No
tienen fe. No buscan creer. No piensan que Jesús pueda aportarles algo nuevo a
sus vidas... y podría pasarme a mi también
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Los fariseos buscan a Jesús. Quieren
verlo. Eso me impresiona. Quieren saber cómo vive, qué piensa, qué siente: “Los
fariseos con algunos escribas llegados de Jerusalén se acercaron a
Jesús”. Jesús era un hombre no formado, hijo de un carpintero.
No vivía en Jerusalén, sino en
Galilea. Algunos fueron expresamente desde Jerusalén para conocer al maestro
oculto entre los hombres. No querían unirse al grupo de sus seguidores. No
estaban abiertos a la novedad. Tenían su idea formada.
Todo tendría una explicación.
Jesús no podía ser el Mesías esperado. No podía ser un salvador tan humano. Era
un impostor.
A
menudo quiero justificar lo irracional. Darle sentido a lo milagroso. Entender las razones del actuar de Dios.
Leía el otro día: “¿Debo
racionalizar siempre las cosas? ¿Debo apresurarme siempre a buscarle una
explicación a todas las cosas a la luz de la razón? ¿Qué es lo que me ha dado
la razón, sino tristeza? Sin embargo, me disgustan las cosas sin
lógica; las considero infantiles, incluso profanas”.
Esa forma de pensar me acaba
quitando la paz. Necesito un corazón de niño para acercarme
a lo nuevo, a lo que no controlo, a lo que se escapa a mi
razón.
Necesito la fe de los niños que
se maravillan ante la vida como es. No pretenden entender todas sus razones.
Simplemente se abren a las cosas como vienen y las disfrutan. Una fe ingenua,
sencilla. Una fe clara y abierta. Una mirada sonriente.
No era la mirada de los fariseos
que se creían en posesión de la verdad. Así es muchas
veces mi actitud ante la vida.
Creo que tengo yo la razón. Sé
cómo funciona todo. Nadie me va a engañar, lo tengo claro. Esa forma de mirar
me hace infeliz. No me abro a la sorpresa. No quiero que nadie me cambie mis
ideas.
A veces me encuentro con
cristianos que sólo quieren encontrar libros, textos, miradas, que confirmen
sus puntos de vista. Sacerdotes que asientan a sus razonamientos. Y cuando no
los encuentran, se indignan.
Tal vez he cerrado mi forma de
mirar la vida. He clausurado por miedo mi forma de vivir y entender a Dios. He
hecho razonable su actuar y ya nada puede sorprenderme.
Los fariseos venían desde
Jerusalén sólo para ver cuándo Jesús hacía algo imprudente. Hoy encuentran una
primera razón: “Y vieron que algunos de sus discípulos comían con las manos
impuras, es decir, sin lavar”.
La ley estaba clara: “Los
fariseos y todos los judíos no comen sin haberse lavado las manos hasta el
codo, aferrados a la tradición de los antiguos, y al volver de la plaza, si no
se bañan, no comen; y hay muchas cosas que observan por tradición, como la
purificación de copas, jarros y bandejas”.
La importancia de la pureza. La
limpieza de la comida y de todo lo que usan para comer. Que nada impuro entre
en su interior.
Las purificaciones eran algo
fundamental para los judíos. ¿Tan fundamental que nadie podía saltarse el más
mínimo mandamiento?
Juzgan en su interior a Jesús
que permite la impureza. Jesús acepta que no se laven. Se saltan una norma
importante cuando está claro lo que quiere Dios: “No añadiréis nada a lo que Yo os mando, ni
quitaréis nada; para así guardar los mandamientos de Yahveh vuestro Dios que Yo
os prescribo. Guardadlos y practicadlos, porque ellos son vuestra sabiduría y
vuestra inteligencia a los ojos de los pueblos”.
Los mandamientos son un camino
de vida y sabiduría. Una forma de entender la vida. Una manera de crecer en
profundidad y belleza ante los ojos de Dios. Un camino para ser más felices.
Parecía imposible saltarse un
precepto, aunque no fuera tan importante. No lavarse no era algo baladí.
Implicaba ir contra una tradición arraigada profundamente en el alma del judío.
¿Por qué lo permite Jesús?
Él
mismo luego dirá que no ha venido a abolir la ley. Ni un solo precepto. ¿Por
qué lo permite ahora?
Tal
vez es la pequeñez de la mirada de los fariseos lo que le duele a Jesús en el
corazón. Se han quedado en la apariencia.
No han venido a conocer a Jesús.
No quieren saber lo que piensa, ni cómo vive. No pretenden dejarse tocar por lo
que hace. Lo racionalizan todo y en su juicio Jesús ya ha sido condenado. Es un
pobre hombre sin sabiduría que nada tiene que aportar a nadie.
¿Cómo es posible abrirse a lo
que dice cuando el corazón está cerrado ante su rostro? Jesús no pudo hacer nunca un milagro
delante de un corazón sin fe.
Lo
fariseos no tienen fe. No buscan creer. No piensan que Jesús pueda aportarles algo nuevo a sus
vidas. Desconfían de ese hombre que, sin tener formación ni sabiduría, logra
que le sigan las muchedumbres.
Carlos Padilla Esteban
Fuente:
Aleteia