En una tribu africana cuando alguien hace algo que consideran
incorrecto llevan a la persona al centro de la aldea y toda la tribu viene y lo
rodea...
Tengo una gran capacidad para ver lo malo en el corazón de los
otros. Y me decepcionan. Tantas veces me decepcionan los que creía que eran
perfectos. Su actitud pasiva me escandaliza porque el mal se viste de omisión
en sus vidas. Pasan delante del hombre herido con prisa. No se detienen. No
sanan a los heridos.
Veo el mal en aquellos en los
que creía. Confiaba en su virtud a toda prueba y me fallan. Quiero extirpar su
mal. Tal vez porque deseo que haya personas inmaculadas que reflejen a Dios de
forma perfecta. Tal vez porque me sigue asustando el mal. El pecado.
Y me gustaría que alguien fuera
capaz de estar por encima de todo mal. Puro, inmaculado. Se me olvida que es
imposible. Los hombres siempre me van a
decepcionar. Yo mismo decepciono a otros.
No quiero vivir
escandalizándome del pecado de los demás. Como si sólo tuviera que haber trigo
sin impurezas. En el pecado me arrepiento y soy salvado. Es la esperanza que me
permite no juzgar el pecado de los otros con dureza. Quiero ser más
misericordioso al mirar lo malo en medio de lo bueno de los hombres. Eso me da
más paz.
No juzgo. Es la debilidad del
corazón humano. A veces soy tan duro en mis
juicios… No tolero ciertos pecados. Soy inmisericorde ante ciertos
males. Cuando debería ser puerta de misericordia para los heridos.
Decía el padre José Kentenich: “Hemos de ser los primeros en ser capaces de
sanar a las personas o, al menos hacerlos independientes de su enfermedad”. En la debilidad ajena veo el mal que
yo no deseo. Quiero mirar con ternura. Como mira
Jesús al que peca. Así me mira a mí, así mira el bien y el mal en tantos
corazones. Eso me da paz.
Quiero una mirada nueva sobre
la vida, sobre las personas. No quiero cambiar a nadie. Jesús es
paciente, no juzga, espera. Sabe que al final sacará lo bueno, al final del
camino. Yo quiero cambiar a las personas ya, inmediatamente. Las quiero puras,
sin impurezas. Y me aparto del mal que veo en algunos corazones por miedo a
contaminarme.
No es así. No quiero alejarme. Quiero aprender a convivir con el mal sin asustarme, sin juzgarlo,
sin querer que todo cambie de forma inmediata. Quiero amar al que peca en medio de su pecado. El
amor es lo que logra sacar lo mejor de mi alma. Esa misericordia infinita de
Dios que me salva en mi enfermedad. Ese amor mío por el que puedo sanar a otros.
No quiero juzgar, ni condenar.
No quiero apartarme de los que no son como yo. De los que no actúan como yo
creo que deberían actuar. Callo y no juzgo. Quiero
aprender a ver lo bueno de los demás. Alegrarme con su bondad pura y fuerte.
Mirar al que hace algo mal destacando lo que hace bien.
Hace tiempo me hablaban de una
tribu en África que tiene una hermosa costumbre. Cuando alguien hace algo que consideran incorrecto, ellos llevan a
la persona al centro de la aldea y toda la tribu viene y lo rodea. Durante dos
días, ellos le dicen todas las cosas buenas que él ya ha hecho.
Todos cometemos errores. La comunidad ve aquellos errores como un grito de ayuda. No se
quedan en su error, en su miseria. Se centran en la bondad que hay en su
corazón. Miran lo bueno y se alegran de su vida. Dan gloria a Dios por lo bueno
que hay en su alma.
Esa mirada tan pura sobre los
demás me impresiona. Quiero aprender a mirar así al que me hace daño. Al que me
decepciona. Ver lo bueno que hace. Destacarlo y dar gracias. No quiero quedarme
sólo en lo malo. Quiero ver su bondad y su pureza. No lamentarme por su lado
malo. Alegrarme por lo que Dios me regala con su vida y ser capaz de decírselo. No quedarme sólo en su pecado lamentando su
caída.
Carlos Padilla Esteban
Fuente:
Aleteia