Cuando lo que se rompe está dentro del alma es todo
mucho más difícil. No hay piezas de repuesto
Reconozco que me cuesta aceptar y tener paz
cuando las cosas se rompen. Un
golpe seco y se rompe un jarrón, un móvil, un vaso de cristal, una obra de
arte. En un solo segundo dejan de estar unidas las piezas de un objeto, el que
sea. Me da rabia que pierda su integridad. Antes de romperse tenía un aspecto
bello, perfecto.
Las cosas rotas son difíciles de
recomponer. Unas más que otras. Me duele cuando he sido yo con mi torpeza el
causante. Un movimiento brusco, un despiste. Y no puedo recomponer lo roto.
Un solo segundo. Un instante.
Quisiera detener el tiempo y retrasar la aguja del reloj tan solo unos minutos.
Un paso previo. La vida puede cambiar en un instante. Una decisión equivocada.
Una palabra fuera de lugar. Un error. Un desliz. Un gesto. Un silencio. Un
comentario desafortunado.
Cuando
lo que se rompe está dentro del alma es todo mucho más difícil. No hay piezas
de repuesto. La
herida es profunda en un lugar indefinido en la hondonada de mi alma.
Me duele todo por dentro. Y no
encuentro la forma de volver al instante anterior a ese segundo en el que
sucedió todo lo que yo no deseaba. En ese momento se rompe algo dentro del
alma. Sé que se rompe para siempre.
Un sonido sordo. Luego trato de
unir las piezas, unir las grietas, recomponer los pedazos perdidos, sanar las
heridas profundas. Basta un segundo para que se rompa algo dentro de mí para
siempre. O para que yo rompa para siempre algo dentro de alguien a quien
quiero.
Conozco mis límites. Se lo que
puedo provocar con mis palabras y con mis silencios. Sé lo que puede hacer mi
mano, mi fuerza, mi rabia, mi enfado. Sé lo que mi ironía ocasiona en otros.
Tal vez pierdo el respeto y causo más heridas de las deseadas.
Peter Senge comenta en su obra La
Quinta Disciplina: Entre las tribus del norte de Natal,
Sudáfrica, el saludo más común, equivalente a nuestro ‘hola’, es la expresión
‘Sawu bona’. Quiere decir: – Yo te respeto, yo te valoro. Eres importante para
mí. En respuesta las personas contestan Shikoba, que significa: – Entonces, yo
existo para ti.
No siempre miro de esta forma a
las personas. Por eso las rompo a veces. Me falta el respeto profundo. El amor
que enaltece. Quiero decir siempre: Te respeto. Te valoro. Eres importante.
Son expresiones que me callo
tantas veces. Uso otras más violentas y las arrojo contra los que me ofenden. O
contra los que no piensan como yo. Las arrojo como piedras con orgullo, casi
con rabia. Y algo se rompe. Hago daño.
Y de repente la distancia se
agranda. Ya no hay lazos tan firmes. Escucho el ruido sordo de la ruptura. Como
un quejido profundo. Y no puedo volver a hacer que las cosas sean igual que
antes. Bastó un segundo insensato para ponerlo todo del revés.
Ni yo mismo entiendo mis
salidas, mis reacciones, mi ira. Pero reconozco que rompo a otros. Y otros me
rompen. No es un vaso el que cae roto en mil pedazos. Es el alma. Y su ruido es
sordo. Como el del cristal al romperse contra una roca.
Intento
juntar las piezas. Busco el medio de sanar la herida. Pero la ruptura parece
definitiva. Tal
vez comprendo entonces que el paraíso no es la tierra. En el paraíso no hay
rupturas, ni dolor. No hay quiebres, no hay llanto. En la tierra sí.
Decía el P. Kentenich: Ya no
tenemos el paraíso, pero tenemos paraísos. ¿Qué significa que no tenemos el
paraíso? Aquí en la tierra, el paraíso, así como era en el estado previo al
pecado original, no es alcanzable. Nos enorgullecemos de que el único fruto del
paraíso sea María. Un día, en el cielo, todos volveremos a ser, en forma plena,
como eran Adán y Eva antes del pecado original, antes de su caída [1].
María es el paraíso en la
tierra. En el cielo volveremos a vivir el paraíso. Pero mi alma añora ese
estado en el que Jesús unirá las piezas de mi vida. En el que ya no habrá ese
pecado que rompe el alma. Las piezas rotas estarán unidas.
Estaré desnudo e íntegro ante su
rostro, con mis heridas. Y Dios desenredará los nudos. Acariciará las heridas.
Entonces mi vida será paraíso para siempre. Con cicatrices que me recuerden lo
que he vivido y sufrido, lo que he amado.
Pero sé que aquí en la tierra no
hay paraíso completo. Aunque sí hay personas que pueden ser paraíso para mí.
Son capaces de crear paraísos pequeños donde puedo descansar yo que estoy roto.
No gritan. No tienen ira. Respetan y enaltecen. Unen, nunca rompen.
No dejan caer lo sagrado.
Acarician a los que están más heridos. Y sostienen a los que ya no pueden
caminar. Son paraísos visibles. Sanan heridas. Unen las piezas rotas.
Desenredan los nudos. Son pocas. Pero me hablan del cielo. Su voz acaricia mi
dolor. Y su presencia me devuelve el aroma de lo eterno.
Quiero ser yo también paraíso
para otros. No romper. Unir siempre. Porque ya hay otros muchos que hacen de su
entorno un infierno, lleno de rupturas.
En el cielo, estoy seguro, no
habrá distancias. Y las diferencias se confundirán en un abrazo. Y se
comprenderá al que habla distinto. Y será fácil compartir la mesa con
cualquiera. Piense lo que piense.
Y si así es en el cielo, yo
quiero, eso seguro, ayudar a que sea un poco así en esta tierra. Previvir el
cielo. Con mis manos torpes que dejan caer el cristal. Con mis palabras bruscas
que hieren en lo profundo. Me decido a cambiar mis gestos, a tender mis manos,
a callar mis rabias, a ahogar ciertas palabras.
Me levanto y me pongo en camino.
No quiero que se rompa nada más estando yo cerca. Hoy lo decido de nuevo. Uno,
ato, salvo, sano, acaricio, cuido, callo, acojo, desenredo. Y
decido no romper nada más entre mis manos.
Carlos Padilla Esteban
Fuente:
Aleteia