A veces dejo de cuidar lo propio y con ello no enriquezco a
otros
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Me parece muy delicada la forma cómo la
Biblia habla del hombre y la mujer: “El Señor Dios se dijo: – No está bien que
el hombre esté solo; voy a hacerle alguien como él que lo ayude”. Esa
complementación del hombre y la mujer. No quiere que esté solo. Y sabe que en
ambos hay rasgos femeninos y masculinos.
Hoy se mira esta visión como
anacrónica, propia de tiempos pasados. Pero creo que en esa mentalidad pierdo
más que gano.
Decía el P. Kentenich: “Si el
hombre no es hombre ni la mujer, mujer, estaremos entonces en presencia de una
revolución en el campo del ser. ¿Hacia dónde llevará una tal revolución? El
peligro está en que ambas modalidades ya no se complementen más porque ya no
abrazan ni cultivan más su respectiva originalidad”[1].
El hombre deja de cultivar sus
rasgos masculinos y la mujer sus rasgos femeninos. Pero ambos a su vez
necesitan la complementación. El enriquecimiento mutuo.
Añade el Padre Kentenich: “En mi
condición de varón, no me redimiré por el cultivo de un estoicismo insensible
si no he desarrollado adecuadamente en mi alma el elemento femenino”[2].
Si soy hombre necesito cultivar
en mí lo que me complementa, lo femenino. Y si soy mujer lo masculino. Pero a
veces dejo de cuidar lo propio y con ello no enriquezco a otros.
Dios no quería que el hombre
estuviera solo. Dios pensó en alguien como él. De la misma dignidad. Pero
sabiendo que en las diferencias se complementarían y enriquecerían.
Es necesario cultivar lo
original. Cada uno sabe qué es lo propio que enriquece al otro. El
hombre y la mujer se necesitan. No para competir, sino para enriquecerse.
Tengo que aprender a ser hijo
para poder ser hermano, para poder darme desde mi originalidad sin entrar en
una lucha por ganarme mi lugar. Necesito ser hijo ante Dios para poder darme
mejor desde lo que soy.
Comenta el Padre Kentenich: “En el
caso del varón, la filialidad ayuda a formar hombres auténticos, que sepan
dominar su natural ímpetu, adherir a los valores del espíritu y enfrentar con
valentía las circunstancias que les toque vivir. En cuanto a la mujer, la filialidad
contribuye a formar mujeres que sepan mantener siempre en alto un espíritu
valiente, de servicio heroico y plenamente femenino, como hijas y siervas de
Dios”[3].
Tengo
que descubrir mi originalidad.
Aceptarme como soy en mis diferencias. Quererme en mi fragilidad. Y sólo
entonces podré luchar por ser mejor y sacar lo mejor que hay en mí.
Debería aprender a decirle a mi
cónyuge, a mis padres, a mi hermano, a mi amigo: “Tú siempre sacas lo mejor que hay en
mí”. Me gustaría escuchar lo mismo de aquel a quien amo en el
camino de la vida.
Lo malo es cuando en el fragor
de la batalla me echan en cara que logro lo contrario: “Siempre
sacas lo peor de mí”.
Cuando
amo con inocencia y pureza sé apreciar la belleza en aquel que me complementa y
enriquece. Cuando mi amor es condicionado vivo buscando que me den, que se sacrifiquen por mí.
No tengo que renunciar a mí
mismo en el amor. Es precisamente mi originalidad lo que
enriquece, lo que complementa, lo que sana.
Necesito conocer mi verdad más
honda. Mis virtudes y defectos. Las fuerzas de mi corazón para aprender a
darlas.
A
veces por miedo al rechazo me escondo y me guardo. Me da miedo darme en mi originalidad.
O bien porque no me veo bello. O bien porque he experimentado el desprecio con anterioridad.
Es verdad que Dios ve toda mi
belleza y se alegra conmigo. Pero también en el camino de la vida Dios me pone
personas para que aprenda a ver en ellos su amor incondicional.
Ellos me aceptan en mi
originalidad sin rechazarme. Y me quieren como soy sin querer cambiarme. Ese
amor humano refleja de forma imperfecta todo el amor que Dios me tiene.
Carlos Padilla Esteban
Fuente:
Aleteia