Discurso en el encuentro
con religiosos y sacerdotes
El
Papa pronunció un discurso improvisado, entregando al Cardenal Mons. Patrick
D´Rozario el que tenía preparado.
Discurso
del Papa Francisco (improvisado)
Queridos
hermanos y hermanas:
Gracias
al arzobispo Mosés Costa por su introducción y gracias por las intervenciones
de ustedes. Acá les he preparado un discurso de ocho páginas. ¡Pero
nosotros vinimos aquí a escuchar al Papa, no a aburrirnos!
Por
eso, para no aburrirnos, le voy a dar este discurso al señor Cardenal. Él lo va
a hacer traducir al bengalí y yo les voy a decir lo que se me ocurre ahora.
No
sé si será mejor o peor, pero les aseguro que va a ser menos aburrido. Cuando
iba entrando y saludándolos a ustedes, me vino una imagen del profeta Isaías.
Precisamente, la primera lectura que leeremos el próximo martes. En aquellos
días surgirá un pequeño brote de la Casa de Israel. Ese brote crecerá, crecerá,
y llenará con el Espíritu de Dios: Espíritu de sabiduría, de inteligencia, de
ciencia, de piedad, de temor de Dios. Isaías, de alguna manera, describe ahí lo
pequeño y lo grande de la vida de fe. De la vida de servicio a Dios. Y,
hablando de vida de fe y servicio a Dios, les incluye a ustedes porque son
hombres y mujeres de fe. Y que sirven a Dios.
Empecemos
por el brote. Sí, brota lo que está adentro, lo que está dentro de la tierra. Y
esa es la semilla. La semilla no es ni tuya, ni tuya, ni mía. La semilla la siembra
Dios y es Dios el que da el crecimiento. Yo soy el brote, cada uno de nosotros
puede decir. Sí, pero no por mérito tuyo, sino de la semilla que te hace
crecer.
¿Y
yo qué tengo que hacer? Regarla. Regarla. Para que eso crezca y llegue a esa
plenitud del espíritu. Es lo que ustedes tienen que dar como testimonio. ¿Cómo
se puede regar esta semilla? Cuidándola. ¡Cuidando la semilla y cuidando el
brote que empieza a crecer! Cuidar la vocación que hemos recibido. Como se
cuida a un niño, como se cuida a un enfermo, como se cuida a un anciano. La
vocación se cuida con ternura humana. Si en nuestras comunidades, si en
nuestros presbiterios falta esa dimensión de ternura humana, el brote queda
chiquito, no crece, y quizá se seque. Cuidar con ternura. Porque cada hermano
del presbiterio, cada hermano de la Conferencia Episcopal, cada hermano o
hermana de mi comunidad religiosa, cada hermano seminarista, es una semilla de
Dios. Y Dios la mira con ternura de padre. Es verdad que de noche viene el
enemigo y tira otras semillas. Y se corre el riesgo de que la buena semilla
quede ahogada por la mala semilla.
Qué
fea que es la cizaña en los presbiterios… qué fea es la cizaña en las
conferencias episcopales… qué fea es la cizaña en las comunidades religiosas y
en los seminarios. Cuidar el brote, el brote de la buena semilla, e ir viendo
cómo crece. E ir viendo cómo se distingue de la mala semilla y de la mala
yerba. Uno de ustedes —creo que fue Marcel— dijo: «Ir discerniendo cada día
para ver cómo crece mi vocación». Cuidar es discernir. Y darse cuenta de que la
planta que crece, si va por este lado y la veo todos los días, crece bien. Si
va por este otro lado y la descuido, crece mal. Y darme cuenta cuándo está
creciendo mal o cuándo hay compañías o amigos o personas o situaciones que
amenazan el crecimiento. Discernir… y solamente se discierne cuando uno tiene
un corazón orante. Orar. Cuidar es orar. Es pedirle a quien plantó la semilla
que me enseñe a regarla. Y si yo estoy en crisis, o me quedo dormido, que la
riegue un tiempito por mí.
Orar
es pedirle al Señor que nos cuide. Que nos dé la ternura que nosotros tenemos
que dar a los demás. Esta es la primera idea que les quería dar. La idea de
cuidar esa semilla para que el brote crezca hasta la plenitud de la sabiduría
de Dios. Cuidarla con la atención, cuidarla con la oración, cuidarla con el
discernimiento. Cuidarla con ternura. Porque así nos cuida Dios: con ternura de
padre.
La
segunda idea que me viene es que en este jardín del Reino de Dios no hay
solamente un brote. Hay miles y miles de brotes; todos nosotros somos brotes. Y
no es fácil hacer comunidad. No es fácil. Siempre las pasiones humanas, los
defectos, las limitaciones, amenazan la vida comunitaria. Amenazan la paz. La
comunidad de la vida consagrada, la comunidad del seminario, la comunidad del
presbiterio y la comunidad de la Conferencia Episcopal tienen que saber
defenderse de todo tipo de división. Nosotros ayer agradecimos a Dios por el
ejemplo que da Bangladesh en el diálogo interreligioso. Y citamos… uno de los
que habló citó una frase del cardenal Tauran, cuando dijo que Bangladesh es el
mejor ejemplo de armonía en el diálogo interreligioso. [APLAUSO] El aplauso es
para el cardenal Tauran. Si ayer dijimos esto del diálogo interreligioso,
¿vamos a hacer lo contrario en el diálogo dentro de nuestra fe, de nuestra
confesión católica, de nuestras comunidades? Ahí también Bangladesh tiene que
ser ejemplo de armonía.
Hay
muchos enemigos de la armonía. Hay muchos. A mí me gusta mencionar uno, que
basta como ejemplo. Quizás alguno me puede criticar porque soy repetitivo, pero
para mí es fundamental: el enemigo de la armonía en una comunidad religiosa, en
un presbiterio, en un episcopado, en un seminario, es el espíritu del chisme.
Y
esto no es novedad mía. Hace dos mil años lo dijo un tal Santiago en una carta
que escribió a la Iglesia. La lengua, hermanos y hermanas, la lengua. Lo que
destruye una comunidad es el hablar mal de otros. El subrayar los defectos de
los demás. Pero no decírselo a él, decírselo a otros, y así crear un ambiente de
desconfianza, un ambiente de recelo, un ambiente en el que no hay paz y hay
división. Hay una cosa que me gusta decirla como imagen de lo que es el
espíritu del chisme: es terrorismo. Terrorismo.
Porque
el que va a hablar mal de otro no lo dice públicamente. El que es terrorista no
dice públicamente «soy terrorista». El que va a hablar mal de otro va a
escondidas, habla con uno, tira la bomba y se va. Y la bomba destruye. Él se va
lo más tranquilo, lo más tranquila, a tirar otra bomba. Querida hermana, querido
hermano, cuando tengas ganas de hablar mal de otro muérdete la lengua. Lo más
probable es que se te hinche, pero no harás daño a tu hermano o a tu hermana.
El
espíritu de división. Cuántas veces en las cartas de san Pablo leemos el dolor
que tenía san Pablo cuando en la Iglesia entraba ese espíritu. Claro, ustedes
me pueden preguntar: «Padre, pero si yo veo un defecto en un hermano, en una
hermana, y lo quiero corregir, o quiero decirle, y no puedo tirar la bomba,
¿qué hago?». Puedes hacer dos cosas, no te las olvides nunca: primera, si es
posible —porque no siempre es posible— decírselo a la persona. Cara a cara.
Jesús nos da ese consejo. Es verdad que alguno de ustedes me puede decir: «No,
que no se puede, padre, porque es una persona complicada». Como vos,
complicado. Está bien. Puede ser que no convenga por prudencia. Segundo
principio: si no puedes decírselo a él, díselo a quien pueda poner remedio. Y a
ninguno más. O lo decís de frente, o se lo decís a quien puede poner remedio,
¡pero en privado! Con caridad. Cuántas comunidades —no hablo de oídas… hablo de
lo que vi—, cuántas comunidades he visto destruirse por el espíritu del chisme.
Por favor, muérdanse la lengua a tiempo.
Y
lo tercero que quisiera mencionar, por lo menos no es tan aburrido. Después, lo
aburrido lo van a tener ahí en el texto. Es procurar tener —pedir y tener—
espíritu de alegría. Sin alegría no se puede servir a Dios. Yo le pregunto a
cada uno de ustedes, pero se lo contestan adentro, no en voz alta: «¿Qué tal tu
alegría?». Les aseguro que da mucha pena cuando uno encuentra sacerdotes,
consagrados, consagradas, seminaristas, obispos, amargados. Con una cara
triste, que a uno le da ganas de preguntarle: «¿Cómo fue tu desayuno hoy? ¿Qué
tomaste, vinagre?». Cara de vinagre.
O
esa amargura del corazón, cuando viene la semilla mala y dice: ¡ah, mira! A
este lo hicieron superior, a esta la hicieron superiora, a este lo hicieron
obispo, y a mí me dejan de lado. Ahí no hay alegría. Santa Teresa, la grande,
santa Teresa tiene —es una maldición— una frase que es una maldición. Se la
dice a sus monjas: ay de la monja que dice haciéronme sinrazón (injusticia).
Usa una palabra castellana: sinrazón. O sea, me hicieron algo que no es
razonable. Cuando ella, decía, encontraba monjas que estaban lamentándose
porque no me dieron lo que me debían dar, o no me ascendieron, o no me hicieron
priora… por mal camino va. Alegría. Alegría aún en los momentos difíciles. Esa
alegría que si no puede ser risa, porque es mucho dolor, es paz.
Me
viene una escena de la otra Teresa, la chica. Teresa del Niño Jesús. Ella tenía
que acompañar todas las noches al refectorio a una monja vieja inaguantable, de
mal genio, muy enferma, pobrecita, que se quejaba de todo. Y que si la tocaba
de acá, «no, que me duele»; que si la tocaba de allá, lo mismo… y así la tenía
que acompañar al refectorio. Una noche, mientras la acompañaba por el claustro,
sintió de un palacio vecino la música de una fiesta. La música de gente que se
divertía bien, gente buena, como ella lo había hecho y lo había visto hacer a
sus hermanas, y se imaginó a la gente que bailaba, y ella dijo: «Mi gran
alegría es esta, no la cambio por otra». Aun en los momentos de problemas, de
dificultad en la comunidad, tener que tolerar a veces a un superior o una superiora
un poquito rara. Aún en esos momentos, decir: «Contento, Señor, contento». Como
decía san Alberto Hurtado.
La
alegría del corazón. Les aseguro que a mí me da mucha ternura cuando me
encuentro con sacerdotes, obispos o monjas ancianos que han vivido con plenitud
la vida. Los ojos son indescriptibles. Están llenos de alegría y de paz. Los
que no vivieron así la vida, Dios es bueno, Dios los cuida, pero les falta ese
brillo en los ojos que tienen los que fueron alegres en la vida.
Traten
de buscar —sobre todo se ve más en las mujeres—, traten de buscar en las monjas
viejas, esas monjitas que toda su vida estuvieron sirviendo, con mucha alegría
y paz, tienen unos ojos pícaros, brillantes. Porque tienen la sabiduría del
Espíritu Santo. El pequeño brote, en esos viejos y esas viejas, se hizo la
plenitud de los siete dones del Espíritu Santo. Acuérdense de esto el martes,
cuando escuchen la lectura en la Misa. Y pregúntense a sí mismos: ¿Cuido el
brote? ¿Riego el brote? ¿Cuido el brote en los demás? ¿Tengo miedo de ser
terrorista y, por lo tanto, no hablo nunca mal de los demás y me abro al don de
la alegría? A todos ustedes les deseo que, cuando —como el buen vino— la vida
los madure hacia el final, los ojos brillen de picardía, de alegría y de
plenitud del Espíritu Santo. Recen por mí, como yo rezo por ustedes.
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