Cómo mantener tu fidelidad a Dios
Francisco Moreno | CC0 |
Me dicen que tengo que ser más maduro. Que
no puede ser que salga con esas inmadureces en el momento menos pensado. Que ya
tengo años sobre mis espaldas y no puedo vivir como si fuera un niño.
Me dicen que la vida es exigente
y que cumplir años no es nunca sinónimo de madurez. Que el
crecimiento es lento. Más de lo que yo pensaba. De
dentro hacia fuera. Con altibajos y retrocesos.
A veces me sorprendo sintiendo
lo que sentía un día, siendo más joven. Y me turbo, me desconcierto. ¿No había
madurado ya? Parece ser que no lo suficiente.
La vida tiene eso, retrocesos
que asustan. He cambiado y sigo siendo el mismo.
En ese punto en el que parezco volver al origen. Cuando era más niño, más
inmaduro y adolecía de tantas cosas.
Pero ahora, pasados los años,
¿cómo es posible? ¿Sigo siendo el mismo inmaduro de entonces? ¿O
se trata de la vida no vivida? Esa vida que sofoqué un día buscando altas
cumbres. Y tapé entre sábanas queriendo olvidar mis instintos, mis tensiones,
mis pasiones, mis heridas.
Olvidarme de quién era para ser
distinto… ¿Pero no tenía claro que sólo si me aceptaba en mi verdad podría
madurar en lo más hondo?
Yo me fijo en las apariencias de
los otros. En los rasgos sublimados. Anhelo el cielo reflejado en la carne
herida.
Y me asombro de mí mismo cuando
siento, cuando sufro, cuando sigo siendo el mismo. ¿No
había pasado ya aquello que ahora me turba?
Vuelve de nuevo. Sigo siendo el
de entonces. Había soñado con ideales tan altos. Sublimes. Blancos. Había
imaginado la victoria final sobre todas mis debilidades. Era un ascenso lineal
hasta la cumbre. Sin caídas.
Pero ahora veo que tropiezo y
caigo. Retrocedo. Me veo cayendo metros abajo. Con lo
bien que estaba soñando alturas. Y de nuevo la carne, y el barro.
No quiero negar la fragilidad de
mis luchas. La inconsistencia de mis decisiones. La vaguedad de mi anhelo
profundo.
Toco
casi las estrellas con las manos. Y luego soy capaz de lo más sórdido, de lo más mundano. ¿Cómo pueden convivir
en mí tantos extremos?
Me impresiona lo blando de mi
ánimo. Me levanto dispuesto a cambiar mi historia, la de muchos. Y no lo logro.
No sé si es que estoy centrado demasiado en mí mismo.
“Cuanto
más maduros seamos tanto más tenemos que eliminar la búsqueda consciente y
directa de cobijamiento y descanso. Así es,
si buscamos a Dios desinteresadamente, el descanso, la felicidad y el
cobijamiento surgirán espontáneamente”[1].
Dejo de pensar en mí. No soy
el centro. Tendré que buscar a Dios desinteresadamente. Me
parece imposible.
Si siempre
lo busco para tener paz. Si lo persigo para que me regale su amor
misericordioso. Si lo deseo para descansar en sus brazos y notar el latido de
su corazón pegado a mis entrañas.
Si lo que
quiero es echar raíces en su interior para que desaparezca de mi vida esa
sensación cruel de desarraigo y de abandono.
La palabra resuena en mi
interior. Buscarlo desinteresadamente. Yo que soy la persona más interesada que
conozco. Quiero el bien para otros. Pero sé que me busco a
mí mismo tan a menudo en mis actos aparentemente más altruistas. Que la
apariencia no me engañe.
Dios quiere que me descentre.
Para que Él nazca y sea mi centro. Me dice el padre José Kentenich que “el
ideal es y sigue siendo la filialidad madura, depurada. Esta se abre a lo alto, a Dios, sin
reservas ni condiciones; pero, hacia los lados, guarda celosamente su secreto;
es fuente sellada, es jardín cerrado. Si la filialidad para con Dios mantiene
una apertura sin reservas, el Espíritu Santo no sólo descenderá al alma filial
por esa puerta abierta, sino que calará hasta en sus más recónditos entresijos”[2].
Estoy llamado a ser
hijo. Tal vez eso es lo que más me sana por dentro. A mí que
estoy tan roto y necesitado.
Desinterés
en mi entrega. Desinterés en mi amor generoso. Desde las raíces más hondas.
Sólo así será posible. Un jardín cerrado mi alma. Abierto hacia Dios. Guardado
frente a los hombres.
Sólo así aprenderé a crecer. Con
inmadureces. Con retrocesos. Con caídas. Pero espero que desde dentro. Desde mi
verdad. Desde el lugar en el que Dios viene a hacer su morada. La cueva de
pastores. La gruta escondida. Por donde voy y vengo.
Quisiera tener paz. Digo que
para darla. O felicidad. Para compartirla. Sigo estando yo siempre en el
centro. Y no me descentro buscando a Dios desinteresadamente.
¡Cuánto me falta para crecer
desde dentro! ¡Qué lejos me queda esa meta que sueño, que anhelo, que dibujo
en el cielo!
Carlos Padilla Esteban
Fuente:
Aleteia