No quiero angustiarme por hacer cosas. No siempre
hacer muchas cosas va a ser lo más importante
![]() |
Anne Worner-CC |
Me gusta hacer las cosas con rapidez. A veces me precipito y no lo hago todo
perfecto. Pretendo hacer dos o más cosas a la vez. Pensando que puedo. Anhelo
resolver los problemas cuando se presentan y no esperar a mañana. No quiero
dejarlo todo para el día siguiente. No me gusta agobiarme pensando en lo que
tengo que hacer y no hago. En lo que puede llegar a suceder, cuando todavía no
sucede.
El otro día
leía sobre la palabra Procrastinación. Un sacerdote había escuchado a un
penitente confesar este pecado. Al principio no entendía muy bien por dónde iba
su falta. Al final entendió que era un pecado parecido a la pereza.
Es la
tendencia a retrasar lo que tengo que hacer. Lo retraso, tardo en hacerlo. Dejo
para mañana lo que puedo hacer hoy. Pospongo sin una razón suficiente lo que
puedo hacer inmediatamente.
Al pensar en
este pecado del cual hoy muchos se confiesan, creo que quizás no lo cometo. No
me gusta tardar mucho en hacer algo. No dejo de hacer lo que tengo que hacer
ahora. No lo sé, no es una virtud. Más bien es una tendencia natural que a
veces me juega malas pasadas.
Por eso yo
más bien me confieso de un pecado distinto. Lo definiría con una palabra inventada,
precrastinación. Es la tendencia a hacer de forma imperfecta
y precipitada ciertas cosas que podría haber hecho con más calma y cuidado. Tal
vez no peco por no hacer algo. Pero sí puedo pecar por hacer las cosas de forma
imperfecta o hacerlas mal sencillamente. Esta tendencia mía facilita que haga
las cosas sin miedo a equivocarme y sin el afán de hacerlo todo perfecto.
No pretendo
que todo salga sin errores. Sufro menos en la realización, aunque luego
encuentro fallos, carencias, límites que he pasado por alto en mi velocidad
para hacerlo todo. Quizás me libro del pecado de la omisión o de dejar de hacer
lo que me toca hacer.
No dejo de
exponerme haciendo algo, como aquel que por miedo al ridículo y al rechazo no
se arriesga nunca y no pierde su vida. Yo sí me arriesgo. A veces en exceso y
pierdo la vida. Hago lo que deseo hacer. No dejo de realizar obras. No
permanezco pasivo en mi fe.
Dice hoy el
apóstol: «¿De qué le sirve a uno,
hermanos míos, decir que tiene fe, si no tiene obras?». Pero puede que
mis obras sean imperfetas, estén incompletas o inconclusas. Puede que cometa
errores que podía haber evitado. En el fondo de mi alma sé que quiero hacerlo
todo bien. Eso es lo que más deseo. Y quiero hacerlo rápido. Quiero hacer el
bien a los hombres. Ahora, siempre. No quiero dejar nunca de ejercer la
caridad. No quiero que mi fe sea una fe muerta. Me gusta actuar, ponerme en
camino.
Sé que una fe
muerta no me salva: «¿Es que esa fe lo
podrá salvar? Supongamos que un hermano o una hermana andan sin ropa y faltos
del alimento diario, y que uno de vosotros les dice: – Dios os ampare; abrigaos
y llenaos el estómago. y no les dais lo necesario para el cuerpo; ¿de qué
sirve?».
Me da miedo
caer en la inacción, en la omisión, en la parálisis de mi alma. Pero también me
asusta hacer las cosas mal por precipitarme en mi entrega. Es verdad que es
imposible que se equivoque el que nada hace. Que rompa algo el que no ayuda en
nada. El que no se mueve no altera el mundo que lo rodea.
Pero su
omisión se convierte en el pecado de tibieza que más detesta el Señor. Y yo no
quiero ser tibio, no quiero permanecer ocioso, quieto. No quiero ser el que
omite y se ausenta. Entre la perfección y la inacción hay muchos matices. No
sabría definirlos ni decir dónde me encuentro yo. Pero sueño con hacer las
cosas bien. Con hacerlas de todos modos, porque es mi obra la que da fuerza a
mi fe.
Hoy así lo
escucho: «Tú tienes fe, y yo tengo
obras. Enséñame tu fe sin obras, y yo, por las obras, te probare mi fe». Una
fe que se muestra en obras tiene sentido. Un deseo profundo del corazón que se
hace amor concreto merece la pena.
Hay tantas
personas que sufren por no hacer lo que desean. Se propusieron muchas cosas en
el amanecer de sus vidas. Soñaron con un camino mejor. Con mejores proyectos. Y
ahora se encuentran en el mediodía de la vida con un cierto pesar por lo que no
hicieron nunca. Se arrepienten de sus miedos, de su pereza, de su dejadez.
Sufren porque no fueron capaces de lograr llevar a la vida lo que habían
soñado.
Como decía
una persona: «Yo tengo las buenas ideas.
Alguien las realizará». Esa mirada me pareció algo cómoda y
aburguesada. No muevo un brazo por realizar lo que he pensado. Lo que he
soñado. Lo que más deseo realizar. No quiero que me pase.
Pero tampoco
quiero caer en lo que dice el filósofo coreano Byung-Chul Han: «Ahora uno se explota a sí mismo y cree
que está realizándose. Se ha pasado, del deber de hacer una cosa al poder
hacerla. Se vive con la angustia de no hacer siempre todo lo que se puede».
Uno quiere
realizarse. Quiere hacer lo que desea hacer. Y entonces surge una angustia
nueva de hacer para ser más, para ser mejor. Como
si haciendo más cosas fuéramos más plenos y más felices. Me han dicho que mi
vida es muy importante. Y vivo en un constante deseo de que sea verdad. Quiero
llegar a la meta del camino trazado. Alcanzar todos los logros que imagino. Si
quiero, puedo. Me convenzo.
Es ese afán
por hacer cosas el que me crea una cierta ansiedad. Cuando no lo consigo.
Cuando alguien se interpone en mi camino. Cuando no puedo. Entonces pierdo. Me
repiten muchas veces que si yo quiero hacer algo puedo hacerlo. Pero no siempre
sucede. No siempre logro lo que pretendo. Pueden fallarme las fuerzas, o el
cuerpo. Puede la falta de dinero o de medios impedir que siga el camino
trazado.
No quiero
angustiarme por hacer cosas. No siempre hacer muchas cosas va a ser lo más
importante. Es más valioso dejarme
hacer por Dios que hacer por hacer. Más
valioso estar con Él que angustiarme haciendo mucho.
Carlos Padilla
Esteban
Fuente:
Aleteia