Hay cosas que no se leen en libros sino sólo en la
vida
Jesús me habla en parábolas, como hablaba a los hombres con los
que compartió el camino. Habla desde el corazón. Quiere calmar su sed, sus
angustias, sus miedos. Sufre por ellos, con ellos. Les habla con voz fuerte y
segura. Sus palabras tienen vida eterna. Todos quieren oírle.
Jesús habla en parábolas.
Cuenta cuentos para explicar la vida. Pone ejemplos concretos, de su vida
diaria. Observa a los hombres en su trabajo. Habla de los campos. De las
semillas. Del trigo que crece en silencio. Les habla de la vida misma para
explicar lo importante.
Es un observador. No vive en
una nube, vive en la tierra. Y sufre con los problemas de los hombres. Habla con ejemplos concretos para que entiendan que Dios actúa en
la naturaleza del hombre. No prescinde de lo humano. Al
contrario. Necesita lo cotidiano para hacerse presente.
Leía sobre Jesús: “Sus parábolas no tienen una finalidad
propiamente didáctica. Lo que Jesús busca no es
transmitir nuevas ideas, sino poner a las gentes en sintonía con experiencias
que estos campesinos o pescadores conocen en su propia vida y que les pueden
ayudar a abrirse al reino de Dios”.
Con ejemplos cotidianos, Dios
se hace presente en sus vidas. Es más fácil entonces
comprender lo incomprensible. Es posible captar algo de lo
que nos parece inabarcable.
Yo necesito ejemplos en mi vida
concreta para ver actuar a Dios. En mi vida concreta, limitada y
frágil está escondida su sabiduría divinae inaccesible. Eso me conmueve
siempre.
Decía el padre José Kentenich: “No se trata de dedicarle más tiempo a la oración
y, con el pretexto de esa necesidad de tiempo, descuidar el trabajo. No; en
realidad podemos cultivar el espíritu de oración en todo momento, aun en los
más difíciles. Podemos estar trabajando en la
aparente superficialidad de la vida cotidiana, pero estar interiormente en lo
profundo”.
Puedo estar unido profundamente
a Dios en mi vida diaria. No tengo que salir de mí mismo para estar con Dios.
Él está en lo más profundo de mi ser. Y está en la aparente superficialidad de
mis días. En lo que hago, en lo que digo, en lo que sufro.
¡Cuántas madres con niños
pequeños añoran los momentos de soledad de su juventud! Justo ahí, en medio de
su rutina embarrada, en medio de los llantos y de las risas, está Dios hablando
en lo escondido.
Tal vez sólo tengo que mirar mi
vida hoy para aceptar que Dios me habla en la parábola de mis días. Porque mi
vida es un cuento. Y puede que alguien que me conozca pueda utilizar lo que a
mí me pasa para hacer tangible a Dios en otras miradas.
Eso hago yo cuando escucho el
alma de un hombre. Trato de ver a Dios oculto en los pliegues de su carne. En
la hondura de sus lágrimas. En la brisa de su risa. Y puedo entonces percibir
las manos de Dios actuando y su amor haciéndose vida.
Se me hace más fácil entonces
describir cómo actúa al verlo actuar en lo más concreto de la vida humana. En
la mía misma. Donde la Palabra que escucho tiene una fuerza nueva. En mis
límites que me hablan de ese hondo mar que yo no abarco.
Y puedo entender su
misericordia en las lágrimas de dolor de quien ha perdido. Y puedo apreciar la
fuerza del reino en medio del pecado que me confiesan labios arrepentidos. Veo
en mi propia carne enferma la vida eterna que brota sin que yo pueda evitarlo.
Y veo al mismo tiempo que son los ejemplos del libro de la vida de los hombres los que
más me enseñan. Mucho más que los otros libros. Dice el P. Kentenich: “El libro que leí es el libro del tiempo, el
libro de la vida, el libro de sus almas santas. Si ustedes no me hubieran
abierto tan francamente su alma, jamás se habría hecho la mayoría de los
descubrimientos espirituales que efectivamente se ha hecho. Porque esas cosas
no se leen en libros sino sólo en la vida”.
En mi vida están las mejores
parábolas. De lo que a mí me ocurre
debería ser capaz de deducir cómo actúa Dios. De lo subjetivo que me sucede
comprendo el actuar objetivo de Dios con cada uno. Eso me da vida.
Dios es concreto. No me mira
desde lejos mientras me lanza mandatos abstractos para que los obedezca. Se
mete en mi corazón, en lo concreto de mi vida y actúa. No lo hace desde lejos.
Por eso, cuando leo a Dios en las almas,
estoy leyendo en parábolas. En esos cuentos que parecen
escritos sólo para mí.
Jesús enseña a otros. Y de esa
vida concreta me enseña a mí. Dios habla en parábolas para
que yo comprenda. En los ejemplos de la vida. Ahí me habla. Me pone mis propios
ejemplos y me ayuda con lo que veo a mi alrededor para saber cómo sigue
actuando hoy.
El libro de la vida es el más
importante. Quiero detenerme a leer las propias parábolas de mi vida. Y
las parábolas de las vidas que conozco. En los ejemplos concretos está su
sabiduría. Su amor actuando de forma oculta. No quiero dejar pasar de lado por
mi vida lo que hoy quiere decirme.
Jesús dice: “¡Dichosos
vuestros ojos, porque ven, y vuestros oídos, porque oyen!”. A mí se me
ha dado el don de entender. A mí que tengo fe porque he creído. Es un don que
no siempre agradezco. Lo doy por evidente. Doy gracias a Dios por entender
algunas de sus parábolas. No todas. Sólo intento interpretarlas correctamente.
A veces no lo logro.
No quiero dejarme llevar sólo
por mis intuiciones. Quiero comprender algunos de los misterios más profundos. Y aceptar que otros permanezcan ocultos para
siempre. Las dudas junto a las certezas. Así es la vida.
Carlos Padilla Esteban
Fuente:
Aleteia