¿Se puede poner valor o
precio al alma?
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Iglesia Cristiana MOVIMIENTO STEREO 102 |
A
esta pregunta debo responde con un “sí” y un “no”. “No” en el sentido que le
quieren dar las personas que han armado ese pretendido “juego”; ¡cuidado!, el
único que calcula el precio de un alma en dinero o en cosas peores es el
diablo. Él comercia con los hombres, vendiéndolos al pecado, o comprándolos por
pecado.
Pero,
desde otro ángulo, hay que decir que “sí”: toda alma tiene un valor, y un
precio. Y esto lo reconoce el mismo demonio. Si leemos el relato de las
tentaciones de Jesús en el desierto veremos que en la tercera tentación el
diablo ofrece al Señor todos los reinos del mundo a cambio de una postración
(Mt 4,8-10): Entonces le lleva consigo el diablo a un monte muy alto, le
muestra todos los reinos del mundo y su gloria, y le dice: “Todo esto te daré
si postrándote me adoras”. El demonio piensa que ofrece un buen precio por
el alma de Cristo. Pero el Señor le responde haciéndole entender que el alma
vale infinitamente más que todo el mundo: Jesús entonces le respondió:
“Apártate, Satanás, porque está escrito: Al Señor tu Dios adorarás, y sólo a él
darás culto”.
Tal
vez este juego tonto en que los jóvenes buscan “tasar” su alma no sea más que
una reacción (equivocada indudablemente) al ateísmo, al materialismo y el
descreimiento de los valores espirituales propios de nuestra época, que
conllevan el olvido del alma, o el desinterés por ella, la burla de los que
creen en el alma, e incluso la necedad de aceptar la realidad del alma inmortal
pero ¡arriesgarse a condenarla eternamente!
El
olvido de la primacía del alma es una tara que está reprendida en los mismos
Evangelios. Jesús proponiendo la parábola del rico que nunca pensaba en su alma
le hace escuchar a su personaje aquellas duras palabras: Dios le dijo:
¡Necio! Esta misma noche te reclamarán el alma (Lc 12, 20).
Tenemos
un alma espiritual e inmortal. Incluso los paganos llegaron a intuirlo y
algunos a afirmarlo. La fe nos lo confirma. E incluso sin usar de la fe, nos lo
dice la inteligencia. El mismo afán de eternidad que sentimos en nuestro interior,
en la apertura a la verdad y a la belleza, en el sentido del bien moral, en la
experiencia de nuestra libertad y en la voz de nuestra conciencia, que nos hace
aspirar al infinito y a la dicha, percibimos, signos de nuestra alma
espiritual. La “semilla de eternidad que lleva en sí, al ser irreductible a la
sola materia” su alma, no puede tener origen más que en Dios[1].
Si
hablamos de precio, debemos decir que el alma hecha por Dios “para” Dios vale
más que el universo entero. Si las cosas se valúan por lo que cuestan,
recordemos que mientras el universo costó a Dios una sola palabra (pues como
dice el Salmo 148: Habló Dios y todo fue creado), en cambio el alma del
hombre costó el precio de la Sangre y de la Vida del Hijo de Dios, quien murió
por nuestra alma en la Cruz.
El
valor de un alma, incluso la del último de los miserables, lo vemos reflejado
si oponemos dos cuadros evangélicos asombrosos. El primero es la tercera
tentación de Cristo, que mencionábamos más arriba; el segundo es la última
cena. En la primera escena el diablo ofrece el mundo, del cual es príncipe en
cierto sentido, a cambio de una sola postración de Jesús (Si cadens adoraveris
me). En la segunda escena, cuando, como dice San Lucas, el diablo ya
se había apoderado del corazón de Judas (Lc 23, 3), Jesucristo mismo se
pone de rodillas, humillándose, para lavarle los pies. Él, que despreció el
mundo entero que le ofrecía el diablo, ¡se postra por ganar el alma de un
traidor!
Ni
siquiera comprenden con exactitud el valor de su alma quienes la cuidan sólo
por miedo de verse condenados eternamente. No alcanzan a ver el valor en sí;
tan solo temen una consecuencia.
Se
cuenta que en una ocasión Dios mostró a Santa María Magdalena de Pazzis un
alma; y cuenta su biógrafo que quedó ocho días fuera de sí, arrebatada del
asombro y admiración que le había producido aquella vista. Debemos valorar
justamente nuestra alma. Entre tantos motivos, al menos:
(a)
por su origen divino, por su inmortalidad, por la encarnación del Hijo de Dios
que para salvarla se hizo hombre, por haberle sido asignado un ángel custodio
para guardarla, por las inspiraciones divinas, etc.; dicho de otro modo: por la
estimación que le tiene el mismo Dios.
(b)
También por el aprecio que le tiene el demonio que por ganarla para sí hace
tantos malabarismos; cuando alguien hace tantas cosas para comprar algo y está
dispuesto a tantos sacrificios por conseguirlo, ¡al menos nos tendría que venir
la sospecha de que se trata de algo valioso!
(c)
Y por la estimación que le tienen los santos quienes no dudan en sacrificarse
enteramente antes que ensuciarla con la más pequeña arruga, por la constancia
de los mártires que prefirieron perder la vida antes que perder el alma, por
los trabajos de los misioneros que por salvar almas dejaron todo.
Por
tanto, pensemos en nuestra alma; pensemos en los pobres locos que la venden por
una moneda. Pensemos también con cuánta ligereza la arriesgamos. Y sobre todo
deberíamos meditar aquellas palabras del Señor: ¿De qué le sirve al hombre
haber ganado el mundo entero, si él mismo pierde su alma? (Lc 9, 25). Y lo
que añade en otro lugar: ¿Qué podrá dar el hombre a cambio de su alma? (Mt
16, 26). Es decir, una vez perdida el alma (o sea, ya condenada en el
infierno), ya no se puede volver a comprar.
Recordemos
siempre las palabras con que Don Bosco despedía a los jóvenes que por su mala
conducta debía expulsar del Oratorio; con duras penas y lágrimas les decía como
último recuerdo: “No tienes nada más que un alma: si la salvas, has salvado
todo: si la pierdes, has perdido todo para siempre” [2]
[2] San Juan Bosco, Memorias
biográficas, IV, 437.
P. Miguel A Fuentes, IVE
Fuente: El teólogo responde