Misa del Papa Francisco
con 550 misioneros de la Misericordia
Tanto
la Iglesia como el mundo de hoy tienen una necesidad particular de Misericordia
para que la unidad deseada por Dios en Cristo prevalezca sobre la acción
negativa del maligno”.
Homilía
del Papa Francisco en la Eucaristía celebrada con 550 misioneros de la Misericordia, este
martes, 10 de abril de 2018, a las 12 horas en el Altar de la Cátedra de
la basílica vaticana, tras recibirlos en audiencia en la Sala Regia.
El
Pontífice ha explicado que el demonio aprovecha muchos medios actuales, en sí
mismos buenos, pero que, mal utilizados, en lugar de unir, dividen y ha llamado
a permanecer unidos: Estamos convencidos de que “la unidad es superior al
conflicto”, ha dicho.
Francisco
ha recordado a los misioneros que viven un “ministerio que se mueve en ambas
direcciones”: al servicio de las personas, para que “renazcan desde lo alto” y
al servicio de la comunidad, para que puedan vivir el mandamiento del amor con
alegría y coherencia.
Fuerza de atracción
“Sacerdotes
ordinarios, simples, humildes, equilibrados, pero capaces de dejarse regenerar
constantemente por el Espíritu, dóciles a su fuerza, interiormente libres,-
sobre todo de sí mismos- porque les mueve el `viento´ del Espíritu que sopla
donde quiere” así ha exhortado el Papa a los misioneros de la Misericordia.
Con
respecto al ministerio de los misioneros al “servicio de la comunidad”,
Francisco ha comunicado que la presencia viva del Señor resucitado “produce una
fuerza de atracción que, a través del testimonio de la Iglesia y de las
diversas formas de proclamación de la Buena Nueva, tiende a alcanzar a todos,
ninguno excluido”.
RD
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Homilía del Papa
Francisco
Hemos
escuchado en el Libro de los Hechos: “Los apóstoles con gran poder, daban
testimonio de la resurrección del Señor Jesús” (Hechos 4, 33).
Todo
comienza desde la Resurrección de Jesús: de allí viene el testimonio de los
apóstoles y, a través de él, se generan la fe y la vida nueva de los miembros
de la comunidad, con su franco estilo evangélico.
Las
lecturas de la misa de hoy ponen de manifiesto estos dos aspectos
inseparables: el renacimiento personal y la vida de la comunidad. Y ahora,
dirigiéndome a vosotros, queridos hermanos, pienso en vuestro ministerio que
lleváis cabo desde el Jubileo de la Misericordia. Un ministerio que se mueve en
ambas direcciones: al servicio de las personas, para que “renazcan desde lo
alto” y al servicio de la comunidad, para que puedan vivir el mandamiento del
amor con alegría y coherencia.
Hoy
la Palabra de Dios ofrece dos indicaciones que me gustaría brindaros, pensando
precisamente en vuestra misión.
El
Evangelio recuerda que aquel que está llamado a dar testimonio de la
Resurrección de Cristo debe, en primera persona, “nacer de lo alto” (Jn 3,
7). De lo contrario, se termina como Nicodemo que, a pesar de ser un maestro en
Israel, no entendía las palabras de Jesús cuando decía que para “ver el reino
de Dios” hay que “nacer de lo alto”, nacer “del agua y del Espíritu” (cf.
3-5).
Nicodemo
no entendía la lógica de Dios, que es la lógica de la gracia, de la
misericordia, por la cual el que se hace pequeño se vuelve grande, el que se
hace último pasa a ser el primero, el que se reconoce enfermo se cura. Esto
significa dejar realmente la primacía al Padre, a Jesús y al Espíritu Santo en
nuestra vida. Atención: no se trata de convertirse en sacerdotes “poseídos”,
casi como si se fuera depositario de un carisma extraordinario. No. Sacerdotes
ordinarios, simples, humildes, equilibrados, pero capaces de dejarse regenerar
constantemente por el Espíritu, dóciles a su fuerza, interiormente libres, -
sobre todo de sí mismos- porque les mueve el “viento” del Espíritu que sopla
donde quiere (Jn 3, 8).
La
segunda indicación se refiere al servicio a la comunidad: ser sacerdotes
capaces de “levantar” en el “desierto” del mundo el signo de la
salvación, es decir, la Cruz de Cristo, como fuente de conversión y renovación
para toda la comunidad y para el mundo mismo (ver Jn 3, 14-15).
En
particular, me gustaría hacer hincapié en que el Señor muerto y resucitado es
la fuerza que crea la comunión en la Iglesia y, a través de la Iglesia, en toda
la humanidad. Jesús lo dijo antes de la Pasión: “Cuando sea levantado de la
tierra, atraeré a todos hacia mí” (Jn 12, 32). Esta fuerza de comunión se
manifestó desde el principio en la comunidad de Jerusalén donde, -como
atestigua el Libro de los Hechos, - “La multitud de los creyentes no tenía sino
un solo corazón y una sola alma” (4, 32). Era una comunión que compartía los
bienes de forma concreta, de modo que “todo era en común entre ellos” (v.
Ibíd.) Y “no había entre ellos ningún necesitado” (v. 34). Pero este estilo de
vida de la comunidad también era “contagioso” para el exterior: la presencia
viva del Señor resucitado produce una fuerza de atracción que, a través del
testimonio de la Iglesia y de las diversas formas de proclamación de la Buena
Nueva, tiende a alcanzar a todos, ninguno excluido.
Vosotros,
queridos hermanos, poned al servicio de este dinamismo vuestro ministerio
específico de Misioneros de la Misericordia. En efecto, tanto la Iglesia como
el mundo de hoy tienen una necesidad particular de Misericordia para que la
unidad deseada por Dios en Cristo prevalezca sobre la acción negativa del
maligno que aprovecha muchos medios actuales, en sí mismos buenos, pero que,
mal utilizados, en lugar de unir, dividen. Estamos convencidos de que “la
unidad es superior al conflicto” (Evangelii gaudium, 228), pero también sabemos
que sin la Misericordia este principio no tiene fuerza para actuarse en lo
concreto de la vida y de la historia.
Queridos
hermanos, salid de este encuentro con la alegría de ser confirmados en el
ministerio de la Misericordia. Antes que nada confirmados en la grata confianza
de ser vosotros los primeros llamados a renacer siempre de nuevo “desde lo
alto”, desde el amor de Dios. Y al mismo tiempo confirmados en la misión de
ofrecer a todos el signo de Jesús “levantado” de la tierra, para que la
comunidad sea signo e instrumento de unidad en medio del mundo.
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Fuente:
Zenit