El Papa exhorta a ser
“misioneros de esperanza hoy”
El
Papa ha celebrado audiencia general esta mañana a las 9:40 horas en la Plaza de
san Pedro, donde le esperaban 15.000 peregrinos y fieles procedentes de Italia
y de todos los lugares del mundo (dato de Radio Vaticano).
En
su catequesis de hoy, el Papa ha hablado del tema: “Misioneros de esperanza
hoy”, por ser en el mes de octubre, que en la Iglesia “está dedicado
especialmente a la misión” –ha indicado el Papa–, y también en la fiesta de San
Francisco de Asís, que fue un “gran misionero de esperanza”.
Después
de resumir su catequesis en diversas lenguas, el Santo Padre ha saludado en
particular a los grupos de fieles presentes. La audiencia general ha terminado
con el canto del “Pater Noster” y la bendición apostólica.
A continuación, el texto de
la catequesis del Papa:
Queridos
hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En
esta catequesis quiero hablar sobre el tema de “Misioneros de esperanza hoy”.
Me alegro de hacerlo a principios del mes octubre, que en la Iglesia está
dedicado especialmente a la misión, y también en la fiesta de San Francisco de
Asís, que fue un gran misionero de esperanza.
Efectivamente,
el cristiano no es un profeta de desgracias. Nosotros no somos profetas de
desgracias. La esencia de su anuncio es lo contrario, es lo contrario de la
desgracia: es Jesús, muerto por amor, y que Dios ha resucitado en la mañana de
Pascua. Y este es el núcleo de la fe cristiana. Si los Evangelios acabasen con
la sepultura de Jesús, la historia de este profeta se sumaría a las muchas
biografías de personajes heroicos que dieron la vida por un ideal. El Evangelio
sería entonces un libro edificante, también consolador, pero no sería un
anuncio de esperanza.
Pero
los Evangelios no se acaban con el Viernes Santo, van más allá; y es
precisamente este fragmento ulterior el que transforma nuestras vidas. Los
discípulos de Jesús estaban abatidos ese sábado después de la crucifixión; la
piedra que rodó en la puerta del sepulcro había cerrado también los tres años
de entusiasmo que vivieron con el Maestro de Nazaret. Parecía que todo hubiese
terminado, y algunos, decepcionados y asustados, ya se estaban yendo de
Jerusalén.
¡Pero
Jesús resurge! Este hecho inesperado cambia y subvierte las mentes y los
corazones de los discípulos. Porque Jesús no resurge solo para sí mismo, como
si su renacer fuera una prerrogativa que guardar con celo: si asciende al Padre
es porque quiere que de su resurrección sea partícipe todo ser humano, y eleve
a las alturas a toda criatura. Y en el día de Pentecostés los discípulos son
transformados por el aliento del Espíritu Santo. No tendrán solamente una buena
noticia para llevar a todos, sino que ellos mismos serán diferentes de cómo
eran antes, como nacidos a una nueva vida. La resurrección de Jesús nos
transforma con la fuerza del Espíritu Santo. Jesús está vivo, está vivo entre
nosotros, vive y tiene la fuerza de transformar.
¡Qué
hermoso es pensar que se es anunciador de la resurrección de Jesús no sólo con
palabras sino con los hechos y el testimonio de la vida! Jesús no quiere
discípulos solamente capaces de repetir fórmulas aprendidas de memoria. Quiere
testigos: personas que propagan esperanza con su manera de acoger, de sonreír,
de amar. Sobre todo de amar: porque la fuerza de la resurrección hace que los
cristianos puedan amar aun cuando el amor parece haber perdido sus razones. Hay
un “algo más” que habita la existencia cristiana, y que no se explica
simplemente con la fuerza de ánimo o con un mayor optimismo. La fe, la
esperanza no son solamente optimismo; son otra cosa, son más. Es como si los
creyentes fueran personas con un “trozo de cielo” más sobre sus cabezas. Es
hermoso: somos personas con un trozo de cielo más sobre la cabeza, acompañados
por una presencia que alguno ni siquiera puede adivinar.
Por
lo tanto, la tarea de los cristianos en este mundo es abrir espacios de
salvación, como células de regeneración capaces de devolver la linfa a lo que
parecía perdido para siempre. Cuando el cielo está nublado, es una bendición el
que sabe hablar del sol. El verdadero cristiano es así: no quejumbroso y
enfadado, sino convencido, por la fuerza de la resurrección, de que ningún mal
es infinito, ninguna noche es interminable, ningún hombre está definitivamente
equivocado, ningún odio es invencible por el amor.
Ciertamente,
alguna vez los discípulos pagarán muy cara esta esperanza que les ha dado
Jesús. Pensemos en los muchos cristianos que no han abandonado a su pueblo
cuando ha llegado la hora de la persecución. Permanecieron allí, donde incluso
el mañana era incierto, donde no se podían hacer proyectos, permanecieron
esperando a Dios. Y pensemos en nuestros hermanos, en nuestras hermanas de
Oriente Medio que dan testimonio de esperanza y ofrecen también su vida por
este testimonio. ¡Estos son verdaderos cristianos! ¡Estos llevan el cielo en el
corazón, miran más allá, siempre más allá!. Quien ha tenido la gracia de
abrazar la resurrección de Jesús todavía puede esperar en lo inesperado.
Los
mártires de todos los tiempos, con su fidelidad a Cristo, dicen que la
injusticia no es la última palabra en la vida. En Cristo resucitado podemos
seguir esperando. Los hombres y las mujeres que tienen un “por qué” vivir
resisten más que los otros en tiempos de desgracias. Pero quien tiene a Cristo
a su lado realmente ya no teme nada. Y por esta razón, los cristianos, los
verdaderos cristianos, nunca son hombres fáciles y complacientes. Su
mansedumbre no debe confundirse con un sentido de inseguridad y de pasividad.
San Pablo alienta a Timoteo a sufrir por el evangelio y dice así: “Dios no nos
dio un espíritu de timidez, sino de fortaleza, de caridad y prudencia” (2 T 1, 7).
Caídos, siempre se levantan.
Por
eso, queridos hermanos y hermanas, el cristiano es un misionero de la
esperanza. No por su mérito, sino gracias a Jesús, el grano de trigo que, caído
en la tierra, ha muerto y ha dado mucho fruto (Jn 12, 24).
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Fuente:
Zenit