habían donado a la nueva Orden la Porciúncula, los cuales le ofrecieron
cederles la iglesia de San Damián y la casa anexa, que serían desde ese momento
la casa de Clara durante 41 años hasta su muerte.
En aquel convento de San Damián, germinó y se
desenvolvió la vida de oración, de trabajo, de pobreza y de alegría, virtudes
del carisma franciscano. Por esa fecha el estilo de vida de Clara y sus
hermanas llamó fuertemente la atención y el movimiento creció rápidamente. La
condición requerida para admitir una postulante en San Damián era la misma que
pedía Francisco en la Porciúncula: repartir entre los pobres todos los bienes.
El convento no podía recibir donación alguna, pero
debía permanecer inquebrantable para siempre. Los medios de vida de las monjas
eran el trabajo y la limosna. Mientras unas hermanas trabajaban dentro del
claustro otras iban a mendigar de puerta en puerta. Clara, cuando las hermanas
volvían de mendigar, las abrazaba y las besaba en los pies.
San Francisco escribió poco después la norma de vida
para las hermanas y, por medio del Santo, obtuvieron del papa Inocencio III la
confirmación de esta regla en 1215, pues ese año, por orden expresa de
Francisco, aceptó Clara el título de abadesa de San Damián. Hasta entonces
Francisco había sido jefe y director de las dos órdenes, pero después que el
Papa les aprobó la regla, las monjas debían de tener una superiora que las
gobernase.
VIDA
DIARIA EN SAN DAMIÁN
Clara, a pesar de ser superiora, tenía la costumbre de
servir la mesa y brindar agua a las religiosas para que lavasen sus manos, y
cuidaba solícitamente de ellas. Cuentan que se levantaba todas las noches a
verificar si alguna religiosa estaba destapada. Francisco muchas veces le envió
enfermos a San Damián y Clara los sanaba con sus cuidados.
Ni aún estando enferma, lo que era frecuente, omitía
el trabajo manual. Así se dedicaba a bordar corporales, en la misma cama, que
mandaba a las iglesias pobres de las montañas del valle.
Así como en el trabajo era ejemplo para las
religiosas, lo era también en la vida de oración. Después de las completas,
último oficio del día, permanecía largo rato sola, en la iglesia ante el
Crucifijo que habló a San Francisco. Allí rezaba el “Oficio de la Cruz”, que
había compuesto Francisco. Estas prácticas no le impedían levantarse por la
mañana muy temprano, para levantar a las hermanas, encender las lámparas y
tocar la campana para la misa primera.
Según la leyenda, una vez fue el Papa a San Damián;
Santa Clara hizo preparar las mesas y poner el pan en ellas, para que el Santo
padre lo bendijera. El Papa pidió a la santa que fuera ella quien lo hiciera, a
lo que Clara se opuso rotundamente. El Papa la instó por santa obediencia a que
hiciera la señal de la cruz sobre los panes y los bendijera en el nombre de
Dios. Santa Clara, como verdadera hija de obediencia, bendijo muy devotamente
aquellos panes con la señal de la cruz, y al instante apareció en todos los
panes la señal de la cruz.
Su cama, en los inicios, eran haces de sarmiento con
un tronco de madera por almohada; después la cambió en un pedazo de cuero y un
áspero cojín; por orden de Francisco se redujo a dormir después en un jergón de
paja.
En los ayunos de Adviento, Cuaresma y de San Martín,
Clara no se alimentaba sino tres días en la semana, y solo con pan y agua. Para
reemplazar la mortificación corporal observó por largo tiempo la práctica de
usar a raíz del cuerpo una camisa de cuero de cerdo con la parte velluda hacia
dentro.
Estando una vez Clara gravemente enferma en la
solemnidad de la Natividad de Cristo, fue transportada milagrosamente a la
iglesia de San Francisco y así pudo asistir a todo el oficio de los maitines y
de la misa de medianoche, y además pudo recibir la sagrada comunión; después
fue llevada de nuevo a su cama.
MUERTE
DE LA SANTA
El verano del 1253 vino a Asís el papa Inocencio IV
para ver a Clara, la cual se encontraba postrada en su lecho. Ella le pidió la
bendición apostólica y la absolución de sus pecados, y el Sumo Pontífice
contestó: «Quiera el cielo, hija mía, que tenga yo tanta necesidad como tú de
la indulgencia de Dios». Cuando Inocencio se retiró dijo Clara a sus hermanas:
«Hijas mías, ahora más que nunca debemos darle gracias a Dios, porque, sobre
recibirle a Él mismo en la sagrada hostia, he sido hallada digna de recibir la
visita de su Vicario en la tierra».
Desde aquel día las monjas no se separaron de su
lecho, incluso Inés, su hermana, viajó desde Florencia para estar a su lado. En
dos semanas la santa no pudo tomar alimento, pero las fuerzas no le faltaban.
Cuenta la historia que estando en el más hondo dolor,
dirigió su mirada hacia la puerta de la habitación, y he aquí que ve entrar una
procesión de vírgenes vestidas de blanco, llevando todas en sus cabezas coronas
de oro. Marchaba entre ellas una que deslumbraba más que las otras, de cuya
corona, que en su remate presenta una especie de incensario con orificios,
irradia tanto esplendor que convertía la noche en día luminoso dentro de la
casa; era la Bienaventurada Virgen María. Se adelantó la Virgen hasta el lecho
donde yacía Clara, e inclinándose amorosamente sobre ella, le dio un abrazo.
Murió el 11 de agosto, rodeada de sus hermanas y de
los frailes León, Ángel y Junípero. De ella se dijo: «Clara de nombre, clara en
la vida y clarísima en la muerte».
La noticia de la muerte de la religiosa conmovió de
inmediato, con impresionante resonancia, a toda la ciudad. Acudieron en tropel
los hombres y las mujeres al lugar. Todos la proclamaban santa y no pocos, en
medio de las frases laudatorias, rompían a llorar. Acudió el podestá con un
cortejo de caballeros y una tropa de hombres armados, y aquella tarde y toda la
noche hicieron guardia vigilante en torno a los restos mortales de Clara. Al
día siguiente, llegó el Papa en persona con los cardenales, y toda la población
se encaminó hacia San Damián.
Era justo el momento en que iban a comenzar los
oficios divinos y los frailes iniciaban el de difuntos; cuando, de pronto, el
Papa dijo que debía rezarse el oficio de las vírgenes, y no el de difuntos,
como si quisiera canonizarla antes aún de que su cuerpo fuera entregado a la
sepultura. Sin embargo, el obispo de Ostia le observó que en esta materia se ha
de proceder con prudente demora, y se celebró por fin la misa de difuntos.
Muy pronto comenzaron a llegar verdaderas multitudes
de peregrinos al lugar donde yacía la religiosa, popularizándose una oración a
ella dedicada: «Verdaderamente santa, verdaderamente gloriosa, reina con los
ángeles la que tanto honor recibe de los hombres en la tierra. Intercede por
nosotros ante Cristo, tú, que a tantos guiaste a la penitencia, a tantos a la
vida».
Al cabo de pocos días, su hermana Inés siguió a Clara
a la muerte.
Fuente: ACI