Vocación
es el llamado que Dios nos hace constantemente de vivir en Él desde el lugar
específico en que vivimos
Son pocos los que reconocen haber nacido para ser lo
que son y los que no cambiarían de tarea si volvieran a nacer. Todos hemos sido
llamados a vivir. Entre los miles de millones de seres posibles fuimos nosotros
los invitados a la existencia. Cada uno a un lugar específico en este
mundo. Eso es la vocación. Ésta, no solo se refiere a los
que sienten un llamado particular a entregar su corazón a Dios, sino al llamado
que nos hace constantemente de vivir en Él.
Leamos un texto que nos puede ayudar a entender mejor
lo que estoy queriendo decir:
«(…) Fuimos llamados a realizar en este mundo una
tarea muy concreta, cada uno la suya. Todas son igualmente importantes, pero
para cada persona solo hay una -la suya- verdaderamente importante y necesaria.
Porque la vocación no es un lujo de elegidos ni un sueño de quiméricos. Todos
llevan dentro encendida una estrella. Pero a muchos les pasa lo que ocurrió en
tiempos de Jesús: en el cielo apareció una estrella anunciando su llegada y
sólo la vieron los tres Magos. Y es que –como comenta Rosales en un verso
milagroso– “la estrella es tan clara que mucha gente no la ve”. Efectivamente,
no es que la luz de la propia vocación suela ser oscura. Lo que pasa es que
muchos las confunden con las tenues estrellas del capricho o de las ilusiones
superficiales. Y que, con frecuencia, como les ocurrió también a los Magos, la
estrella de la vocación suele ocultarse a veces -y entonces hay que seguir
buscando a tientas- o que avanza por los extraños vericuetos de las
circunstancias. Y, sin embargo, ninguna búsqueda es más importante que
ésta y ninguna fidelidad más decisiva» (José Martín Descalzo).
Una vocación no es un sueño, ni un capricho pasajero.
Es la respuesta a un amor, una exigencia que arde en el interior y que
tiene que realizarse. Tiene vocación el que no sería capaz de vivir sin
realizarla. Esto brota de la experiencia más profunda y esencial de lo que la
vocación consagrada significa para mí; pero también sé que estas palabras
pueden ser bonitas e inspiradoras, pero a la vez poco comprensibles. Y es que
la vocación requiere mucho realismo, pues (para que negarlo) todas las
aventuras espirituales tienen mucho de calvario. El que se embarca
en una verdadera vocación sabe que será feliz, pero sabe también que no vivirá
cómodo, sabe que compartirá la Cruz de Cristo y llevará en él sus heridas.
El testimonio de Almudena, una linda y joven monja
carmelita, producido por nuestros amigos de arguments,
es una prueba de ello. La vocación no llega de la nada, nadie te la impone y no
es un camino de rosas. Es un camino arduo y serio que requiere estar
dispuesto a morir un poco cada día. Se llega a él a través de una
profunda historia de amistad y de amor con Jesús. A través de una
comunión profunda entre dos personas en la Eucaristía. Es algo entre Dios y tú.
Existe la mediación de los seres humanos, pero quien pide la vida es Él y a
quien le entregas el corazón es a Él. La vocación implica realizar en tu
propia vida ese paradójico éxodo: adentrarte en lo más profundo de ti mismo
para salir. Una salida guiada por el amor cuando descubres que hay alguien que
te ama y a quien tú amas más que a tu propia vida. Cuando descubres que
es un amor que te atrae y te expande, un amor que te concentra y te
agiganta y, a la vez, te hace ser profundamente pequeño.
«En la raíz de toda vocación cristiana se encuentra
este movimiento fundamental de la experiencia de fe: creer quiere decir
renunciar a uno mismo, salir de la comodidad y rigidez del propio yo para
centrar nuestra vida en Jesucristo; abandonar, como Abrahán, la propia tierra
poniéndose en camino con confianza, sabiendo que Dios indicará el camino hacia
la tierra nueva. Esta «salida» no hay que entenderla como un desprecio de la
propia vida, del propio modo sentir las cosas, de la propia humanidad; todo lo
contrario, quien emprende el camino siguiendo a Cristo encuentra vida en
abundancia, poniéndose del todo a disposición de Dios y de su reino. Dice
Jesús: «El que por mí deja casa, hermanos o hermanas, padre o madre, hijos o
tierras, recibirá cien veces más, y heredará la vida eterna» (Mt 19,29). La
raíz profunda de todo esto es el amor. En efecto, la vocación
cristiana es sobre todo una llamada de amor que atrae y que se refiere a algo
más allá de uno mismo, descentra a la persona, inicia un «camino permanente,
como un salir del yo cerrado en sí mismo hacia su liberación en la entrega de
sí y, precisamente de este modo, hacia el reencuentro consigo mismo, más aún,
hacia el descubrimiento de Dios» (Benedicto XVI).
Y como nos dice Descalzo: «Benditos los que saben
adónde van, para qué viven y qué es lo que quieren, aunque lo que quieran sea
pequeño. De ellos es el reino de estar vivos».
Por: Luisa Restrepo
Fuente: Catholic-link.com