Receptor de la promesa
hecha por Dios al hombre, vino a transformar radicalmente el hecho religioso a
través de una historia de salvación, de epifanía y no de juicio
Si
Jerusalén refleja como ninguna ciudad un espacio de convergencia de los tres
grandes monoteísmos, Abrahán es sin duda el nexo de unión. Cada vez que los
monoteísmos judío, cristiano y musulmán quieren evocar su mejor ideal evocan a
Abraham. “Amigo de Dios”, padre de una estirpe, héroe de la fe, profeta. Primer
escuchante de la llamada. Instrumento de Su Promesa.
En
la Tradición judía la primera de las Dieciocho Bendiciones de la
oración, termina con su nombre. La Biblia reflejó de modo especial el
nacimiento y juventud de Abraham, sus luchas con los reyes de Canaán e
intercesión en Sodoma, su alianza con Dios, circuncisión o cambio de nombre (de
Abram en Abraham) y su relación con Isaac e Ismael. En definitiva, puede
trazarse en la vida de Abraham la de un patriarca ejemplar.
La
exégesis rabínica medieval repitió y desarrolló todos estos aspectos. Su
grandeza radica en concebir la idea de un Dios único e invisible al que
consagró toda su vida. En su simbólico “camino al sur” (Gen 12, 9), nunca
dejó de buscar hasta alcanzar el nivel espiritual más elevado, de compartir
esta experiencia con el mayor número de hombres.
Fue
el “primer prosélito”. Hombre excepcional que superó lo que los midrasim
denominaron las “diez pruebas”. Especialmente la del sacrificio de su hijo.
Su obediencia incondicional es el fundamento teológico del “mérito de
Abrahán”, del que se beneficiaría toda su descendencia.
En
el Antiguo Testamento, los relatos referidos a Abrahán se leen en Génesis 11,
29 a 25, 10. Un ciclo donde pueden encontrarse distintas narraciones; desde la
respuesta a la llamada de Dios, el sacrifico de su hijo Isaac y la renovación
de las promesas.
En
el Nuevo Testamento, la descendencia de Abrahán es el Mesías, hijo de
David (Jn 8, 56). Ejemplo de fe antes de la Ley (Mt 3, 9, Jn 8, 59 o Gál 3,
6-17). Y de una fe extraordinaria en la medida en que se abrió a acontecimientos
que rebasaban los criterios humanos: “esperando contra toda esperanza creyó”
(Rom. 4, 18).
69
veces aparece Ibrahim (Abraham) en el Corán. 250 versículos, 25 suras. En
la Tradición islámica es, ante todo, el modelo religioso del
creyente, rendido sin condiciones a la voluntad del Dios Único. Una cualidad
esencial, si se tiene en cuenta el contexto árabe y politeísta donde nace el
islam.
Abraham
viene a restaurar el monoteísmo. Y por eso dice el Corán que “no fue judío ni
cristiano, sino que fue hanif (puro), sometido a Dios, no asociador” (Qur. 3,
67)
Sin
embargo, el texto coránico va a diferir respecto del desarrollo de los
cronistas musulmanes. En la presentación de Abraham, encontraremos que faltan
los relatos de su nacimiento en Caldea, estancia en Egipto, retorno de Agar e
Ismael o la circuncisión y muerte del patriarca. También se presta poca
atención a la disputa del profeta con su rey respecto al Dios único y la
destrucción de los ídolos.
Puede
decirse que el Corán muestra una presentación muy distinta, al mismo tiempo que
introduce tradiciones nuevas relativas a la fundación de Ka’ba y a la
institución de la peregrinación (véase https://es.aleteia.org/2017/07/04/por-que-la-kaba-es-el-centro-espiritual-del-mundo-islamico/.
De
este modo, en comparación con la Biblia, el Corán contiene elementos
originales. Ya sean entendidos como profundizaciones o como apropiaciones.
Sin
duda el islam debe a Abraham su nombre, su fe. Su Dios es el Dios del
islam. Es padre y modelo de creyente. Ancestro de Mahoma en el islam, por medio
de Ismael, que contribuye a integrar a los árabes a la fe monoteísta y al
universalismo. La trayectoria vital de Abraham se hace liturgia en el
islam.
Su
camino espiritual ha quedado reflejado en el calendario festivo de los
musulmanes. Especialmente en la peregrinación a Meca y en la Fiesta del
Sacrificio (Id al Kabir).
Como
hemos podido comprobar, Abraham es raíz y razón de los tres monoteísmos.
Receptor de la promesa hecha por Dios al hombre, vino a transformar
radicalmente el hecho religioso a través de una historia de salvación, de
epifanía y no de juicio.
María Ángeles Corpas
Fuente:
Aleteia