Así es como una madre actúa por sus hijos
Ella es mi Madre. La que seca mis lágrimas
cuando la tristeza me invade. La que me acaricia con ternura cuando mi corazón
sucumbe. La que me esconde en su regazo cuando el miedo se hace presente. La
que me devuelve la esperanza cuando siento todo perdido. La que me responde con
palabras dulces de amor cuando desesperada clamo su nombre. Mi Madre, tu Madre…
Nuestro refugio y consuelo. Nuestro camino seguro a Jesús.
Me encontraba
sentada en la sala del aeropuerto. ¡Dios, qué dolor! Las lágrimas se venían sin
pedirlas. No daba crédito hacia dónde me dirigía. Era la segunda vez en menos
de 3 semanas que me encontraba en el mismo lugar y casi por la misma razón.
Hacía menos de 1 mes en que yo había tenido 3 días seguidos de insomnio donde
mi único y constante pensamiento era él. Lo que nunca me había sucedido, de día
y noche le pensaba. Rezaba mucho por su conversión. En esos momentos no atinaba
a discernir el porqué de tanto pensarle. Le platiqué a mi esposo la angustia
que sentía por tenerle tan presente. Absurdamente le pregunté: “¿Tú crees que
me dolería si un día muriera? Yo creo que no, le respondí, porqué casi no
conviví con él y muy poco le conocí. ¡Qué pronto la vida me hizo tragar mis
palabras!”
Cuando recibí
esta devastadora noticia por parte de mi hermanita Elsa me tiré al piso y de
rodillas clamé a Dios cual hija impotente e incrédula de lo que pasaba: “Señor,
que se haga tu voluntad y a mi ayúdame a estar lista para aceptarla. Tú eres
fiel a tus promesas y siempre escuchas cuando te pedimos con humildad.
Por años te he suplicado por el milagro de la conversión de mi papá. Claramente
te pedí que no te lo fueras a llevar sin que se convirtiera. Hazme el milagro
de que te reconozca antes de que cierre sus ojos para siempre. María, Madrecita
mía, tú nunca me has abandonado. Lleva mis plegarias al Padre y a tu Hijo
Jesús”. Yo necesitaba encontrar a mi papá con vida para decirle todo lo que mi
corazón sentía por él. Desesperada solo pedía a Dios tiempo…
Me disponía a
tomar el avión hacia mi país. Sentía que el cielo se me juntaba con la tierra.
El dolor, el sufrimiento, la angustia e incertidumbre eran parte de mi
equipaje. Tres días después del día del padre mi papá no despertaba y
había tenido que ser llevado de emergencia al hospital. El diagnóstico nada
favorecedor. Había que operarle de urgencia para drenar
toda esa sangre de su cerebro. Era un procedimiento muy riesgoso, aun así no
había otra opción si queríamos que saliera de ese estado. Él había ingresado ya
en estado de coma, pero eso no lo tuvimos claro hasta después.
Los recuerdos
se agolparon en mí. Los “por qué” me invadieron. ¡Cuánto tiempo perdido! Y sì
algo duele es justo eso, las palabras no dichas, los espacios no compartidos,
los perdones no otorgados, los besos no robados, los abrazos no permitidos, los
“te quiero” no correspondidos, los festejos no disfrutados, los éxitos no
compartidos.
¿Quizá debí
ser una hija más presente? Quizá, pero su falta de amor me dolía y la distancia
y el tiempo me protegían de su falta de acogimiento y protección. Ya nada
tendría respuesta. Mi historia con mi papá no era historia porque casi no había
recuerdos de los cuales me pudiera afianzar. Solo sabía que había podido más mi
miedo que otra cosa y esa cobardía mía me dolía en el alma. Cada vez que me
disponía a buscarle el terror me paralizaba y no me permitía tomar el teléfono.
Mi papá fue una persona muy particular, diferente al común denominador de los
papás. Aun así le amé en silencio. Me sentía muy orgullosa cuando la gente me
reconocía como su hija. Algo sí tenía muy claro y es que si tanto me dolía la
separación de él es porque así de grande era el amor que en mi corazón tenía.
Mi papá en un
país y yo en otro. Tenía que encontrar un vuelo de inmediato si quería
encontrarlo con vida. Aún con tanto que arreglar para el viaje no podía
quedarme inmóvil hacia las necesidades espirituales de mi papá porque de él lo
que más me importaba era la salvación de su alma. Desesperada buscaba un
sacerdote que auxiliara a mi papá antes de su cirugía. El Espíritu Santo me
hizo llegar a uno muy bondadoso y generoso -el Padre Fede, LC- al que no
conozco, pero que accedió de inmediato pasar a darle los últimos sacramentos.
Eso para mí fue como una bocanada de aire fresco y uno de tantos milagros que
experimenté ese verano.
Fue el viaje más largo y doloroso de mi
vida. Nadie pudo acompañarme. Mi esposo tuvo que quedarse a cuidar a uno de
nuestros hijos al que habíamos operado de emergencia una semana antes. Estando en el aeropuerto me comencé a
sentir muy mal. Yo siempre he manejado una presión arterial baja. Pues ese día
se me disparó. Recuerdo que tenía que caminar tomada de las paredes porque todo
me daba vueltas.
Parecía
alcoholizada y me sentía como si estuviera dentro de una burbuja, todo se veía
como en tercera dimensión. Los oídos me tronaban. Todo se veía borroso. La
náusea iba y venía y la cabeza me estallaba. Pero yo no podía decir nada porque
corría el riesgo de que no me dejaran volar y yo tenía 2 aviones que tomar para
alcanzar a llegar a ver a mi papá con vida.
Recurrí a mi Madre, a María y le supliqué
que tomara mi mano. Tomé mi Rosario y lo empuñé fuerte. Aún hoy recuerdo ese momento y no
puedo dejar de emocionarme porque ella viajó conmigo, tomada de mi mano.
Mientras caminaba para abordar me aferraba con más fuerza de su mano -del
Rosario-. Ya sentada, el despegue del avión. De verdad sentí que entregaba mi
alma al Creador. Literal, la sensación era una montaña rusa.
Y no podía
decir nada, ni quejarme porque me bajaban del avión. La Virgen seguía
sosteniendo mi mano y yo dialogaba con ella por medio de la repetición
constante del “Acordaos”. Este era solo el primero vuelo. Faltaba el otro de
casi 3 horas. No sé cuántos rosarios me eché. Yo creo que no dejé ni un alma en
el purgatorio. La Virgencita me llevó tomada de su mano hasta el lugar donde
pude encontrar a mi papá, grave, pero estable. Pude llegar a hablarle con el
corazón en la mano. Ahora sí, nada quedaba pendiente entre nosotros. El tiempo
me fue concedido.
Las primeras
72 horas eran cruciales. Pasaba a estar con él cada vez que se me permitía y
ahora sí, no desperdiciaba un segundo para repetirle lo que él significaba en
mi vida. No comparto todo lo que le dije porque eso se quedará solo con Dios,
él y conmigo. Mi agua bendita y el Rosario siempre a nuestro lado.
El tercer día
después de su cirugía había probabilidades de que comenzara a despertar porque
ya le habían quitado todos los sedantes. Digo probabilidad porque, como
comenté, él había ingresado en coma y no era seguro que reaccionara. Yo no
perdí la Fe. Dios aún tenía algo que hacer con él. Entré a verlo. Le puse mi
Rosario en la palma de su mano mientras yo se lo sostenía con la mía y le
comencé a hablar mucho de Dios y de las oportunidades que nos estaba dando para
volver a Él.
Le recé
mucho. ¡Cuántas cosas del amor de Dios y de nuestra Madre le dije! En eso,
entró la enfermera a ponerle sus medicamentos. Mi reacción fue moverme y zafar
mi mano de la de mi papá y cual va siendo mi sorpresa que me no me dejó y
apretó mi mano con fuerza para que no se la soltara.
Sentí como
una cubetada de agua fría de la emoción y del “shock que eso me causó. Yo, aún
incrédula, le pregunté a la enfermera que, si eran reflejos o qué y ella me
dijo que no, que ya estaba saliendo del coma. ¡Otro milagro! Mi papá estaba
despertando y escuchó todo lo que yo le hablaba de Dios.
Pero ese no
fue el gran milagro. En ese momento entendí que yo estaba poniendo a mi papá en
las manos de la Madre más amorosa, de esa que lo llevaría a los brazos del
Padre, a conocer el amor de Dios. Y mi papá había hecho lo mismo conmigo cuando
yo tenía 2 meses de nacida.
Después de
que mi mamá biológica muriera en un accidente, me puso en las manos de la madre
más amorosa -mi abuelita materna- que pude haber tenido y quien me llevó a
conocer el amor de Dios. Yo le estaba pagando a mi papá el acto de amor más
grande que tuvo conmigo, regalarme a una madre, ponerme bajo su cuidado y
protección. Ahora yo le encargaba a mamita María que cuidara y protegiera
el alma de mi papá. Ahora yo ponía a mi papá en las manos de María.
Ese apretón
de manos ha sido algo que aún hoy no tengo palabras para describir con
exactitud. Un milagro, una respuesta, un regalo… Es todo junto. Fue una caricia
de Dios, de mi Madre en medio de tanto dolor. Fue la reafirmación de “No temas,
¿no esto yo aquí que soy tu Madre?” La historia continúa y los milagros
siguieron, aunque las bendiciones llegaron en forma de Cruz…
Luz
Ivonne Ream
Fuente: Aleteia