Creo
que tengo que romperme un poco más para que Dios pueda usarme y pueda
multiplicar mis panes y mis peces
Lukasz Porwol-CC |
Pongo en sus manos mis pocos
panes y peces y veo de repente la sobreabundancia: “Cuando se saciaron, dice a sus discípulos:
– Recoged los trozos sobrantes para que nada se pierda. Los recogieron, pues, y
llenaron doce canastos con los trozos de los cinco panes de cebada que sobraron
a los que habían comido”.
Esa desproporción
entre la gracia y la naturaleza me asombra siempre. Entre mi
pequeñez y lo que Dios hace en mí. Entre mi egoísmo y la generosidad de Dios.
Me asombran los milagros de los
que soy testigo. El pan que llega para todos cuando parecía tan escaso y la
mies era tan amplia. Veo que muchos quedan saciados y sobra.
Leía el otro día: “El
hombre unido a Dios es la potencia más fuerte, es el partido más poderoso. Desde el
punto de vista de la instrumentalidad comprendemos también las palabras del
Señor: – El que me envió está conmigo y no me deja solo, porque yo hago siempre
lo que le agrada”[1].
Me sorprende ese Dios que actúa
en mí porque nunca me deja solo. Y hace milagros. Me uno al asombro de los que
quieren coronar rey a Jesús: “Al ver la gente la señal que había
realizado, decía: – Este es verdaderamente el profeta que iba a venir al
mundo”.
Yo muchas veces creo más con los
signos extraordinarios de su amor. Cuando veo milagros en mi vida mi fe
aumenta.
Lo extraordinario llena mi
corazón y quizás por eso voy buscando siempre lo que sorprende, lo milagroso,
lo extraordinario.
La desproporción me ayuda a
valorar mi pequeño aporte y saber que Dios hace milagros con mi vida pequeña.
Pero no
quiero quedarme en esa búsqueda obsesiva de lo extraordinario.
Porque realmente Dios es cotidiano. Tan
cotidiano como el pan que llega para todos sin que yo pueda entenderlo.
Me siento pequeño y me siento
instrumento en las manos de Dios, de María. Pero a menudo no soy tan libre como
comenta el padre José Kentenich: “En virtud de su carácter de instrumento ha
de luchar seriamente por un desasimiento total de sí mismo, sobre todo de su
enferma voluntad propia. Porque donde hay una voluntad caprichosa, el
instrumento cesa de estar unido a Dios y ya no se deja guiar por Él hacia todas las tareas y metas para
la cual Dios lo ha previsto y lo quiere usar”[2].
Necesito
desasirme de mi ego,
de mis caprichos egoístas y así ser más libre en las manos de Dios. No quiero
ser caprichoso porque mi capricho con frecuencia me hace
infecundo.
A veces me siento caprichoso.
Quiero hacer mis planes, seguir mis deseos, luchar por lo que me parece bueno.
Pero no escucho y no veo
a Dios en todas mis decisiones. La voluntad del instrumento es
la voluntad de quien dispone de él.
Así quiero ser yo. Un
instrumento apto. Un instrumento libre. Me pongo en manos de Jesús para que me
use a su antojo.
No me veo tan dócil. No me veo
tan dispuesto. Creo que tengo que romperme un poco más
para que Dios pueda usarme. Y pueda multiplicar mis panes y mis peces.
Pueda disponer de mi voluntad esquiva. Pueda hacerme de nuevo para sembrar su
palabra entre los hombres.
Me sigue costando creer en el
efecto multiplicador de mi vida. Puedo ser fecundo si dejo que Dios actúe a
través de mi vida.
A veces veo la desproporción.
Pero otras veces no veo nada, simplemente mi entrega, y no veo frutos. Tal vez
he perdido el asombro.
No quiero perder la capacidad de
los niños para asombrarse ante la vida. Quiero mirar mi vida y sentir que es
muy pequeña.
Quiero descubrir la mano de Dios
oculta guiando mis pasos. Descubrir su voz alentando mi ánimo. Y ver frutos que
no son proporcionados teniendo en cuenta la poca generosidad de mi entrega.
Dios siempre da más de lo que yo
entrego. Siempre logra más en mí de lo que yo creo que puedo lograr explotando
mis talentos. Hace grandes milagros con mi debilidad. Logra
grandes metas sirviéndose de mi flaqueza. Soy así de pequeño.
Carlos
Padilla Esteban
Fuente:
Aleteia