Lo que no se ve pone color a la realidad
Creo que tengo dos posibilidades a la hora
de mirar la realidad.
Puedo verlo todo negro. Puedo
ver el pecado, lo que falta, la corrupción, el abuso, el mal uso de un don, el
desperdicio de una vida.
Puedo quedarme en el lado más
humano, mejor dicho, más mundano de la vida. En los entretelones grises que son
la tramoya oculta de una obra que brilla.
A
veces me quedo con esa mirada tan humana, tan mundana, tan pobre. Me recreo en las caídas que provocan
derrotas. Y amenazan con un futuro gris e incierto en el que todo está bajo
sospecha.
Nadie está libre de ser un
corrupto, un embaucador, un mentiroso, un falso, un abusador, un encubridor.
Puedo
desarrollar mis dotes policiales para descubrir más basura oculta debajo de la alfombra. Más robos, más
inmundicias.
Puedo especializarme en contar a
voz clara los entresijos ocultos de mil vidas que sólo Dios conoce. Puedo
presumir de mi inteligencia y mi mirada clara que descubre el pecado sin ningún
complejo. Y lo denuncia.
Y lo saca a la luz para que el
mundo aprenda, para que los que no tienen ojos, vean. Y entiendan que hay
corrupción, y maldad, y pecado, y debilidad.
Como si no lo supieran ya al
mirar sus vidas. Pero quiero que todos lo sepan. Y no sé, así creo sentirme mejor.
Pero es mentira. Esta opción no me hace feliz.
Es la opción de quedarme en la
crisis, en el fracaso, en lo que no funciona y denunciarlo. Convertirme
en juez desde mi atalaya. No sé si esta mirada es la que más
ayuda. Sé que hay pecado.
El engaño y la caída. El pecado
y la soledad del que peca. La oscuridad del mal que anida en el alma. Puedo
tener una mirada gris. Y quedarme como el escarabajo
pelotero recogiendo lo sucio del mundo.
O puedo mirar con otros ojos la
vida. Quiero conservar una mirada pura e inocente.
Una mirada que me permita ver el otro lado del tapiz, el que brilla, no el de
los hilos enmarañados y sucios.
No me quedo en el pecado que me
recuerda de dónde vengo. Sino en la luz que brilla frente a mis ojos y me
recuerda todo lo que estoy llamado a ser. La promesa de Dios que grita en mi
pecho.
No dudo de la bondad que llevo
grabada en el alma. Puedo pensar bien. Puedo mirar bien. Puedo hablar bien. Puedo
rescatar la luz que brilla en medio del lodo. Y creer en ese
Dios que me ha llamado a reflejar su amor entre los hombres.
“Las
alegrías más intensas de la vida brotan cuando se puede provocar la felicidad
de los demás, en un anticipo del cielo”[1].
Lo hago torpemente pero con la
firme convicción de que Él hace posible lo imposible en mi propia
vida.
Estoy llamado a crear
espacios de cielo en los que se respire una alegría verdadera.
Esa mirada pura es la que a mí me da paz. Hablar bien, pensar bien. El alma se
ensancha.
Y me hace soñar con las alturas
y creer que la victoria es de Dios. Por encima del mal, de la tentación y
la caída. Por encima de la debilidad de mi carne. Y de la flaqueza de mi
espíritu.
Dios ya ha vencido al demonio.
Por eso creo en los milagros que hace Jesús con mi vida. Esos milagros que yo
no veo y son ocultos. Los que a veces aprecio como un regalo inmenso. No estoy
tan lejos del cielo como a veces temo. Está aquí presente, en mí, a mi lado.
Decía el padre José Kentenich: “Nos
consideramos, de manera clarísima, una colonia del cielo, y contemplamos
el más acá siempre a la luz del más allá. Un más allá que determinaba nuestra
norma, nuestro ritmo de vida, nuestro dinamismo”[2].
Nuestra vida tiene una luz que
da esperanza. Creo que es lo que falta a mi alrededor. Personas
que hablen con esperanza. Que sueñen con un futuro mejor dentro
de las incertidumbres que me rodean.
Quiero hablar más del cielo aquí
en la tierra. Conociendo lo que hay. Pero viendo lo que no se ve. La
gracia oculta. Los milagros escondidos. La bondad que no parece brillar entre vidas
mediocres.
Quiero
ser una luz que despierte las almas dormidas. Falta esperanza. Falta fe en un
futuro mejor que yo mismo construyo.
Si yo me quedo pegado en lo que
no me gusta, molesto, herido, enfadado, si yo no construyo y no confío en lo
que puedo hacer con mi vida, nadie lo hará por mí.
Y el ambiente en el que me mueva
tendrá siempre ese regusto de pantano. En lugar de ayudarme a tocar el cielo.
Miro más allá de las apariencias
que me disgustan. Miro el corazón humano y todo lo que puedo llegar a hacer. Si
dejo que Cristo me tome y me haga suyo.
Si dejo que por la herida
abierta de mi costado entre Jesús y se quede conmigo. Y me
llene de su amor, de su vida. Sólo así podré seguir luchando. Dando la vida.
Carlos Padilla Esteban
Fuente:
Aleteia