Aceptar la verdad es lo que me hace libre, el
engaño es lo que me llena de ansiedad y tristeza
Pienso que necesito adherirme a la verdad
de mi vida dejando de lado las mentiras que me pesan.
Muchas veces
vuelve a mi corazón esa afirmación de san Juan, cuando dice que la verdad me
hará libre. La verdad sobre mí. La verdad en mi vida. La verdad que deseo y
anhelo. La verdad en la que me reconozco y encuentro mi camino.
No hay nada
que me haga más daño que la mentira. El engaño envenena mi alma. Enturbia
la luz que ilumina mis pasos.
Tengo la opción de vivir en la verdad o
vivir en la mentira.
Engañar y ser
engañado. Pero en ocasiones no me siento capaz de aceptar toda la verdad. No
tengo fuerzas para enfrentar los hechos como son. Tengo miedo.
No soy capaz
de hacer frente a toda la verdad sobre mi vida. Mi historia, mi presente. No
soy capaz de cargar con todo y aceptar sin dudar todo lo que Dios quiere de mí.
El otro día
leía: “Quiero
vivir al lado de gente humana, muy humana. Que sepa reír de sus errores. Que no
se envanezca con sus triunfos. Que no se considere electa antes de la hora. Que
no huya de sus responsabilidades. Que defienda la dignidad humana. Y que desee
tan sólo andar del lado de la verdad y la honradez”.
Me gustan las
personas así. Humanas, verdaderas, sinceras.
Que aceptan su vida y la viven sin miedo.
Quiero besar
la verdad de mi vida y dejar de lado las mentiras que se me han pegado en la
piel con el paso de los años.
La verdad me
hará libre, lo sé. Si la tomo entre mis manos y se la ofrezco a Dios. La verdad
sobre lo que Él quiere que haga con mi vida. La verdad oculta en sus planes.
Muchas veces
no conoceré toda la verdad. No sabré todo lo que me va a pasar en el camino. No
es lo más importante. Lo que vale es aceptar mi vida en toda tal
como es, sin tapujos. Sin temer tanto lo que puede suceder
mañana, pasado mañana.
Cuentan una
anécdota del tiempo del padre José Kentenich en Dachau: “El sacerdote alsaciano Haumesser que estuvo
en el campo de concentración de Dachau con el Padre Kentenich se acercó a él y
le dijo: – Padre, disculpe, yo quiero hacerle sólo una pregunta que para mí es
muy importante. Lo único que le pido es que no me engañe, que me diga la
verdad, ¿cree usted que vamos a salir con vida de este infierno de Dachau? El
Padre se sonrió y le dijo: – Yo no creo que esa sea la pregunta más importante
en este momento. La pregunta más importante en este momento es si aquí, en este
infierno de Dachau, hacemos o no la voluntad de Dios”[1].
No necesito conocer toda la verdad. No preciso saber lo que va a suceder
al final del camino o mañana. No es relevante. No hace falta que conozca todo
sobre todos. Tampoco sobre mí mismo. A lo mejor no puedo soportar tanta verdad.
Pero sí
necesito saber qué es lo que tengo que hacer. El Padre Kentenich fue un
enamorado de la verdad. Pero cuando esa verdad era especulativa y estaba separada
de la vida, sufrió con amargura.
A veces me
puede pasar. Veo una verdad objetiva. Y una realidad que no encaja. Me frustro,
me desespero, me amargo.
Amar la verdad es necesario. Pero amando al
hombre, amando la vida concreta que vivo, amando a las personas sin querer que encajen en mi verdad.
Aspiro a vivir en la verdad, para que mi vida responda al sueño de Dios
conmigo.
No conozco la
verdad de todo lo que hago. En ocasiones sentiré mentiras que me duelen.
Desearé liberarme de lo que me ata.
Quiero reconocer
el sueño verdadero que tiene que ver conmigo. Quiero conocerme de verdad, a
fondo, liberado de cadenas que me engañan. Liberando a otros. Aceptar la verdad
es lo que me hace libre. El engaño es lo que me llena de ansiedad y tristeza.
Le pido a
Dios que me enseñe a descubrirme en mis pequeñas mentiras. Esas que justifico y
me hacen pensar que soy bueno. Quiero fiel al sueño de Dios conmigo. La verdad
me hará libre y me hará feliz.
Cuando
descubro que lo importante es lo que el Padre Kentenich señala como camino: “El
mejor medio para la felicidad personal me parece que es el empeño por brindar
alegrías a los demás”[2]. Dar
alegrías a los demás. Darles paz. En lugar de vivir obsesionado con ser yo
feliz en todo lo que hago.
Tal vez puedo
aprender a darme cuenta de mis justificaciones. Adorno las cosas para que
parezcan lo que no son. Escondo mis verdaderas razones sin reconocer mi
auténtica motivación.
Tengo que mirar con sinceridad mi vida, con
honestidad.
Tal vez por
eso admiro tanto a las personas honestas. No se creen nada especial. Son lo que
son, sin máscaras. Se enfrentan a la vida con humildad.
Me gustan las
personas sinceras. Y a mí me hace bien ser honesto en todo lo que hago y
pienso. Lo demás poco importa. Lo sé muy bien, pero de repente me
encuentro justificando todo lo que hago.
Carlos Padilla
Esteban
Fuente: Aleteia