Religiosa Misionera, 2 de
diciembre
«El mensaje que
la Beata Liduina Meneguzzi aporta hoy a la Iglesia y al mundo es la esperanza
de rescatar al hombre de su egoismo y de aberrantes formas de violencia.
Un amor que es
una invitación a la solidaridad y a la práctica del bien, siguiendo
el ejemplo de Jesús que vino no para ser servido sino para servir y dar su
vida en rescate por todos los hombres». (cfr. Decreto sobre la heroicidad de
las Virtudes)
Pertenece a una familia de modestos campesinos, pero rica en honestidad y fe, valores que la niña asimila desde muy temprana edad; demuestra un vivo espíritu de oración: participa cada día en la Misa aunque tenga que caminar casi dos kilómetros, frecuenta la catequesis, más tarde será catequista Reza, durante las noches con su familia y es feliz de poder hablar de Dios a sus hermanos.
A los
catorce años, para ayudar económicamente a su familia, empieza a trabajar fuera
de casa y lo hace como empleada doméstica de familias acomodadas y en los
hoteles de Abano, ciudad reconocida por sus tratamientos termales.
Su
carácter es dulce, siempre disponible y se hace amar y apreciar en cualquier
lugar.
Deseosa
de consagrar su vida a Dios, el 5 de marzo de 1926, ingresa en la Congregación
de las Hermanas de San Francisco de Sales en la Casa Generalicia de Padua. Allí
realiza su entrega a Dios y difunde en torno a sí los tesoros de su gran
corazón.
Realiza
con amor su trabajo como encargada del cuidado de la ropa, enfermera y
sacristana entre las jóvenes del Colegio de la Santa Cruz; éstas ven en ella la
amiga buena capaz de ayudarlas en sus problemas con sus sabios consejos. Deja,
en todas ellas, huellas de imborrable ternura, de valiente serenidad y de
probada paciencia.
Realiza
por fin su gran sueño que desde siempre guarda en su corazón: irse en 1937 a
tierras de misión y llevar la fe y el amor de Cristo a muchos hermanos que no
lo conocen. Las Superioras la envían como misionera a Etiopía, a la ciudad
cosmopolita de DireDawa, en donde viven gentes de diversas costumbres y
religiones. La humilde hermana dedica con fervor toda su actividad misionera en
este mundo. No tiene gran cultura teológica pero sí una fuerte riqueza
interior, alimentada por un profundo trato con Dios. Trabaja como enfermera en
el Hospital Civil Parmi, que una vez estallada la guerra se habilita como
hospital militar, donde llegan los soldados heridos. Sor Liduina es
verdaderamente para ellos un «àngel de caridad». Cuida los males fisicos con
ternura e incansable dedicaciòn viendo la imagen de Dios en cada herniario que
sufre.
Su
nombre se encuentra muy pronto en boca de todos: la buscan, la invocan como una bendición. La gente del lugar la llaman «Hermana Gudda» (grande). Arrecian los
bombardeos en la ciudad y todos en el hospital piden ayuda con un solo grito:
«!Socorro, hermana Liduina!». Y ella sin preocuparse del peligro, lleva los
heridos al refugio y corre, inmediatamente, a socorrer a otros. Se inclina ante
los moribundos para sugerirles el acto de contrición y con su inseparable
botellita de agua bautiza a los niños moribundos.
Su
entrega no conoce límites; ayuda con un verdadero espíritu ecuménico a todos:
italianos, blancos y negros, católicos, coptos, musulmanes y paganos.
Le
gusta hablar, especialmente, de la bondad de Dios Padre y del cielo preparado
para todos sus hijos.
Todo
esto hace que la gente del lugar, casi todos musulmanes, queden fascinados y
manifiesten una gran simpatía por la religión católica.
Por
lo cual se le atribuye el apelativo de «llama ecuménica» porque ya antes del
Concilio Vaticano II realiza uno de los aspectos más recomendados del
ecumenismo. Los santos se anticipan a su tiempo: son como faros luminosos que
señalan la dirección justa en la obscuridad más densa.
Mientras
tanto una enfermedad incurable mina su salud; acepta con paz y serenamente su
situación; sufre y se consume cumpliendo con valor su preciosa obra de amor
entre los enfermos.
Se
somete por fin a una delicada operación quirúrgica que parece superar, pero las
cosas se complican y una parálisis intestinal, el 2 de Diciembre de 1941, corta
su vida.
La
hermana Liduina muere santamente a los 40 años de edad entregada completamente
a la voluntad de Dios y ofreciendo su existencia por la paz del mundo.
Un
médico que estaba presente allí, afirmaba: «Nunca he visto morir a alguien con
tanta paz y serenidad».
Los
soldados, que la quieren como una de su propia familia la hacen enterrar en el
cementerio reservado para ellos. Los restos mortales de la hermana Liduina,
después de 20 años son trasladados, en junio de 1961, a Padua, a una capilla de
la Casa Generalicia donde devotos y amigos peregrinan a su tumba para invocar
su intercesión ante Dios.
Fuente:
Vatican.va