Homilía del Papa Francisco
Francisco predica la homilía en la Canonización © Vatican Media |
El
Papa Francisco ha proclamado santos al Pontífice Pablo VI (Giovanni
Battista Montini) (1897-1978), al Arzobispo de San Salvador Óscar
Arnulfo Romero Galdámez (1917-1980); al sacerdote diocesano Francesco
Spinelli (1853-1913); al presbítero Vincenzo Romano (1751-1831); a la virgen
Maria Caterina Kasper (1820-1898); a la virgen Nazaria Ignacia de
Santa Teresa de Jesús (1889-1943); y al laico Nunzio Sulprizio (1817-1836).
La
Misa de Canonización se ha celebrada este domingo, 14 de octubre, a las 10:15
horas, en la plaza de San Pedro, en el contexto del Sínodo de los Obispos,
sobre los jóvenes, la fe y discernimiento vocacional, que se celebra en el
Vaticano del 3 al 28 de octubre.
“O todo o nada”
Siguiendo
el ejemplo de estos nuevos 7 santos católicos, el Santo Padre Francisco ha
anunciado: “Jesús es radical. Él lo da todo y lo pide todo: da un amor
total y pide un corazón indiviso”.
“También
hoy se nos da como pan vivo, ¿podemos darle a cambio las migajas?”, ha
planteado el Papa en la plaza de San Pedro. “A él, que nos ofrece la vida
eterna, no podemos darle un poco de tiempo sobrante. Jesús no se conforma con
un «porcentaje de amor»: no podemos amarlo al veinte, al cincuenta o al sesenta
por ciento. O todo o nada”.
“No a medias, sino a la
santidad”
Francisco
ha explicado que “nuestro corazón debe elegir entre amar a Dios o amar las
riquezas del mundo, vivir para amar o vivir para sí mismo” y ha propuesto:
“Preguntémonos de qué lado estamos. Preguntémonos cómo va nuestra historia
de amor con Dios. ¿Nos conformamos con cumplir algunos preceptos o seguimos a
Jesús como enamorados, realmente dispuestos a dejar algo para él?”.
Pablo
VI, en medio de dificultades e incomprensiones, testimonió “de una manera
apasionada la belleza y la alegría de seguir totalmente a Jesús”, ha señalado
el Papa Francisco. Hoy nos exhorta “a vivir nuestra vocación común: la vocación
universal a la santidad. No a medias, sino a la santidad”.
“Dejó la seguridad del
mundo”
“Es
hermoso que junto a él y a los demás santos y santas de hoy, se encuentre
Monseñor Romero, quien dejó la seguridad del mundo, incluso su propia
incolumidad, para entregar su vida según el Evangelio, cercano a los pobres y a
su gente, con el corazón magnetizado por Jesús y sus hermanos”, ha expresado el
Santo Padre.
Asimismo,
Francisco ha asegurado que Francisco Spinelli, Vicente Romano, María
Catalina Kasper, Nazaria Ignacia de Santa Teresa de Jesús y Nuncio Sulprizio,
“el santo joven”, “han traducido con la vida la Palabra de hoy, sin
tibieza, sin cálculos, con el ardor de arriesgar y de dejar. Que el Señor nos
ayude a imitar su ejemplo”.
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Homilía del Papa Francisco
La
segunda lectura nos ha dicho que «la palabra de Dios es viva y eficaz, más
tajante que espada de doble filo» (Hb 4,12). Es así: la palabra de Dios no
es un conjunto de verdades o una edificante narración espiritual; no, es
palabra viva, que toca la vida, que la transforma. Allí, Jesús en persona, que
es la palabra viva de Dios, nos habla al corazón.
El
Evangelio, en particular, nos invita a encontrarnos con el Señor, siguiendo el
ejemplo de ese «uno» que «se le acercó corriendo» (cf. Mc 10,17).
Podemos identificarnos con ese hombre, del que no se dice el nombre en el texto,
como para sugerir que puede representar a cada uno de nosotros. Le pregunta a
Jesús cómo «heredar la vida eterna» (v. 17). Él pide la vida para siempre,
la vida en plenitud: ¿quién de nosotros no la querría? Pero, vemos que la pide
como una herencia para poseer, como un bien que hay que obtener, que ha de
conquistarse con las propias fuerzas. De hecho, para conseguir este bien ha
observado los mandamientos desde la infancia y para lograr el objetivo está
dispuesto a observar otros; por esto pregunta: «¿Qué debo hacer para
heredar?».
La
respuesta de Jesús lo desconcierta. El Señor pone su mirada en él y lo ama (cf.
v. 21). Jesús cambia la perspectiva: de los preceptos observados para obtener
recompensas al amor gratuito y total. Aquella persona hablaba en términos de
oferta y demanda, Jesús le propone una historia de amor. Le pide que pase de la
observancia de las leyes al don de sí mismo, de hacer por sí mismo a estar
con él. Y le hace una propuesta de vida «tajante»: «Vende lo que tienes, dáselo
a los pobres […] y luego ven y sígueme» (v. 21). Jesús también te dice a ti:
«Ven, sígueme». Ven: no estés quieto, porque para ser de Jesús no es suficiente
con no hacer nada malo. Sígueme: no vayas detrás de Jesús solo cuando te
apetezca, sino búscalo cada día; no te conformes con observar los preceptos,
con dar un poco de limosna y decir algunas oraciones: encuentra en él al Dios
que siempre te ama, el sentido de tu vida, la fuerza para entregarte.
Jesús
sigue diciendo: «Vende lo que tienes y dáselo a los pobres». El Señor no hace
teorías sobre la pobreza y la riqueza, sino que va directo a la vida. Él te
pide que dejes lo que paraliza el corazón, que te vacíes de bienes para
dejarle espacio a él, único bien. Verdaderamente, no se puede seguir a Jesús
cuando se está lastrado por las cosas. Porque, si el corazón está lleno de
bienes, no habrá espacio para el Señor, que se convertirá en una cosa más. Por
eso la riqueza es peligrosa y – dice Jesús–, dificulta incluso la salvación. No
porque Dios sea severo, ¡no! El problema está en nosotros: el tener
demasiado, el querer demasiado sofoca nuestro corazón y nos hace incapaces de
amar. De ahí que san Pablo recuerde que «el amor al dinero es la raíz de todos
los males» (1 Tm 6,10). Lo vemos: donde el dinero se pone en el centro, no hay
lugar para Dios y tampoco para el hombre.
Jesús
es radical. Él lo da todo y lo pide todo: da un amor total y pide un corazón
indiviso. También hoy se nos da como pan vivo; ¿podemos darle a cambio las
migajas? A él, que se hizo siervo nuestro hasta el punto de ir a la cruz por
nosotros, no podemos responderle solo con la observancia de algún precepto. A
él, que nos ofrece la vida eterna, no podemos darle un poco de tiempo sobrante.
Jesús no se conforma con un «porcentaje de amor»: no podemos amarlo al veinte,
al cincuenta o al sesenta por ciento. O todo o nada.
Queridos
hermanos y hermanas, nuestro corazón es como un imán: se deja atraer por el
amor, pero solo se adhiere por un lado y debe elegir entre amar a Dios o amar
las riquezas del mundo (cf. Mt 6,24); vivir para amar o vivir para sí
mismo (cf. Mc8,35). Preguntémonos de qué lado estamos. Preguntémonos cómo
va nuestra historia de amor con Dios. ¿Nos conformamos con cumplir algunos
preceptos o seguimos a Jesús como enamorados, realmente dispuestos a dejar algo
para él? Jesús nos pregunta a cada uno personalmente, y a todos como Iglesia en
camino: ¿somos una Iglesia que solo predica buenos preceptos o una
Iglesia-esposa, que por su Señor se lanza a amar? ¿Lo seguimos de verdad o
volvemos sobre los pasos del mundo, como aquel personaje del Evangelio?
En
resumen, ¿nos basta Jesús o buscamos las seguridades del mundo? Pidamos la
gracia de saber dejar por amor del Señor: dejar las riquezas, la
nostalgia de los puestos y el poder, las estructuras que ya no son adecuadas
para el anuncio del Evangelio, los lastres que entorpecen la misión, los lazos
que nos atan al mundo. Sin un salto hacia adelante en el amor, nuestra vida y
nuestra Iglesia se enferman de «autocomplacencia egocéntrica» (Exhort.
ap. Evangelii gaudium, 95): se busca la alegría en cualquier placer
pasajero, se recluye en la murmuración estéril, se acomoda a la monotonía de
una vida cristiana sin ímpetu, en la que un poco de narcisismo cubre la
tristeza de sentirse imperfecto.
Así
sucedió para ese hombre, que –cuenta el Evangelio– «se marchó triste» (v.
22). Se había aferrado a los preceptos y a sus muchos bienes, no había dado su
corazón. Y aunque se encontró con Jesús y recibió su mirada amorosa, se fue
triste. La tristeza es la prueba del amor inacabado. Es el signo de un corazón
tibio. En cambio, un corazón desprendido de los bienes, que ama libremente al
Señor, difunde siempre la alegría, esa alegría tan necesaria hoy. El santo
Papa Pablo VI escribió:
«Es
precisamente en medio de sus dificultades cuando nuestros contemporáneos tienen
necesidad de conocer la alegría, de escuchar su canto» (Exhort. ap. Gaudete
in Domino, 9). Jesús nos invita hoy a regresar a las fuentes de la alegría, que
son el encuentro con él, la valiente decisión de arriesgarnos a seguirlo, el
placer de dejar algo para abrazar su camino. Los santos han recorrido este
camino.
Pablo
VI lo hizo, siguiendo el ejemplo del apóstol del que tomó su nombre. Al igual
que él, gastó su vida por el Evangelio de Cristo, atravesando nuevas fronteras
y convirtiéndose en su testigo con el anuncio y el diálogo, profeta de una
Iglesia extrovertida que mira a los lejanos y cuida de los pobres. Pablo VI,
aun en medio de dificultades e incomprensiones, testimonió de una manera
apasionada la belleza y la alegría de seguir totalmente a Jesús.
También
hoy nos exhorta, junto con el Concilio del que fue sabio timonel, a vivir
nuestra vocación común: la vocación universal a la santidad. No a medias,
sino a la santidad. Es hermoso que junto a él y a los demás santos y santas de
hoy, se encuentre Monseñor Romero, quien dejó la seguridad del mundo, incluso
su propia incolumidad, para entregar su vida según el Evangelio, cercano a
los pobres y a su gente, con el corazón magnetizado por Jesús y sus
hermanos. Lo mismo puede decirse de Francisco Spinelli, de Vicente Romano, de
María Catalina Kasper, de Nazaria Ignacia de Santa Teresa de Jesús y de Nunzio Sulprizio:
el santo joven, valiente y humilde, que ha sabido encontrar a Jesús en el
sufrimiento, en el silencio y en la ofrenda de sí mismo. Todos estos
santos, en diferentes contextos, han traducido con la vida la Palabra de hoy,
sin tibieza, sin cálculos, con el ardor de arriesgar y de dejar. Que el Señor
nos ayude a imitar su ejemplo.
© Librería Editorial Vaticano
Fuente:
Zenit