¿Sientes
división interior, ruptura? El primer paso consiste en la purificación de las
fuerzas instintivas: de la belleza, de la fuerza, de la entrega
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Miro a María en presencia del ángel. María
en medio de su vida cotidiana. En medio de su rutina. En su hogar. Junto a la
fuente. Veo al ángel que llega para perturbar su paz.
La fiesta de la Inmaculada al
comienzo del Adviento prepara el corazón para vivir estos días. El sí de María
se hace fuerte en mi propia vida.
De rodillas ante el ángel María
se conmueve. Deja de temer al escuchar la voz del ángel que la calma: “No
temas, María, has hallado gracia ante Dios”.
Y María no duda y cree. Parece
imposible, pero cree. Su vida se complica de golpe. Y Ella cree. Se alegra
porque el Señor está con Ella. Nunca la dejará sola. Siempre caminará a su lado. Es lo único
que puede calmar sus miedos. Y llenar su alma de alegría.
Esa mirada de María me conmueve.
¿Ella Madre del Señor? ¿Cómo será eso si no conoce varón? Dios lo sabe todo
mejor. Ella confía. Es sólo una niña. Tiene alma de niña inocente.
Tiene la pureza de los niños. Lo
ve todo con luz, con esperanza. Esa mirada me impresiona. Decía el padre José
Kentenich: “¿Acaso no es imagen de la impecabilidad y de la pureza? Sin
mancha de pecado original, sin mancha de pecado alguno, sin mancha de confusión
interior, de escisión exterior, de instintos rebeldes”[1].
María
no tiene pecado. No hay ruptura interior en su alma. En Ella hay una armonía
sagrada. Su cuerpo y su alma íntegros le pertenecen a Dios. Sus deseos y sus sueños.
La pureza de su intención, esa
que a mí me falta. Me siento roto por dentro. No hago el bien que quiero. Y mi
mirada no es pura.
Veo segundas intenciones.
Interpreto los comportamientos. Juzgo y condeno con facilidad. Estoy
roto y dividido…
Pero no por ser consciente de
esa realidad voy a tirar la toalla. No dejo de luchar. María me educa en mi
fragilidad para que llegue a ser yo también como Ella un jardín sellado para
Dios.
Decía el Padre Kentenich: “El
primer paso consiste en la purificación de las fuerzas instintivas: de la
belleza, de la fuerza, de la entrega. También se podría educar a la juventud
tal como se doman fieras. Pero el objetivo de la educación no es domar fieras,
sino guiar interiormente al ser humano y sus instintos hacia Dios”[2].
No quiero educarme a mí mismo
como si fuera una fiera, con un látigo. Soy consciente de todo lo que me falta
por educar.
Sé que María
puede hacerme mirar los ideales con alegría. Quiero mirar
más alto. Quiero mirar las estrellas.
Veo lo que puede llegar a hacer
Dios conmigo. No me conformo. No me acostumbro a ser como soy. Puedo ser mucho
mejor. Puedo cambiar.
Miro a la Inmaculada. ¿No tuvo
Ella también miedo como yo? Sé que tengo miedo de la vida. Por eso me cuesta el
compromiso. Porque no sé si mis elecciones serán las acertadas.
Tengo miedo siempre a
equivocarme. A elegir el camino incorrecto. El que no me va a hacer feliz.
María no tenía pecado. Pero
tenía que buscar en su interior la luz, como yo, para saber el camino. Ella fue
meditándolo todo en su corazón. Tenía alma de niña confiada.
El Padre Kentenich habla de la
pureza de los niños: “Esa ingenuidad y pureza nos recuerda
espontáneamente la belleza, el esplendor y la felicidad del paraíso. ¿No es
acaso encantador encontrar un hombre verdaderamente puro, cuyo ser expande el
aroma del estar intacto? Es muy hermoso observar la naturaleza, contemplar el
bosque, asombrarse ante el cielo estrellado, admirar la majestad del mar, pero no
habrá nada más bello que un hombre entregado a Dios. Acostumbrémonos a apreciar la belleza de la
persona que pertenece plenamente a Dios. La hermosura que admiramos es la que
irradia el alma”[3].
Un alma consagrada a Dios es
bella. Tengo el deseo de pertenecer de esa forma a Dios. Para siempre. Como un
niño en sus manos.
La pureza, la inocencia, que
irradia un niño es la que yo deseo vivir. Aunque tenga pecado anhelo la pureza
de María inmaculada.
Algo de esa pureza se me puede
pegar al alma al entregarme en sus manos de Madre. Quiere que me eduque y cuide
como a su hijo querido. Como a su niño.
Quiere sacar a la luz el niño
escondido que hay en mi alma. Así podré marcar el ambiente en el que vivo trayendo
el cielo a la tierra.
¿Qué tipo de atmósfera creo a mi
alrededor? Una atmósfera de cielo es la que deseo.
Una atmósfera en la que se pueda tocar a Dios.
Una atmósfera que me impulse a la lucha por los más altos ideales.
Fuera,
a la puerta, dejaré todas mis bajas inclinaciones, mis desesperanzas y miedos.
La atmósfera que crea María en mi interior es la de la apertura al querer de
Dios.
¿Qué
desea Dios de mí? Que
dé su luz. Que entregue su esperanza. Que regale su alegría. Que mi
inocencia sea un jardín sagrado en el que los que me vean puedan encontrarse
con Dios.
En el mundo en el que vivo
necesito encontrar atmósferas marianas en las que reina su paz y su alegría.
Al pertenecerle por entero a
María comienzo a irradiar su luz. La hermosura de mi vida entregada. La
fascinación de mi sí confiado. Mi fiat que cambia el mundo en el
silencio de mi entrega. En lo más oculto del jardín sagrado de mi alma.
No
quiero que el mundo me robe la inocencia. No deseo que la vida que llevo oculte la luz de mi alma. No
quiero que las sombras sean más fuertes y la tristeza apague la alegría. No lo
quiero.
Miro a María. Si fuera como Ella
siempre… entonces sería todo más fácil. Quiero que Ella haga de mí un
instrumento dócil en sus manos.
Para eso necesito ser niño en su
regazo. Si no me dejo querer, si no soy dócil a su voluntad, Ella no
podrá cambiarme por dentro. Porque, así como Dios respetó al
máximo su libertad cuando esperó en silencio a la puerta de su alma, así María
espera callada a la puerta de mi corazón.
Quiere saber si estoy dispuesto
a dejarme educar por Ella. Quiere saber si yo quiero abrir mi alma
para que Ella entre. Con sencillez me pongo en sus manos.
[1] Kentenich Reader Tomo 3: Seguir al
profeta de Peter Locher, Jonathan Niehaus
Carlos Padilla Esteban
Fuente:
Aleteia