Conoce esa misión sólo tuya que se mueve en las
alas del Espíritu y multiplica de forma milagrosa tus gestos torpes
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N./Unsplash | CC0 |
Creo que Dios me ha dado una misión. Ni
mejor ni peor que otras. Simplemente la mía, la que encaja con la forma de mi
alma, con la hondura de mis sueños.
No quiero agobiarme anhelando
esas misiones que otros asumen en sus brazos con la facilidad de los santos.
Tal vez la mía sea pequeña y no
llame la atención. No resulte novedosa ni salvadora. Pero creo que sí salva. A
mí al menos si soy fiel a ella.
Y a otros. Porque quiero hacerlo
dando alegría como decía la Madre Teresa de Calcuta: “El gozo es la oración, el gozo es la
fuerza, el gozo es el amor. Es como una red de amor que coge a las almas. Dios ama a los
que dan con gozo (2C 9,7). Aquellos que dan con gozo, dan más”.
No
importa el tamaño de la misión, su envergadura. Lo que cuenta es el amor que
invierto, y el gozo que doy a otros.
Lo que cuenta es que sea en
comunión con el Señor. Porque como dice la misionera Victoria Braquehais, “al
final lo que cuenta es arrodillarse ante el Señor y entregárselo todo”.
Entregarle mi vida pobre y
débil. Entregarle mis fuerzas y talentos. Entregarlos y ponerlos al servicio de
la misión que Dios me ha confiado.
Decía el padre José Kentenich: “No
sobreestimar nuestra misión personal pero tampoco subestimarla. Porque cada
individuo está integrado e incorporado al drama de la historia del mundo y de
la historia de salvación.
Pero esto es sólo una parte muy pequeña del tremendo drama. Por lo tanto no nos
pongamos tanto en el primer plano. Estamos incorporados a esa voluntad de
salvación universal. No estamos solos”[1].
Me da paz mirar así mi misión.
Soy parte de un gran plan, de un gran sueño para la eternidad, para toda la
humanidad. Yo aporto un grano, una semilla, doy un paso,
vivo un sueño, un deseo.
Escribe san Óscar Romero: “Ningún
programa lleva a cabo la misión de Cristo. Plantamos las semillas que algún día
brotarán. Regamos las semillas que ya han sido plantadas, sabiendo que contienen
una promesa futura. Echamos los cimientos que necesitarán posterior desarrollo. Proveemos
la levadura que produce efectos más allá de nuestras aptitudes. No podemos
hacerlo todo, y al darnos cuenta de ello nos sentimos liberados. Eso nos permite hacer algo y hacerlo muy
bien. Será incompleto pero es un comienzo, un paso a lo largo del camino, y una
oportunidad para que la gracia del Señor aparezca y haga el resto”.
Esta verdad tan grande me libera
y al mismo tiempo me ata. Me libera de sueños de grandeza y agobios
ante la magnitud de las dificultades.
Me ata al hacerme responsable
de un sí dado, de un amor entregado de rodillas. No lo hago yo
todo. Pero sí hago algo. Algo pequeño y pobre. Mi aporte insignificante que tal
vez sólo yo veo y aprecio. Mi misión escondida en la maraña de un mundo que
anhela la luz de Dios.
Estoy llamado a llevar el gozo
de Dios. Su misericordia. ¿Cuál es mi misión concreta? ¿Dónde
brillan esos sueños que me hacen levantarme cada mañana con el corazón
encendido?
Un motivo para seguir luchando.
Una esperanza cuando las cosas se tuerzan. Un anhelo que despierta todas mis
fuerzas. Sí. La misión es concreta y se adapta a las orillas de mi alma.
Asumiendo mis miedos y debilidades. Construyendo sobre el barro con el que
moldeo mis días.
No
me quejo de la misión confiada. No puedo hacerlo. Es un don. Simplemente toco a menudo la fragilidad y
me conmueve pensar en todo lo que falta por hacer.
La misión de Dios en el mundo es
inmensa. Y mi parte es la pequeña parte de los hilos con los que tejo el paño
de mi vida. ¡Cómo no voy a pensar que hago poco! Siento que hay mucho más por
hacer y que mis semillas son una gota en el océano.
Mi misión permanece oculta en su
mayor parte. Lo visible es sólo un destello, una voz débil que anuncia algo. La
misión que importa no es la que todos ven y aplauden o
admiran. No es esa. Esa pasa, es fútil, es cambiante.
La
misión verdadera es la que ocurre en el interior de mi alma. La renuncia y la entrega silenciosa. Esa
que casi nadie ve ni aprecia.
Es la verdadera entrega de mis
días, de mi alma, de mis sueños. Es lo que nadie contará en ningún sitio,
porque sólo lo ve Dios. Casi como si no hubiera sucedido.
Es la que quedará sin nombre
grabada sobre la tierra. Pero es la que más valoro. Es la
entrega oculta y silenciosa que de verdad cambia el mundo.
Transforma los corazones, el mío el primero. Cambia la vida de muchos sin que
casi se den cuenta.
Es
la misión que se mueve en las alas del Espíritu y multiplica de forma milagrosa
mis gestos torpes y
vacíos. Esa misión es la que me hace estar orgulloso de mi vida.
Porque es tan fácil juzgar a las
personas por la superficie, por su apariencia… Sin entrar en sus actos más
ocultos. Sin valorar su entrega silenciosa.
El ruido nos hace olvidar lo
importante. Lo que se ve nos hace obviar la vida oculta y silenciosa de
Dios en los hombres, en mi alma.
Al final de mis días vendrá Dios
a abrazarme en silencio. Sin quedarse en mis errores. Sin rechazarme por mis
faltas.
Su abrazo sanador purificará lo
impuro de mi corazón. Y en su abrazo comprenderé el sentido de mi entrega. Y
veré mi misión más clara. Como un trazo de color sobre un pergamino en blanco y
negro. Trazado con debilidad por mi mano torpe.
Allí veré el sentido de mi sí. De mis
noes. De mi amor y de mis faltas. Y sabré que todo habrá valido la pena.
Carlos Padilla Esteban
Fuente:
Aleteia