Me abruman las tonterías que me preocupan
constantemente, me asombran las nimiedades que me entristecen
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Miro mi vida y quisiera ser más santo,
más hondo, más generoso, más puro. Es el deseo de infinito del corazón. Subir
más alto. Soñar con cosas más grandes.
Mi corazón es inconformista.
Por eso desea un hombre nuevo y una comunidad nueva. Como decía el P.
Kentenich: “Luchamos por una misión santa, luchamos por imprimirles los
rasgos de Cristo a los tiempos nuevos, al mundo nuevo que sin duda está
despuntando”[1].
Es verdad. Es mi lucha. Quiero
renovarme desde lo profundo y renovar así todo lo que toco.
Quiero ser nuevo sin despreciar lo antiguo, lo de siempre. Nuevo sin amargarme
cuando no todo cambia a mi alrededor, en mi interior.
Anhelo una santidad que me
renueve desde mis cimientos. Una santidad alegre y llena de vida. Una santidad
que me dé esperanza.
Pero una y otra vez compruebo
la debilidad de mi carne. Me topo con la flaqueza de mi ánimo, con la torpeza
de mis gestos.
Me desanimo ante la
superficialidad de mi vida. Me abruman las tonterías que me preocupan
constantemente. Me asombran las nimiedades que me entristecen.
Y las niñerías que me quitan el sueño.
Sin desearlo vuelvo
encontrarme con esa carne herida que yo mismo cargo como una losa sobre mis
espaldas, entre mis manos rotas.
Veo
la desnudez de mi historia y lo lejos que estoy de lo que sueño. Lo viejo vuelve a surgir entre lo
nuevo. Casi con más fuerza que antes. Toco mis pecados de siempre. Anhelando yo
un estado de cielo que tal vez veré un día.
Y pese a todo, con el dolor de
mi culpa, compruebo que Dios me ha elegido a mí por un motivo muy concreto, por
la grieta que surca mi alma. Curiosa elección la suya. Aun así me
tranquiliza saber que me quiere y me elige no porque lo haga todo bien.
Frágil como soy me abismo día
tras día sobre la debilidad de mis pasos. Y tiendo las manos en un intento
fútil por intentar ver el rostro de Jesús dibujado entre las nubes que cubren
mi camino.
Sé muy bien que si
no confío en su poder acabo perdiendo toda esperanza. Y mi
alegría no llegará nunca a ser plena. Ojalá lo fuera.
Tengo en mi alma herida un
anhelo inmenso de infinito, algo así como un fuego que brota una y otra vez
desde mis entrañas. Nunca se apaga.
Corro
por los caminos de la vida queriendo encontrar sentido a todo lo que entrego, a todo lo
que sueño y hago, a todo lo que sufro y vivo.
Quiero tener paz cada mañana y
abrazar el amanecer con un rostro alegre y despejado. Sin temer continuamente
los fracasos posibles en todas mis empresas.
¿Por
qué me da tanto miedo que no me salgan bien las cosas? No lo sé muy bien pero es como si
cada día tuviera que demostrarle al mundo cuánto valgo, o quizás a mí mismo. Ya
no lo sé. Lo que de verdad sé que es que la vanidad me atormenta y nubla mi mirada.
Tal vez necesito escuchar cada
mañana que Dios me quiere de forma incondicional.
Es verdad que a veces lo
siento. Pero otras veces se me turba el ánimo al pensar que sólo desea que le
presente buenas notas al final del día. Y llego así yo esperando como un niño
el premio prometido.
Siento que no lo logro y me
deprime la mirada torva que sólo imagino. Recriminado mi negligencia, mi
dejadez y mi pecado.
Y yo que me esfuerzo por hacer
todas las cosas nuevas. Miro mi historia agradecido. Dios me da luz.
Leía el otro día: “Releer
la propia vida ayuda a reconocer los deseos profundos que anidan en ella, así
como nuevas formas para vivir de manera diferente los propios fracasos. Como
observaba el filósofo Santayana: – El hombre que no conoce su pasado está
condenado a repetirlo”[2].
No quiero caer en los mismos
errores antiguos. En las mismas caídas torpes de siempre. Vuelvo a levantarme y
comienzo de nuevo. ¿Hará por fin Dios en mí todas las cosas nuevas?
Le pido milagro tras milagro.
Volver a empezar. Volver a confiar. Sueño con un mar sin fronteras. Con una
tierra sin guerras. Con una fraternidad en la que no haya barreras.
Levanto la mirada más allá de
los límites. Y creo que puedo cambiar las cosas.
No con grandes ideas. Más bien con pequeños gestos, con una mirada.
Es
lo que marca la diferencia. La forma de vivir las mismas cosas. El fracaso y la pérdida. La enfermedad
y la muerte.
La altura de una persona se
mide ante el abismo que no controla. Cuando afloran todos los miedos y límites.
Cuando me confronto con lo que tanto temo.
En ese momento se ve la altura
de mi espíritu y la hondura de mi alma. La verdad de lo que soy. La bondad de
lo que vivo.
En ese momento decisivo
comprendo cómo lo nuevo ha tomado cuerpo en mí haciendo que mi vida sea
diferente.
Es lo importante, lo que
cuenta, lo que queda como herencia para los que he amado. La huella más
profunda de una vida en la que el amor a los demás, a la naturaleza, al hombre,
ha sido lo importante.
Lo demás es más inconsistente
y pasajero. Lo que queda es lo verdadero. La generosidad que no se ensaya. Quiero
vivir así, haciéndolo todo nuevo.
Carlos
Padilla Esteban
Fuente:
Aleteia