Decálogo
para avanzar en comunidad
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Me gusta tomar
conciencia de algo que es evidente, pero a veces lo olvido. En esta vida no voy
solo, camino con otros. Camino junto a otros.
En ocasiones
creo que todo depende de mí. Mi felicidad, mi crecimiento, mis sueños. Pero
luego tomo conciencia de que soy parte de un todo, de un cuerpo, de
una Iglesia.
No es fácil
caminar con otros. Lo compruebo con frecuencia. No piensan como yo, no miran la
vida con mis ojos. Y yo deseo hacer lo que yo quiero. Busco mi interés y
no me dejo ayudar.
¡Cuánto cuesta
dejarse cuidar, ayudar, querer! Tiendo a
hablar en primera persona conjugando todos los verbos. Quiero solucionar todos
los problemas y barreras que encuentro en mi camino. Lo quiero todo. Yo solo.
Pero no es
así. No estoy solo. En medio de mis miedos y preocupaciones alguien se
acerca a mí. Me ayuda. Se solidariza con mi dolor. Me sostiene cuando
estoy a punto de caer y me siento impotente. Alienta mis desánimos. Eleva mi
alegría.
Habla el papa
Francisco de esa comunión soñada: “La unidad a la que hay
que aspirar no es uniformidad, sino una ‘unidad en la diversidad’,
o una ‘diversidad reconciliada’. En ese estilo enriquecedor de
comunión fraterna, los diferentes se encuentran, se respetan y se valoran, pero
manteniendo diversos matices y acentos que enriquecen el bien común”[1].
Asumir las
diferencias me enriquece. Dejarme complementar sin querer imponer mi
forma de ver las cosas. Es difícil.
Me duele tanto
no ser capaz de amar al que no es como yo… Me duele mi incapacidad
cuando me cierro y busco sólo al que me resulta fácil, al que me ayuda, al
que me ama bien.
Quisiera tener
un corazón más libre y abierto. Un corazón más generoso para darme por
entero en una comunión de destinos.
No voy yo solo
hacia el cielo. Camino con muchos que recorren mi camino. No me dejo
estar. Necesito aprender el arte de la complementación. Respetar y
valorar al diferente, al que no es como yo.
Enriquecerme en
una ayuda mutua que me hace mejor. A mí. Al otro. No quiero ser tan
individualista. Me cuesta ser autorreferente y buscar sólo mi
bienestar o pensar que mi misión es la única que importa.
Jesús me pide
que viva la misión que me ha regalado. Quiero vivirla con otros, en
comunión con otros. Es esa la comunidad a la que estoy llamado. Es una forma de
vivir totalmente nueva.
Comenta el
padre José Kentenich: “Comunidad expresa una nueva manera de existir,
una forma de ser enteramente nueva. El orden de ser de una comunidad no
puede ser concebido como una adición o multiplicación de individuos, sino como
una entidad completamente nueva”[2].
Vivir en
comunidad con los que caminan conmigo exige mucho de mí:
- Exige libertad interior para dejarme enriquecer con los que son diferentes.
- Descubrir que sólo si renuncio a mis deseos puedo abrazar los deseos que otros me proponen.
- Reconocer la voz de Dios en las críticas, cuando me dicen lo que no quiero oír.
- Aceptar que no todos tienen que estar de acuerdo conmigo, que eso no es posible.
- No criticar al que me agrede.
- No rechazar al que no piensa como yo.
- Ser misericordioso con el que ha pecado.
- Acoger al débil y pensar que su vida merece la pena.
- No descalificar a nadie.
- Querer a todos en su originalidad.
Me parece tan
difícil…
La comunidad
que anhelo es un sueño. Es la familia en la que cada uno tiene un lugar
en el que echar raíces. Y el mal de mi hermano me duele tanto como el
propio. Y el bien que recibe me alegra tanto como el que yo recibo.
Hace falta
mucha generosidad para renunciar al protagonismo de las estrellas. Ser
uno más, sin muchas distinciones. Aceptar que no reconozcan todo lo que
entrego, todo lo que hago.
Estar dispuesto
al cambio. Siempre en comunidad veo con más claridad mis límites,
mis carencias, mis torpezas.
Miro a Jesús
que vivió con hermanos, formó una comunidad. Hoy escucho refiriéndose al
sacerdote: “Él puede comprender a los ignorantes y extraviados, ya que
él mismo está envuelto en debilidades” (Hebreos 5, 2).
Hace falta
mucha misericordia para acoger los errores cometidos y volver a empezar. No
quiero dejar de creer en aquel que me ha confiado Dios para caminar juntos.
Es el misterio
de la vida que se entrega en comunidad. Me vuelvo solidario. Sufro con las
debilidades y flaquezas que veo en mi familia. Las miro como las mira Jesús,
con un corazón grande que todo lo acepta y bendice.
Dejo de mirar
sólo mis necesidades. Me pregunto quién sufre a mi lado, quién
necesita que acuda en su ayuda. A quién tengo que acompañar y cuidar. Quién
requiere mi tiempo y mi vida. Necesito un corazón familia, un corazón hogar.
Decía el Padre
Kentenich: “El hombre nuevo es el hombre interiormente animado, el
hombre penetrado de espíritu, que está unido a otros en una verdadera
comunidad. Es el que sabe estar espiritualmente en el otro, con el otro
y para el otro”[3].
Ese hombre
nuevo es el que yo quiero ser. No un hombre individualista y egoísta. Más bien
un hombre que vela por el todo. Sufre con los que sufre. Asume
como propio el pecado de su prójimo. Y no pasa de largo ante el que sufre.
Construye con
el caído y con el que tiene éxito. Y mira a los dos de igual manera, con
infinita misericordia. Así quiero construir yo mi vida.
Así quiero amar
hasta el extremo. Saliendo de los muros que me encierran en mi interior. Y
dándome por entero, sin miedo a perder nada.
Así es la
comunidad con la que camino y me salvo. No voy solo nunca. En mi alma llevo
a los que necesitan, a los que suplican, a los que más sufren.
Carlos Padilla Esteban
Fuente:
Aleteia