Quien quiere dar amor, debe a su vez recibirlo como
don
Hay personas que aman con condiciones.
Siempre esperan una respuesta, un signo, una señal. Esperan que no les fallen.
Tal vez dudan de la fidelidad y de la sinceridad de la entrega. Su amor es
condicionado, no es incondicional.
Esas personas algún día encontrarán
que les fallan. Les dolerá. Lloverá sobre mojado. Lamentarán su mala suerte. O
la injusticia de este mundo injusto.
Dirán que lo demás no estuvieron
a la altura esperada. Que no superaron la nota exigida. Que no supieron
quererlas como ellas necesitaban. Esas personas siempre encontrarán un pero al amor
recibido. Rastrearán el error en la entrega.
Puedo caer yo en la tentación de
vivir la vida así. Esperando, exigiendo, aguardando el fallo de
los que fallan.
Puedo ser yo un amante
condicionado. Mi amor depende de lo que recibo. No lo
aguanta todo, no lo soporta todo, no lo tolera todo. Me da
miedo ser así. Y sé que puedo llegar a serlo si no cambio la mirada.
También sé que a mí, como a
otros, me puede pasar que viva intentando satisfacer siempre todas
las exigencias del amor condicionado. Sabiendo en el fondo
del alma que algún día fallaré. Entonces podrán decir con razón que no he
estado a la altura.
No me da miedo fallar, más bien
me preocupa esa actitud de alma que es más común de la que creo. El que así
ama, lo creo sinceramente, nunca va a ser feliz. Nunca encontrará a alguien que
lo ame de forma perfecta.
Descubrirá carencias, límites y
torpezas en el que le ama. Se enervará y dejará de amar ante el más mínimo
fallo. Creyéndose justificado en su desamor, porque le han fallado.
Me preocupa más al pensar en
ellos, porque no van a ser plenos. Tal vez van a conseguir lo contrario de lo
que buscan. Que nadie sepa quererlos.
Me da miedo ser yo así a veces y exigir
a los demás que me den lo que espero, lo que creo merecerme. Ni
más ni menos. Bueno, si es más a lo mejor no me quejo.
Me da miedo ser yo un medidor,
un controlador, un exigente. Siempre con la vara de medir en la mano tratando
de ver si los demás dan la talla esperada.
No quiero vivir pendiente de lo
que el otro da en lugar de ser yo el que da sin reservas. Más aún en el amor
conyugal en el que no funciona nada al cincuenta por ciento.
El
amor que me salva es el que no espera nada de mí y recibe agradecido todo lo
que le entrego. Ese
amor incondicional, que siempre espera, siempre cree, y siempre admira, es el
que me salva de mis medidas mezquinas.
Creo que puedo ser yo tan
exigente como ellos. Y sin decirlo espero un amor incondicional cuando el mío
está condicionado.
Mido, exijo, cálculo, pido,
espero y digo que soy generoso pero voy llevando cuentas del bien y del mal, en
la libreta del alma. Al fin y al cabo lo que lo cambia todo es
la actitud ante la vida.
El otro día leí la distinción
que el sicólogo Adam Grant hace entre varios tipos de personas en sus
relaciones personales. Diferencia entre los llamados takers, givers y matcher.
En
la vida tengo tres opciones.
Los givers “son
una rara especie. Prefieren dar antes que recibir”, comenta Adam Grant. El
dador vive focalizado en lo que el otro necesita, no en lo que él quiere
obtener.
Las personas más valoradas en el
campo laboral son las que ven así la vida.
Yo puedo ser alguien que da sin
esperar recibir nada a cambio. Me parece difícil, un sueño, un anhelo. Miro mi
corazón y veo intenciones mezcladas.
Veo que tengo mucho de los takers que dan de
forma estratégica. Porque les beneficia. A los takers
“les gusta más recibir que dar. Ponen sus intereses antes que los de los
otros”.
No quiero ser así, pero me
encuentro actuando así en la vida. Mi ego, mi interés, mi sueño, por encima del
resto. A veces veo que prefiero recibir sin tener que dar.
La tercera forma de actuar es la
de los matcher. Ellos luchan
por conseguir un equilibrio perfecto entre dar y recibir. Buscan
la reciprocidad en la entrega. Sus relaciones se basan en un intercambio justo
de favores. Ni más ni menos. Esa forma de mirar la vida me vuelve egoísta y
autorreferente.
Tengo claro que los que
triunfan, aquellos a los que les va bien en el amor, los
que logran cuidar relaciones más sanas y profundas, son los que dan sin esperar
nada.
Son los dadores. Los que aman de
forma incondicional. Son una rara especie, es verdad. Pero es el ideal que
persigo.
Jesús era así y me ha señalado
el camino. Y los santos a los que admiro han sido así. No llevan cuenta del mal
que reciben, ni del bien que dejan de percibir. No hablan de injusticias y no
se quejan. No se sienten heridos ante el más mínimo desprecio.
Han
puesto su mirada en la necesidad del que está a su lado. Y eso los salva, los sana y hace que sean felices.
Quiero ser así. Quiero que Dios
me haga dador. Que aumente mi generosidad. Que cambie mi mirada. No es tan
sencillo pero es lo que desea mi alma herida.
Un milagro que me cambie por
dentro. Una forma de amar que se afiance en mi corazón. Una entrega que no
mida. Una generosidad que no busque siempre recibir a cambio.
Es verdad lo que comenta el papa
Francisco: “El hombre tampoco puede vivir exclusivamente del amor
oblativo, descendente. No puede dar únicamente y siempre, también debe recibir. Quien
quiere dar amor, debe a su vez recibirlo como don”[1].
Necesito ser amado para amar bien.
Haber recibido antes para poder dar. Sé también que nunca tendré intenciones
puras. Habrá una mezcla de intenciones. Algunas buenas. Otras no tanto, más
egoístas.
Lo importante no es lograr esa
pureza santa que tenían sólo Jesús y María. Yo tengo pecado original. Y en
mi confusión de intenciones quiero que predominen en mí las que hablan de
generosidad y entrega, sin esperar nada como contrapartida.
Carlos Padilla Esteban
Fuente:
Aleteia