Última catequesis dedicada
a la Santa Misa
El Papa Francisco bendice a un niño © Vatican Media |
"La Misa es como la semilla, la semilla de trigo que después en la vida ordinaria crece, crece y madura con las buenas obras, en las actitudes que hacen que nos parezcamos a Jesús."
El
Santo Padre Francisco ha celebrado la Audiencia General esta mañana, a las 9:30
horas en la Plaza de San Pedro, ante miles de peregrinos y fieles de Italia y
de todo el mundo.
El
Santo Padre ha dedicado su catequesis a los ritos de conclusión de la Santa
Misa.
“Cada
vez que salgo de misa, tengo que salir mejor que cuando entré, con más vida,
con más fuerza, con más ganas de dar testimonio cristiano”, ha explicado
Francisco.
A
través de la Eucaristía –ha señalado– el Señor Jesús entra en nuestro corazón y
en nuestra carne, para que podamos “expresar en la vida el sacramento recibido
en la fe”.
En
verdad, al acrecentar nuestra unión con Cristo, la Eucaristía
actualiza la gracia que el Espíritu nos ha dado en el Bautismo y la
Confirmación, para que nuestro testimonio cristiano sea creíble, ha dicho el
Papa.
RD
A
continuación, sigue la catequesis del Papa Francisco, pronunciada en italiano y
traducida al español por la Oficina de Prensa del Vaticano:
***
Catequesis del Papa
Francisco
Queridos
hermanos y hermanas, ¡buenos días y buena Pascua!
Veis
que hoy hay flores: las flores dicen gozo, alegría. En algunos lugares Pascua
se llama también “Pascua florida” porque florece el Cristo resucitado: es la
flor nueva; florece nuestra justificación; florece la santidad de la Iglesia.
Por eso, tantas flores: es nuestra alegría. Toda la semana celebramos Pascua,
toda la semana. Por eso repetimos, una vez más, todos nosotros, el deseo de
“Buena Pascua”. Digamos juntos: “Buena Pascua”, ¡todos! (Responden: ¡Buena
Pascua!). Me gustaría que deseásemos también una Buena Pascua –porque ha
sido Obispo de Roma- al querido Papa Benedicto, que nos ve por televisión. Al
Papa Benedicto, deseamos todos Buena Pascua. (Todos dicen: Buena Pascua). Y un
fuerte aplauso.
Con
esta catequesis concluimos el ciclo dedicado a la misa, que es precisamente la
conmemoración, pero no solamente como memoria, se vive de nuevo la Pasión y la
Resurrección de Jesús. La última vez llegamos a la Comunión y a la oración
después de la Comunión. Después de esta oración la misa termina con la
bendición impartida por el sacerdote y la despedida del pueblo (véase Instrucción
general del Misal Romano, 90). Como había empezado con la señal de la cruz, en
el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, de nuevo es en el nombre
de la Trinidad como se sella la misa, es decir, la acción litúrgica.
Sin
embargo, sabemos que cuando la misa termina, se abre el compromiso del
testimonio cristiano. Los cristianos no van a misa para cumplir con una
tarea semanal y luego se olvidan; no. Los cristianos van a misa para participar
en la Pasión y Resurrección del Señor y vivir más como cristianos: se abre el
compromiso del testimonio cristiano. Dejamos la iglesia para “ir en paz” a
llevar la bendición de Dios a las actividades diarias, a nuestros hogares, al
ambiente de trabajo, a las ocupaciones de la ciudad terrenal, “glorificando al
Señor con nuestra vida”. Pero si salimos de la iglesia chismorreando y
diciendo: “Mira ese, mira ese otro”, con la lengua larga, la misa no ha entrado
en mi corazón. ¿Por qué? Porque no soy capaz de vivir el testimonio cristiano.
Cada
vez que salgo de misa, tengo que salir mejor que cuando entré, con más vida,
con más fuerza, con más ganas de dar testimonio cristiano. A través de la
Eucaristía, el Señor Jesús entra en nuestro corazón y en nuestra carne, para
que podamos “expresar en la vida el sacramento recibido en la fe” (Misal
Romano, colecta del lunes de la Octava de Pascua).
De
la celebración a la vida, pues, conscientes de que la Misa halla su
cumplimiento en las elecciones concretas de los que se dejan involucrar en
primera persona en los misterios de Cristo. No debemos olvidar que celebramos
la Eucaristía para aprender a ser hombres y mujeres eucarísticos. ¿Qué
significa esto? Significa dejar que Cristo actúe en nuestras obras: que sus
pensamientos sean nuestros pensamientos, sus sentimientos nuestros sentimientos, sus
decisiones las nuestras. Eso es la santidad: Hacer como hizo Cristo es la
santidad cristiana.
San
Pablo lo expresa con precisión hablando de su asimilación a Jesús y dice así:
“Con Cristo estoy crucificado, y no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en
mí. La vida que vivo al presente en la carne, la vivo en la fe del Hijo de
Dios, que me amó y se entregó a sí mismo por mí”. (Gal 2, 19-20). Este es
el testimonio cristiano.
La
experiencia de Pablo también nos ilumina a nosotros: En la medida en que
mortificamos nuestro egoísmo, es decir en que dejamos que muera cuanto se opone
al Evangelio y al amor de Jesús, se crea dentro de nosotros un mayor espacio
para la potencia de su Espíritu. Los cristianos son hombres y mujeres que se
dejan ensanchar el alma con la fuerza del Espíritu Santo, después de haber
recibido el Cuerpo y la Sangre de Cristo. ¡Dejad que se os ensanche el alma”
¡No esas almas, así de estrechas y cerradas, pequeñas, egoístas ¡no! Almas
anchas, almas grandes, con grandes horizontes… Dejaos ensanchar el alma con la
fuerza del Espíritu, después de haber recibido el Cuerpo y la Sangre de Cristo.
Dado
que la presencia real de Cristo en el Pan consagrado no termina con la misa
(cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 1374), la Eucaristía se custodia
en el sagrario para la comunión de los enfermos y la adoración silenciosa
del Señor en el Santísimo Sacramento; de hecho, el culto eucarístico fuera de
la misa, ya sea en forma privada o comunitaria, nos ayuda a permanecer en
Cristo (cf. ibid., 1378-1380).
Los
frutos de la Misa, por lo tanto, están destinados a madurar en la vida
cotidiana. Podríamos decir así, forzando algo la imagen: la Misa es como la
semilla, la semilla de trigo que después en la vida ordinaria crece, crece y
madura en las obras buenas, en las actitudes que hacen que nos parezcamos a
Jesús. Los frutos de la Misa, por lo tanto, están destinados a madurar en la
vida de cada día. En verdad, al acrecentar nuestra unión con Cristo, la
Eucaristía actualiza la gracia que el Espíritu nos ha dado en el Bautismo y la
Confirmación, para que nuestro testimonio cristiano sea creíble (véase ibid.,
1391-1392).
Todavía
más, encendiendo en nuestros corazones el amor divino, ¿Qué hace la
Eucaristía? Nos separa del pecado: “Cuanto más compartimos la vida de
Cristo, a progresar en su amistad, tanto más difícil es separarnos de Él por el
pecado mortal” (ibid, 1395).
Participar
habitualmente en el banquete eucarístico renueva, fortalece y profundiza el
vínculo con la comunidad cristiana a la que pertenecemos, de acuerdo con el
principio de que la Eucaristía hace la Iglesia (cf. ibid., 1396), nos
une a todos.
Por
último, participar en la Eucaristía nos compromete con los demás,
especialmente con los pobres, educándonos a pasar de la carne de Cristo a la
carne de los hermanos, en los que espera ser por nosotros reconocido, servido,
honrado, amado (cf. ibíd., 1397).
Ya
que llevamos el tesoro de la unión con Cristo en vasijas de barro (2 Cor
4, 7), necesitamos regresar constantemente al santo altar, hasta que, en el
paraíso, saboreemos plenamente la felicidad del banquete de las bodas del
Cordero (cf. Ap 19.9).
Demos
gracias al Señor por el camino de redescubrimiento de la Santa Misa que nos ha
concedido cumplir juntos, y dejémonos atraer con renovada fe a este encuentro
real con Jesús, muerto y resucitado por nosotros, contemporáneo nuestro. Y que
nuestra vida sea siempre “florida”, así, como Pascua, con las flores de la
esperanza, de la fe, de las buenas obras. ¡Qué encontremos siempre fuerza para
ello en la Eucaristía, en la unión con Jesús! ¡Buena Pascua a todos!
© Librería Editorial
Vaticano
Fuente:
Zenit