No quiero exigir al amor humano una perfección que
sólo me será dada en la vida eterna
Me gusta pensar que estas palabras hoy me
las dirige Dios a mí: Bien
sabemos, hermanos amados de Dios, que Él os ha elegido y que, cuando se
proclamó el Evangelio entre vosotros, no hubo sólo palabras, sino además fuerza
del Espíritu Santo y convicción profunda.
La acción del Espíritu obra
milagros en mi vida. El Espíritu cambia mi corazón. Me gusta pensar que soy un
amado de Dios. Él me ama tanto. Me envía su Espíritu para darme la vida, para
darme su amor. Me colma de bendiciones. Me elige y me llama por mi nombre.
Esa predilección de Dios conmigo
me conmueve. Su llamada a estar con Él me calma. Soy suyo, le pertenezco para
siempre. No quiero pertenecer a la iglesia sólo por inercia. Me gusta pensar en
el camino de Dios conmigo y volver a optar por Él.
Pienso en los momentos en los
que se escondía en medio de mi noche. Recuerdo mis momentos de luz en los que
me decía que me amaba. Me gusta saberme amado por Él. Me ama y me lo muestra,
para que no me olvide.
Es verdad que me hace tanto bien
el amor humano. Sé que los amores humanos me llevan al amor de Dios. Y al mismo
tiempo no puedo exigirle a ese amor humano lo que sólo será posible en el
cielo.
Comenta en la Exhortación Amoris
Laetitia el Papa Francisco: Es preciso que el camino espiritual
de cada uno le ayude a desilusionarse del otro, a dejar de esperar de esa
persona lo que sólo es propio del amor de Dios. Esto exige un despojo interior.
El espacio exclusivo que cada uno de los cónyuges reserva a su trato solitario
con Dios, no sólo permite sanar las heridas de la convivencia, sino que
posibilita encontrar en el amor de Dios el sentido de la propia existencia. Hay
que dejar de exigir a las relaciones interpersonales una perfección, una pureza
de intenciones y una coherencia que sólo podremos encontrar en el Reino
definitivo.
No
quiero exigir al amor humano una perfección que sólo me será dada en la vida
eterna. Es cierto que
ese amor infinito es lo que deseo. Para ese amor estoy hecho. Pero aquí en la
tierra sólo puedo amar y ser amado de forma imperfecta. Será sólo un reflejo
del amor eterno.
Dios me ha amado antes de que yo
lo amara. Siempre esa exclusividad en el amor de Dios hacia mí me conmueve.
Decía S. Francisco de Sales: ¡Créete
amado, siéntete amado, sábete amado!. No quiero que se me
olvide.
Dios no me ama porque yo lo ame.
No me ama porque se sienta en deuda conmigo. No me ama cuando lo hago todo
bien. Es así de increíble, Dios me ama de forma gratuita. Sin esperar nada a
cambio.
Y esa experiencia despierta en
mi corazón el amor: Cuando no nos asusta entrar en nuestro
propio centro, introducirnos hacia la agitación de lo más íntimo de nuestra
alma, llegamos a conocer que estar vivo significa ser amado. Esta experiencia
nos dice que podemos amar, sólo porque hemos nacido del amor; dar, porque nuestra
vida es un don, y liberar a los demás porque hemos sido liberados por Aquel
cuyo corazón es más grande que el nuestro [1].
He nacido de un amor más grande.
No estoy en la tierra por azar. Dios tiene un plan de amor para mí. Me ha
creado desde el amor. Me sé amado en mi pobreza. Amado en lo que soy. Eso me
sostiene.
No tengo que hacer grandes cosas
para recibir amor. Ni alcanzar grandes metas. No hay que cumplir muchas
exigencias. Me gusta sentir ese amor gratuito que me ama y se alegra en mí haga
lo que haga.
Decía el P. Kentenich: Alegría
es siempre el estar-en-todo-momento-cobijado-en-Dios. El Padre me quiere. Vive
con alegría, el Señor dirige su mirada hacia ti y te mira. El que lo logra es
un portador de alegría, un maestro de alegría [2].
Esa forma de amar es la de Dios.
No es la mía. Porque yo exijo siempre algo a cambio de mi amor. Quiero que se
cumplan ciertas condiciones para dar todo mi amor. Pero un amor que no espera
nada me parece imposible.
Así lo hace Dios en mí. Me llama
y me ama porque así lo quiere. Se rompe para que su amor me cubra y me
sostenga. Me sé amado por Él y eso hace más firmes mis pasos en la noche. Más
confiados.
Sé que el amor de Dios llega a
todo hombre. Sea cual sea su comportamiento. Eso me impresiona. ¿Es posible ese
amor tan grande? A veces no experimento en mi vida ese amor tan generoso. Y me
duele.
Sé que y yo no soy así en mi
amor. Amo esperando algo. Amo cuando me aman. Y si no me aman surge en mí el
desprecio, la indiferencia, el odio, la rabia. Pero no el amor. Yo no reacciono
así ante el que me ofende. Ante el que habla mal de mí. Ante aquel que me
critica. De cara o a mis espaldas.
No devuelvo amor por odio. No
doy abrazos ante los golpes que recibo. No tengo un corazón tan grande en el
que quepan los que no piensan como yo. Los rechazo y levanto muros que los
alejen de mi vida.
Cuando no me siento amado por
los hombres surge en mí el desamor. No amo pase lo que pase. No puedo hacerlo.
Sé que el amor es lo que me sana por dentro. Es el amor de donde vengo.
Es el amor hacia el que voy: La
clave no está en hacer muchas o pocas cosas, ni siquiera en tener éxito en el
intento, en el proyecto, en la huella… sino en amar. Vivir con una pasión que
nos empuje a arriesgar, a emprender, a dar todo lo posible, y a veces un poco
más. No por voluntarismo. No porque «hay que» hacerlo. Porque algo te quema
dentro, y te dice que es posible. Porque cuando das un paso, luego viene otro,
y otro, y otro más, y con ellos la alegría honda. Porque la vida es para darla,
y eso no tiene que ver con cómo morir, sino con cómo vivirla. Buscando. Amando.
Creciendo por dentro y construyendo por fuera. Dejándose envolver por un Dios
distinto [3].
Desde el momento en que me sé
amado es posible emprender un camino nuevo. Puedo así recorrer la vida de forma
diferente. Amar como respuesta al odio. Abrazar ante los rechazos. Es ese
amor de Dios el que me salva.
Carlos Padilla Esteban
Fuente:
Aleteia