Y temo y dudo
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Han transcurrido ya cuarenta días del
tiempo de Pascua. Cuarenta días desde la resurrección: “Se
les presentó después de su pasión, dándoles numerosas pruebas de que estaba
vivo, y, apareciéndoseles durante cuarenta días, les habló del reino de Dios”.
Han sido cuarenta días de
apariciones, de palabras, de encuentros. La Pascua es el paso de Dios por mi
vida. Viene a mí estando vivo. Viene a cambiar mi corazón y a llenarme de
esperanza.
La Pascua es un tiempo de
renovación, de alegría, de paz. Un tiempo de luz y esperanza en medio de mis
luchas y sinsabores.
Pero Jesús no puede quedarse en
cuerpo y alma conmigo. Jesús asciende ante los ojos atónitos de aquellos a los
que ama: “Lo
vieron levantarse, hasta que una nube se lo quitó de la vista. Mientras miraban
fijos al cielo, viéndolo irse, se les presentaron dos hombres vestidos de
blanco, que les dijeron: – Galileos, ¿qué hacéis ahí plantados mirando al cielo?
El mismo Jesús que os ha dejado para subir al cielo volverá como le habéis
visto marcharse”.
Los apóstoles habían tocado a
Jesús vivo, resucitado. Habían comido con Él. ¡Cómo no quedarse plantados
mirando al cielo! El dolor por la ausencia. Es cierto que
Jesús volverá. Pero ahora los deja solos.
Tiene mucho de tristeza este día
de la ascensión. Hay dolor por la pérdida. ¿Qué sería ahora de sus vidas? ¿Cómo
enfrentarían los peligros del camino? ¿De dónde sacarían las fuerzas para
comenzar de nuevo?
Hasta ahora habían recorrido
juntos el camino. ¿Cómo lo harían ahora? Imposible. No podrían sobrevivir.
Antes era más fácil, con Jesús vivo. Pero, ¿ahora? ¡Cuánto
miedo a lo desconocido!
A mí también me duele este día
su ausencia. Yo tampoco sé apreciar las pequeñas ganancias en las grandes
derrotas. No valoro más una presencia invisible que un abrazo de carne. No me
convence.
¿Por qué tiene que marcharse? Su
ausencia me duele en lo más profundo. Me gusta el abrazo
de Jesús hecho carne, más que su caricia espiritual en medio de su ausencia.
Surgen
las dudas y el miedo al fracaso, a la soledad, a la muerte. La incertidumbre de
la vida que me espera.
No sé todos los pasos que tengo que dar.
Las dudas forman parte de la
vida. Dudo con tanta frecuencia… Desconfío, surgen el miedo y la desilusión.
Jesús se va y me quedo solo.
Tengo dudas. Siento su ausencia. Me cuesta no tocar su carne, no verle. Es
el dolor que trae consigo la separación. Brota el
dolor de la ausencia, de la soledad.
Necesito estar cerca de Jesús
para vencer los miedos. La duda a menudo está precedida de un fuerte amor. Pero
las olas del mar arrecian y surge el miedo.
Como le pasa a Pedro en el lago: “Pedro
empieza a dudar y entonces empieza a hundirse. Para mí lo principal es
mostrarles que en el corazón de Pedro quemaba, ardía un indecible amor al Señor
y maestro”[1].
Pedro se lanza sobre las aguas
movido por el amor, pero duda. Yo también como Pedro, amo y luego dudo.
Jesús me invita hoy a no temer,
a no dudar. No importa lo grandes que sean las dificultades y los sueños. No
importa el peligro que se cierna sobre mi vida. Dios me invita a estar con Él en medio de
mis miedos. Me pide que confíe en mis dudas.
Dice el papa Francisco: “No
tengas miedo de la santidad. No te quitará fuerzas, vida o alegría. Todo lo
contrario, porque llegarás a ser lo que el Padre pensó cuando te creó y serás
fiel a tu propio ser. Depender de Él nos libera de las esclavitudes y nos lleva
a reconocer nuestra propia dignidad”[2].
Es necesario que Jesús ascienda
para iniciar mi camino de santidad de su mano. Confiado. Libre en su presencia.
Con incertidumbre en los peligros y amenazas. Pero seguro de su mano.
Dios reserva las mejores
batallas para los mejores guerreros. Eso me consuela. No rehúyo la entrega ni
el sacrificio. No quiero dejar de lado mi generosidad.
En medio de mis dudas le vuelvo
a decir que sí a Jesús que asciende ante mis ojos. No me quedo plantado mirando
al cielo. Me pongo en camino. No permanezco quieto lleno de miedos y dudas. Me
lleno de su amor. Busco su bendición para comenzar de nuevo el camino.
Carlos Padilla Esteban
Fuente:
Aleteia