Por eso sigue siendo tan impresionante la
Resurrección
Una persona rezaba así: Quiero,
Jesús, que nunca desprecies mi carne pobre. Sé que no lo haces. Yo sí lo hago.
Y me siento tan mal mirándome así. Es así precisamente como Tú más me quieres.
Siento
tu mirada acariciar mi piel. Meterse en mis llagas. Vendar mis heridas. Y noto
lentamente como un calor extraño que va calmando el ansia. Y el fuego que tengo
dentro sale por todas las heridas de mi piel. Quiero quemar el mundo. Es el
fuego de un amor que me supera porque es imposible. Y al mismo tiempo me hace
capaz de amar así a los que me traes cerca.
Que
nadie sienta nunca, Jesús, que mi mirada es la de un juez iracundo que se
atiene solo a la norma. Que puedan ver en mí la mirada de hombre herido que ya
sólo es capaz de amar con un amor compasivo. Es lo único que quiero.
Me gusta esa forma de mirar la
vida. Desde la herida, como un hombre herido. Como aquel que ha tocado la
derrota y se ha vuelto a levantar. No para clamar venganza. Sino para dar
misericordia.
Esa forma de levantarse de Jesús
desde el sepulcro vacío me sigue impresionando. ¿No temerían los que lo mataron
algún tipo de venganza? Y cuando eso no sucedió. ¿No pensarían que era todo
mentira, un fraude, un montaje hecho por hombres?
En mi cabeza tan humana sólo
cabe el deseo de triunfo después de la derrota. En los mismos términos. Pero
Jesús no se aparece para clamar venganza. Sino para abrazar a sus amigos
heridos dándoles fuerzas para los siguientes pasos. Los sostiene en medio de
sus dudas.
Eso hace conmigo. Cuando dudo.
Cuando no tengo todas las respuestas. Cuando tropiezo con mis mismas piedras y
me confronto con mi fragilidad. No sé bien qué tengo que hacer a cada hora.
Pero decido hoy que no quiero
hacer lo que me dé la gana. No quiero dejar que mis deseos señalen el camino.
Ni pretendo satisfacer los anhelos más ocultos de mi alma.
No. Me pongo en guardia para
desterrar de mí esa búsqueda egoísta de mi felicidad. Sí,
lo tengo claro, sé muy bien que no seré tan feliz como cuando haga a otros
felices.
Carlos Padilla Esteban
Fuente:
Aleteia