Orgullo, heridas,... conócete
Rawpixel.com - Shutterstock |
A veces me toca enfrentarme a situaciones
tensas. Momentos en los que corro el peligro de perder los papeles y no decir
lo correcto, lo que edifica, lo que construye.
Conozco a tantas
personas que se transforman en momentos de alta tensión. Yo
mismo me veo a veces llevado a juzgar sin saber. A decir mi opinión sin haber
estudiado el tema. Me preguntan por todas partes y yo lanzo respuestas audaces.
Juzgo, condeno, me enfado.
No soy capaz de guardar
silencio. ¿Tan feo resulta el silencio? Está mal visto no saber de ciertos
temas. Y no controlar todos los asuntos que están hoy por hoy en el candelero.
Como si la ignorancia fuera pecaminosa.
Quiero
tener razón. Quedar por encima. Me puede el orgullo. Entro en una lucha sin cuartel por tener
la razón.
El otro día leí un artículo de
Juan José Millás sobre lo infecundo que resulta querer tener siempre la razón: “Si
llevas razón, no necesitas ser sutil ni inteligente ni educado. Llevar razón te
coloca por encima del bien y del mal. Conozco personas a las que quiero y
admiro cuyo único objetivo en la vida es llevar la razón. Siento una terrible
ternura por ellas porque me recuerdan épocas de mi vida en las que yo mismo
necesitaba llevar razón a toda costa. Desde entonces, siempre que descubro a
alguien llevando la razón me dan ganas de abrazarlo y de hacerle unas caricias
al tiempo de decirle que no pasa nada por no llevarla”.
Y yo me siento tantas veces
queriendo llevar la razón. Tengo mis juicios bien grabados. Sé lo que
corresponde decir en cada caso.
Y si se discute sobre cualquier
tema, aunque yo no sepa, no quiero perder la razón si he manifestado mi
opinión. No quiero perder ninguna batalla dialéctica.
No quiero hacer el ridículo. ¿Por
qué me da tanto miedo hacer el ridículo? Me cuestan las humillaciones. El rechazo
y el desprecio. Me da rabia no saber de lo que todos saben. Me
resulta difícil no estar a la altura en los temas que debería dominar.
Comenta W. James: “Yo,
que lo he arriesgado todo para llegar a ser psicólogo, me siento humillado si
alguien sabe más psicología que yo. Pero estoy contento de regodearme en la más
aviesa ignorancia del griego. En este campo, mis carencias no me hacen sentirme
personalmente humillado en lo más mínimo. Si hubiera tenido ‘pretensiones’ de
ser lingüista, habría sido exactamente lo contrario”[1].
Quiero que me admiren y se
inclinen ante mí en aquello que controlo y sé. Todo es vanidad.
Creo que muchas veces caigo en esta lucha por culpa de mi orgullo. Quiero tener
la razón. Quiero que el que me ama me dé la razón.
Una y otra vez caigo. No quiero
que me ganen en una discusión. Yo siempre por encima. Como si por tener razón
fuera más listo. O más valioso. O más feliz.
No me da la felicidad tener la
razón. ¡Cuántas discusiones infecundas que no llevan a ningún sitio!
El amor verdadero no se construye sobre la razón.
El que tiene razón no ama más.
Tal vez ama menos. Y busca que al darle yo la razón tape sus heridas. O las
sane. Es una demostración de poder, de inteligencia, de amor propio. No lo sé.
¡Cuántas peleas puedo evitar
dando la razón a quien quiere tenerla! No como a los tontos. Sino con la
conciencia de estar construyendo la paz.
Jesús
no quiso imponer nunca su razón.
¡En cuántas discusiones guardó silencio cuando vio que no conducía a nada
seguir defendiendo la verdad!
Y a mí me cuesta callarme cuando
me creo en posesión de la misma. Lanzo mi razón como una piedra al corazón
del que está a mi lado. El silencio es una roca más sólida que mil palabras.
No sé por qué tengo el corazón
tan desarmado, tan inestable, tan roto a veces. Tal vez por eso necesito que no
me lleven la contraria, que me aprueben siempre, que me ensalcen y alaben. No
lo sé.
La
herida honda del desamor. La herida causada por algún desprecio guardado.
Necesito que me aprueben.
Carlos Padilla Esteban
Fuente:
Aleteia