Discurso del Papa en el
CMI
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| El Papa llama a la unidad en el Consejo Ecuménico de Las Iglesias, en Ginebra © Vatican Media |
“El
Señor nos pide unidad; el mundo, desgarrado por tantas divisiones que afectan
principalmente a los más débiles, invoca unidad”, ha anunciado el Papa
Francisco en el Centro Ecuménico del Consejo Ecuménico de las Iglesias
(COE) de Ginebra, Suiza.
Allí
se ha celebrado esta mañana, jueves 21 de junio de 2018, con motivo del 70º de
su fundación, una oración ecuménica, en la que han participado
diferentes representantes de las diferentes Iglesias que conforman el
Consejo Ecuménico de las Iglesias (COE).
El
Pontífice ha asegurado en su discurso que “la división, en efecto, ‘contradice
clara y abiertamente la voluntad de Cristo, es un escándalo para el mundo y
perjudica a la causa santísima de predicar el Evangelio a toda criatura’
(Unitatis redintegratio, 1).
El
CMI reúne a la mayoría de las iglesias ortodoxas (bizantinas y orientales), así
como a iglesias anglicanas, bautistas, instituidas en África, evangélicas,
luteranas, menonitas, metodistas, moravas, pentecostales, reformadas, viejas
católicas, unidas e independientes, Amigos (Cuáqueros), Discípulos de
Cristo/Iglesias de Cristo, y la Iglesia Asiria.
A
continuación, ofrecemos el discurso completo del Santo Padre Francisco.
***
Discurso del Papa
Francisco
Queridos
hermanos y hermanas:
Hemos
escuchado las palabras del Apóstol Pablo a los Gálatas, quienes estaban pasando
por tribulaciones y luchas internas. De hecho, había grupos que se enfrentaban
y se acusaban mutuamente. En este contexto y hasta dos veces en pocos
versículos, el Apóstol invita a «caminar según el Espíritu» (Ga 5, 16.25).
Caminar. El hombre es un ser en
camino. Está llamado a ponerse en camino durante toda la vida, a salir
continuamente del lugar donde se encuentra: desde que sale del seno de la madre
hasta que pasa de una a otra etapa de la vida; desde que sale de la casa de los
padres hasta el momento en que deja esta existencia terrena. El camino es una
metáfora que revela el sentido de la vida humana, de una vida que no es
suficiente en sí misma, sino que anhela algo más. El corazón nos invita a
marchar, a alcanzar una meta.
Pero
caminar es una disciplina, un esfuerzo, se necesita cada día paciencia y un
entrenamiento constante. Es preciso renunciar a muchos caminos para elegir el
que conduce a la meta y reavivar la memoria para no perderla. Caminar requiere
la humildad de volver sobre los propios pasos y la preocupación por los
compañeros de viaje, porque únicamente juntos se camina bien. Caminar, en
definitiva, exige una continua conversión de uno mismo. Por este motivo, son
muchos los que renuncian, prefiriendo la tranquilidad doméstica, en la que
atienden cómodamente sus propios asuntos sin exponerse a los riesgos del
viaje. Pero así se aferran a seguridades efímeras, que no dan la paz y la
alegría que el corazón aspira, y que solo se consiguen saliendo de uno mismo.
Dios
nos llama a esto ya desde el principio. A Abraham le pidió que dejara su tierra
y que se pusiera en camino, con el único equipaje de la confianza en Dios
(cf. Gn 12, 1). Moisés, Pedro y Pablo, y todos los amigos del Señor
vivieron en camino. Pero es sobre todo Jesús quien nos ha dado ejemplo. Salió de
su condición divina por nosotros (cf. Flp 2, 6-7) y vino entre
nosotros para caminar, él que es el Camino (cf. Jn 14, 6). Él, el
Señor y Maestro, se hizo peregrino y huésped entre nosotros. Cuando regresó al
Padre, nos dio el don de su mismo Espíritu, para que también nosotros
tuviéramos la fuerza para caminar hacia él y hacer lo que Pablo pide: caminar
según el Espíritu.
Según el Espíritu: si cada hombre es un ser
en camino, y encerrándose en sí mismo reniega de su vocación, mucho más el
cristiano. Porque —indica Pablo— la vida cristiana lleva consigo una
alternativa irreconciliable: por una parte, caminar según el Espíritu,
siguiendo el itinerario inaugurado por el Bautismo; por otra, «realizar los
deseos de la carne» (Ga 5,16). ¿Qué quiere decir esta expresión? Significa
intentar realizarse buscando la vía de la posesión, la lógica del egoísmo, con
la que el hombre intenta acaparar aquí y ahora todo lo que le apetece. No se
deja acompañar con docilidad por donde Dios le indica, sino que persigue su
propia ruta. Las consecuencias de esta trágica trayectoria saltan a la vista:
el hombre, insaciable de cosas materiales, pierde de vista a los compañeros de
viaje. Entonces, por los caminos del mundo, reina una profunda indiferencia.
Empujado
por sus propios instintos, se convierte en esclavo de un consumismo frenético
y, en ese instante, la voz de Dios se silencia; los demás, sobre todo si son
incapaces de caminar por sí mismos, como los niños y los ancianos, se
convierten en desechos molestos; la creación no tiene otro sentido, sino el de
producir en función de las necesidades.
Queridos
hermanos y hermanas: Las palabras del Apóstol Pablo nos interpelan hoy más que
nunca. Caminar según el Espíritu es rechazar la mundanidad. Es elegir la
lógica del servicio y avanzar en el perdón. Es sumergirse en la historia con el
paso de Dios; no con el paso rimbombante de la prevaricación, sino con la
cadencia de «una sola frase: amarás a tu prójimo como a ti mismo» (v. 14). La
vía del Espíritu está marcada por las piedras miliares que Pablo enumera:
«Amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, lealtad, modestia, dominio
de sí» (v. 22.23).
Todos
juntos estamos llamados a caminar de ese modo: el camino pasa por una continua
conversión y la renovación de nuestra mentalidad para que se haga semejante a
la del Espíritu Santo. A lo largo de la historia, las divisiones entre
cristianos se han producido con frecuencia porque fundamentalmente se
introducía una mentalidad mundana en la vida de las comunidades: primero se
buscaban los propios intereses, solo después los de Jesucristo. En estas
situaciones, el enemigo de Dios y del hombre lo tuvo fácil para separarnos,
porque la dirección que perseguíamos era la de la carne, no la del Espíritu.
Incluso algunos intentos del pasado para poner fin a estas
divisiones
han fracasado estrepitosamente, porque estaban inspirados principalmente en una
lógica mundana. Pero el movimiento ecuménico —al que tanto ha contribuido el
Consejo Ecuménico de las Iglesias— surgió por la gracia del Espíritu Santo (cf.
CONC. ECUM. VAT. II, Unitatis redintegratio, 1). El ecumenismo nos ha
puesto en camino siguiendo la voluntad de Jesús, y progresará si, caminando
bajo la guía del Espíritu, rechaza cualquier repliegue autorreferencial.
Alguno
podría objetar que caminar de este modo es trabajar sin provecho, porque no se
protegen como es debido los intereses de las propias comunidades, a menudo
firmemente ligados a orígenes étnicos o a orientaciones consolidadas, ya sean
mayoritariamente “conservadoras” o “progresistas”. Sí, elegir ser de Jesús
antes que de Apolo o Cefas (cf. 1 Co 1, 12), de Cristo antes que «judíos o
griegos» (cf. Ga 3, 28), del Señor antes que de derecha o de
izquierda, elegir en nombre del Evangelio al hermano en lugar de a sí mismos
significa con frecuencia, a los ojos del mundo, trabajar sin provecho. El
ecumenismo es “una gran empresa con pérdidas”. Pero se trata de pérdida
evangélica, según el camino trazado por Jesús: «El que quiera salvar su vida la
perderá; pero el que pierda su vida por mi causa la salvará» (Lc 9, 24).
Salvar lo que es propio es caminar según la carne; perderse siguiendo a Jesús
es caminar según el Espíritu. Solo así se da fruto en la viña del Señor. Como
Jesús mismo enseña, no son los que acaparan los que dan fruto en la viña del
Señor, sino los que, sirviendo, siguen la lógica de Dios, que continúa dando y
entregándose (cf. Mt 21, 33-42). Es la lógica de la Pascua, la única
que da fruto.
Mirando
nuestro camino, podemos vernos reflejados en ciertas situaciones de
las comunidades de la Galacia de entonces: qué difícil es calmar la
animadversión y cultivar la comunión; qué complicado es escapar de las
discrepancias y los rechazos mutuos que han sido alimentados durante siglos.
Más difícil aún es resistir a la astuta tentación: estar junto a otros, caminar
juntos, pero con la intención de satisfacer algún interés personal. Esta no es
la lógica del Apóstol, es la de Judas, que caminaba junto a Jesús, pero para su
propio beneficio. La respuesta a nuestros pasos vacilantes es siempre la misma:
caminar según el Espíritu, purificando el corazón del mal, eligiendo con santa
obstinación la vía del Evangelio y rechazando los atajos del mundo.
Después
de tantos años de compromiso ecuménico, en este setenta aniversario del
Consejo, pedimos al Espíritu que fortalezca nuestro caminar. Con demasiada
facilidad este se detiene ante las diferencias que persisten; con frecuencia se
bloquea al empezar, desgastado por el pesimismo. Las distancias no son excusas;
se puede desde ahora caminar según el Espíritu: rezar, evangelizar, servir
juntos, esto es posible y agradable a Dios. Caminar juntos, orar juntos,
trabajar juntos: he aquí nuestro camino fundamental.
Este
camino tiene una meta precisa: la unidad. La vía contraria, la de la división,
conduce a guerras y destrucciones. El Señor nos pide que invoquemos
continuamente la vía de la comunión, que conduce a la paz. La división, en
efecto, «contradice clara y abiertamente la voluntad de Cristo, es un escándalo
para el mundo y perjudica a la causa santísima de predicar el Evangelio a toda
criatura» (Unitatis redintegratio, 1). El Señor nos pide unidad; el mundo,
desgarrado por tantas divisiones que afectan principalmente a los más débiles,
invoca unidad.
Queridos
hermanos y hermanas: He querido venir aquí, peregrino en busca de unidad y paz.
Doy las gracias a Dios porque aquí os he encontrado, hermanos y hermanas ya en
camino. Caminar juntos para nosotros cristianos no es una estrategia para hacer
valer más nuestro peso, sino que es un acto de obediencia al Señor y de amor al
mundo. Pidamos al Padre que caminemos juntos con más vigor por las vías del
Espíritu. La cruz oriente el camino, porque allí, en Jesús, los muros de
separación ya han sido derribados y toda enemistad ha sido derrotada (cf. Ef 2,
14). Allí entendemos que, a pesar de todas nuestras debilidades, nada nos
separará de su amor (cf. Rm 8, 35-39).
Rosa Die Alcolea
© Librería Editorial
Vaticano
Fuente: Zenit






